(Esta historia es pura
ficción. Cualquier parecido con la realidad se debe únicamente
al azar)
Si ustedes lo
desean podría contarles la vida entera de Caperucita tal como
yo la conozco, desde su nacimiento hasta hace tan sólo unos
meses, pero supongo que no será necesario. Por otra parte,
como sólo algunos detalles los conozco de primera mano,
preferiría no tener que hacerlo. En efecto, pocas veces he
tenido ocasión de hablar con ella, y menos aún son los
datos de interés que me ha ido revelando. Por ella no sabré
más porque la he visto cada vez menos dispuesta a sincerarse
con extraños, señal inequívoca de que va
adquiriendo algo de cordura. Lo poco que sé procede mayormente
de terceras personas, y mi escasa capacidad deductiva me ha ido
permitiendo atar algunos cabos sueltos de entre la maraña de
hilos que se me ofrece. De todos modos, para escarnio y escarmiento
de panolis – cuyo número crece sin tregua -, como refutación
de la ortodoxia política – cada día menos dispuesta a
tolerar discrepancias – y, finalmente, para satisfacer el legítimo
derecho a la información de los curiosos, les referiré
a ustedes lo que juzgo de interés de los avatares y
desventuras de Dolores, alias Caperucita la Roja.
Sinceramente,
y les ruego que me crean, yo no soy hombre dado al vano chismorreo.
De cada asunto refiero sólo lo estrictamente necesario para
comprenderlo, y lo hago del modo más escueto y directo que mi
romo ingenio me permite. Aspiro a que, si digo menos, no se me
entienda, y si digo más, algo esté de sobra. Pero
ahora, aunque no viene del todo al caso, no me resisto a hablarles
del origen del sobrenombre de Dolores. Ya saben ustedes que no hay
nada más difícil que averiguar la procedencia de un
mote y los motivos que lo ocasionaron. Con frecuencia los hijos los
heredan de sus padres y de este modo se convierten en los más
seguros gentilicios, en los patronímicos más exactos,
en un segundo apellido que sustituye al primero y lo desplaza. Inútil
indagar su causa. El caso de Caperucita es distinto, porque el suyo
es un mote de primera asignación, pero a pesar de que quienes
la motejaron aún viven, no hay dos personas que coincidan en
señalar su origen. Lo cierto es que desde muy niña
Dolores ha preferido el color rojo para su indumentaria, y siempre
que se le concedió el derecho de elegir terminó
decantándose por él. Con ocho años ya nadie la
conocía por su nombre, con dieciséis coqueteaba con un
capuchón corto de su color preferido y una minifalda que
mostraba unas larguísimas y esbeltas piernas que trastornaron
a más de un degustador de los encantos femeninos. A los
veinticuatro todo el mundo la conocía como Caperucita la Roja
porque a nadie dejaba de confesarle su fe y su ideología.
Sabido es que la fe y la ideología van de la mano, por eso los
dictadores se creen en el derecho de suponer que quienes no están
de su lado están contra ellos, y se defienden.
Desde siempre
fue Caperucita de natural confiado. No recelaba daños ni veía
peligros, ni siquiera los que derivan de la omnipresente gravedad de
los graves. Tuvo suerte no obstante: dos o tres fracturas no
consiguieron afear ni un ápice el perfecto trazado de su
grácil esqueleto. Con trece años y el carácter
aun no del todo moderado era una guapa niña cuyo cuerpo
mostraba exultante los cambios que afectan a las mujeres de su edad.
Por aquél entonces se acostumbraba a inculcar en las niñas
el deber de ayudar en las faenas domésticas, y su madre le
mandaba con frecuencia hacer la compra en la tienda de la esquina.
Caperucita obedecía a regañadientes quejándose
de la ociosidad en que se le permitía permanecer a su hermano,
se colgaba del brazo una cesta de mimbre y olvidaba enseguida su
enojo. Como resulta que el hombre, más que animal racional, es
animal de costumbres (lo que a veces explica el equívoco),
quiso la casualidad que a menudo las salidas de la niña
coincidiesen con el momento en que el vecino le abría la
puerta a su perro para que diese su paseo cotidiano. Era este hombre
un cuarentón, haragán como pocos, que había dado
con el modo de que su perrazo saliese solo y volviese después,
solo también, tras haber sembrado las calles con todas las
inmundicias con que los canes obsequian a los humanos. Gozaba el
perro de mejor talante que su dueño, y la niña le
prodigaba mimos y caricias. Sin embargo, en una ocasión, el
exceso de la carantoña molestó al chucho, que respondió
con una descortés dentellada en el muslo izquierdo de la
chiquilla. La cosa no tuvo más importancia que un poco de
sangre, algún dolor y una pequeña cicatriz que la
cirugía ni siquiera consideró conveniente corregir y
que la afectada exhibe con inocencia todavía hoy, para deleite
de oyentes y mirones. El incidente acarreó además el
sacrificio del animal, sobre quien cayó la desgracia de que su
dueño se hartase de sus responsabilidades a la primera ocasión
que tuvo de ejercerlas, y el chascarrillo que circuló
enseguida de que a Caperucita se le había comido el lobo.
Yo no sé
si lo dicho aclarará algo la cuestión que trataba de
resolver, si pertenece a la categoría de las causas o
permanece aún en la de los efectos. Quizá haya que
retrotraerse a la más tierna infancia de la zagala para
averiguar algo más cierto, pero no estoy dispuesto a hacerlo.
No he venido al mundo para contar historias, y si me avengo a hacerlo
habrá de ser del modo que más me plazca. Nadie puede
pretender que conozca a Caperucita mejor de lo que se conoce ella
misma, que reconstruya la ilación de sus pensamientos, los
motivos de cada uno de sus actos, los pretextos de quienes la rodean
para juzgarla de un modo u otro. ¡Qué sé yo de
todo eso! Yo sólo expongo hechos, y no todos: nada más
que los que creo oportunos. Y un hecho no sólo oportuno, sino
de importancia capital, es el que a continuación señalo:
Dolores trabajaba como asistenta social para el ayuntamiento de su
municipio. Comprenderán ustedes que tampoco cite el nombre del
municipio. Puedo decir el pecado, pero me callo el nombre del
pecador. Tampoco Dolores se llama Dolores, y si acudo a este
artificio es por mantener el secreto de la identidad de la
protagonista.
Como dije,
Dolores trabajaba de asistenta social y tenía a su cargo la
parte de los menores descarriados a quienes el puro azar quería
usar como conejillos de indias en los experimentos sociales de
integración de que tan orgullosos se sentían los
próceres políticos de su ciudad, que en realidad no
eran más que burdas tentativas de disciplinamiento suavizadas
a base de eufemismos, lugares comunes, sonrisas a la prensa y mucha
desidia a la hora de afrontar los problemas. Precisamente, fue en el
desempeño de sus funciones como conocí a Caperucita. Yo
era conserje de un colegio público adonde Dolores acudía
para acompañar a los chavales que juzgaba preparados para la
difícil experiencia de la vida escolar, y allí, en los
ratos muertos de espera, a veces me contaba gentilmente su vida y sus
problemas. Otras veces no, se entretenía charlando con los
padres de otros alumnos mientras yo rabiaba de celos porque –fuerza
es confesarlo- ninguna mujer tan guapa se había acercado nunca
a menos de diez metros de mi centro de gravedad, es decir: a nueve
del perímetro exterior de mi barriga.
Pero, con
todo, esos breves ratitos de penuria emocional, de abandono en una
mísera soledad que sólo podían romper las ondas
de sebo que recorrían mi cuerpo de arriba abajo cuando, por no
caer en el soez vicio de mascullar tacos, sacudía las piernas
con impaciencia, no fueron nada comparados con la desolación
de su primera semana de ausencia. A ésta siguieron otras, cada
vez más largas y frecuentes, en tanto que sus entrevistas
conmigo se iban haciendo más breves, más frías,
más convencionales. Me creí morir un día que
sólo hablamos del tiempo. Yo sudaba grasa, que es tanto como
decir que Cristo sudó sangre, y sin embargo hice cuanto estuvo
en mi mano por evitar que mis ojos traicionaran las convulsiones que
anudaban mis intestinos y amenazaban con paralizar todas mis
vísceras. ¡Malditas sean mis dotes de interpretación,
pues estoy seguro de que ni el más pequeño átomo
de mis emociones logró atravesar el grueso manto de tocino que
llevo bajo la piel!
Ustedes sabrán
disculpar estas digresiones que a nadie interesan. Al menos a mí
me sirven de desahogo. Quizá sí interese decir que, al
tiempo que su trato conmigo se hacía más distante, el
trato con sus pupilos se resentía del mismo modo. Su solicitud
para con ellos tornó en breve en simple corrección,
después en una corrección distante y, por último,
ni siquiera eso. Ni es necesario ni quiero detenerme más en
estos detalles que sin duda afeaban su espléndida belleza y
que precedieron por muy corto espacio de tiempo a su desaparición
definitiva.
No creo que
sean ustedes capaces de hacerse cargo del estado de ánimo que
me fue invadiendo día tras día, a medida de que la
constatación de que no volvería a verla se iba
convirtiendo en una sentencia irrefutable. Un día me decidí
a preguntar por ella a uno de sus contertulios habituales, un sujeto
ya maduro que debía de tener alguna amistad con el padre de
Caperucita. Como respuesta recibí un codazo de complicidad.
- ¿Qué?
¿Está buena, eh, canalla? –me dijo. Después me
refirió la historia que a continuación repito.
Como todo
progresista que se precie, Caperucita presumía de utilizar
siempre los transportes públicos, aunque la realidad distaba
un tanto de la presunción. A la hora de la verdad todo eran
excusas: que si el horario no le convenía, que si había
perdido el tren, que si no tenía buena combinación…
Creo que se le veía menos por la estación que a un
borracho en las asambleas del Ejército de Salvación.
Pero sería faltar a la verdad afirmar que nunca acudía.
En efecto, en una ocasión –y no trae cuenta precisar cuándo-
se vio forzada a viajar en tren, a pesar de no tener buena
combinación. Si he de ser sincero, no creo que toda la culpa
del olvido del transporte público sea de Caperucita: en los
países subdesarrollados los viajes llevan mucho tiempo por
culpa de la escasa velocidad; sin embargo, en las repúblicas
bananeras, como la nuestra, donde reina la desidia y la caradura, y
el interés general se olvida a veces simplemente por nada, los
viajeros deben soportar esperas descomunales en los transbordos.
Concluyan ustedes lo que se sigue de esto.
Sea como
fuere, lo cierto es que Caperucita hubo de esperar en cierta estación
durante un par de horas a que llegase un tren que le devolviese a su
casa. La espera en una estación puede deparar cualquier cosa,
desde un feliz suceso hasta el más desgraciado de los
incidentes. Allí todos los contrarios son posibles incluso al
mismo tiempo, supongo que por eso la gente encuentra algo divino en
el hecho de viajar. Dos personas pueden estar sentadas una al lado de
otra esperando su tren, y sin embargo correr suertes diametralmente
opuestas. No es esto exactamente lo que ocurrió con Dolores en
aquella ocasión, puesto que se encontraba completamente sola
en la sala de espera, pero su suerte dependía de que el sujeto
que entró al cabo de unos minutos de estar ella allí
aburrida tuviese dos dedos de frente o no más de uno y medio.
El punto crítico es exactamente dos dedos de frente. Con eso o
más, cualquiera que entrase daría los buenos días
y se sentaría a una distancia prudente, porque por muy buena
que esté nuestra interlocutora debe primar el respeto a su
intimidad y su espacio vital. Con menos de dos dedos las cosas
ocurren de un modo bien diferente: el que entra pide un cigarro, se
sienta a tu lado y con total falta de pudor te cuenta su vida, tanto
si te interesa como si no. Después todo parece incierto.
Pues bien, no
sé cuál sería el número de sombrero que
calzaba el tipejo que entró, porque yo no estaba allí
para calcularlo, pero por lo visto se comportaba como si tuviera las
facultades mermadas. Vestía pantalón tejano y una
camiseta que se había saltado tres lavados, no parecía
sentir el frío de la mañana y todo él
evidenciaba haberse dedicado recientemente a frecuentes y abundantes
libaciones. A juzgar por una cosilla sucia que le colgaba entre los
dedos de la mano derecha, debía de estar bajo los efectos de
las inhalaciones del humo de cierto narcótico que consumen a
menudo los porreros. En suma, era un vitola del uno. El rostro se le
habría quedado tan chupado como lo tenía sin duda por
el esfuerzo de arrancarle al canuto hasta la última voluta de
humo. Los ojos rojos, la tez grasienta, los cabellos despeinados,
todo indicaba que no había dormido en toda la noche, no al
menos como suelen hacerlo los cristianos.
Permítaseme
ahora afirmar que el mundo está lleno de pesados, que su
número crece en proporción geométrica en tanto
que la paciencia del resto lo hace como mucho en proporción
aritmética y que, a pesar de ello, disponemos de una variedad
muy limitada de pelmas. Básicamente, sólo hay tres
tipos. A pesar de mi resistencia y aunque sea sólo por estar
haciendo lo que ahora hago, la honradez me obliga a incluirme a mí
en el primero. Al menos me cabe el consuelo y el descargo de
pertenecer al grupo de culpa más leve: el de los cuentistas.
Sin duda un cuentista puede llegar a ser molesto, pero a poco que la
Naturaleza le haya provisto de talento puede estar seguro no ya de no
aburrir, sino incluso de agradar. Y si sabe condimentar sus guisos
con astucia verá cómo la parroquia afloja la panocha
sólo por oírle, cosa que nunca viene mal del todo.
El segundo
grupo lo componen esos impúdicos de lengua suelta, capaces de
contarte sus glorias o sus desventuras, quizá con la intención
de sonsacarte alguna noticia comentable, o por obtener de ti algún
otro beneficio. Este es el grupo más nutrido y el más
insidioso, pues no está nada claro el desinterés de
quienes lo integran. Además es el que con más encono
abusa de la paciencia de sus víctimas. Y que nadie venga
rebuznando que la caridad de la gente ha caído en picado, que
ya no hay quien sepa escuchar, u otras zarandajas de ese pelo, porque
la verdad está más cerca de lo contrario. No hay más
que ver lo que con jobiana o vacuna indiferencia nos dejamos hacer a
diario. Valga como ejemplo el de los publicitarios, esos mercachifles
vocingleros buenos para nada, mucho más arteros que honrados,
capaces de pregonar con el mayor entusiasmo y desdén por los
buenos modos los artículos más inútiles, si son
vendedores, o los candidatos más estrafalarios, si se dedican
a la política. Y si a éstos, que de fijo son
interesados, los aguantamos, cuánto no aguantaremos a quienes
presumimos no lo son.
El sujeto que
entró aquel día en la sala de espera debía de
pertenecer al tercer tipo. Es curioso lo que ocurre con éstos:
no son los peores, pero sí los más desagradables. Y yo
tengo para mí que, dejando aparte sus aspecto, ello se debe a
que, aunque no piden nada en concreto, sí que están
pidiendo algo que nosotros podemos dar a manos llenas y que sin
embargo atesoramos como si temiéramos gastarlo demasiado
pronto. Quizá nos pidan compasión, o quizá algo
que nos cuesta mucho menos y que valoramos mucho más que la
compasión. Lo que pretenden de nosotros, creo, es que
consideremos que el despilfarro de su vida no ha sido en vano, que
valen o han valido para algo. De otro modo no nos narrarían
tan abiertamente sus desdichas. Si Caperucita no pensó esto
mismo que digo ahora, o algo similar, entonces me declaro incapaz de
entender lo que hizo a continuación.
Este hombre,
según parece no merecía ya el apelativo de “muchacho”,
dijo llamarse Leopoldo Zurbarán.
- Yo soy descendiente de
Zurbarán, el pintor, ¿sabes? –declaró con esa
voz nasal y algo arrastrada que es propia y peculiar de la canalla-.
Soy pintor, como mi padre y mi abuelo, y toda la familia. Ahora me
dedico a pintar pisos, ¿sabes lo que te digo? Mi padre me
enseñó muchos truquillos de puta madre, y como necesito
algunas pelillas, pues pinto pisos que te cagas.
Supongo que
Dolores no sería tan boba de no recelar alguna fantasía
en lo que Leopoldo contaba, porque, como se verá, algunos
detalles hedían a exageración. Por lo que a mí
respecta, dejaré en suspenso la labor de separar lo verídico
de lo fingido, puesto que ni siquiera soy capaz de distinguir a
ciencia cierta lo verosímil. Leopoldo dijo haber pintado
recientemente el piso de un amigo. Dio detalles: el techo blanco, la
habitación del crío en azul claro, la de la cría
rosa o color salmón. El salón de puta madre, con un
rodapié que pintó de negro y sobre el que imitó
las vetas del mármol pintando sobre el fondo negro unas
manchas blancas con ayuda de una pluma de gallina. Esta técnica,
que debía de ser tradición familiar con varias
generaciones de antigüedad, le había sido muy útil
para otros tipos de trabajos, como el pintado de barras de bares y
discotecas. Yo no conozco a Leopoldo más que de oídas,
pero por el modo en que recibo la historia me da la sensación
de que este tipo de detalles se aducen para dar un poco de brillo al
currículum. Y que nadie se engañe en lo tocante al
conocimiento del oficio: él mismo se hace las mezclas de
colores según una técnica infalible que también
es tradición de familia.
En lo que
atañe a la cuestión crematística, Leopoldo
asegura que quien contrate sus servicios puede ahorrarse hasta mil
euros en comparación con lo que le pediría un pintor
profesional. El a su amigo le pidió mil doscientos, pero quedó
tan contento que le dio una propina de trescientos. Leopoldo tiene
suerte: en el suministro de materiales le hacen descuento como si
comprara al por mayor. En todas partes le conocen, por eso puede
bajar los precios. Asegura que tiene apalabrado otro trabajo para el
hermano de un amigo, y cree que también recibirá alguna
propina.
Ustedes me
perdonarán ahora que no pueda yo esclarecer completamente cuál
era la ilación del discurso del yonqui, comprendan que refiero
su historia de tercera mano. Probablemente no había ninguna y
Leopoldo simplemente hablaba de sí mismo con la coherencia de
un borracho, sin permitir que Caperucita interrumpiese su monólogo.
Sea como fuere, de la cuestión del dinero pasó a la
cuestión familiar. Por lo visto no está casado, pero
tiene dos hijos. Al mayor, que ya tiene veinticinco años y que
por decisión de la madre no lo ha reconocido, lo ve muy poco
porque vive en el extranjero. Ahora se va a casar el muy cabrón,
hay que ver cómo pasa el tiempo. Vive con la madre de la
novia, y siempre que va a visitarlo le invitan a quedarse una semana
o dos, o todo el tiempo que quiera. Me da la sensación de que
Leopoldo confunde la hospitalidad con el cariño, de lo
contrario prefiero no imaginar cómo será la futura
consuegra, la nuera, el hijo, y qué diablos hace el muchacho
en esa casa. Ya sé que pensarán ustedes que me estoy
convirtiendo en un deslenguado, pero háganse cargo: de tal
palo, tal astilla. Yo sólo conozco de la misa la media, y
entre la curiosidad y mi afición a hacer cábalas…
Ustedes comprenden.
Nuestro locuaz
yonqui tiene otra hija reconocida, una muchacha de trece años
a la que casi no conoce porque se ha pasado ocho en la cárcel.
Injusticias de la vida: total, unos radiocasetes y una máquina
recreativa, pero le trincaron. Noto que según me cuentan la
historia me hago más suspicaz. Una de dos: o Leopoldo es el
único chorizo que ha dado con un juez justiciero o sus hurtos
han ido acompañados de alguna otra calaverada. También
es posible que le hayan ido trincando una y otra vez hasta sumar ocho
años, pero tanta eficacia me parece impropia de una república
bananera. Hasta ahora, por lo que cuenta mi amigo, no da la impresión
de ser Leopoldo un sujeto violento, pero todavía no he
escuchado toda la historia.
El primer
atisbo del rencor que lleva dentro lo dejó ver cuando le contó
a Caperucita que en los ocho años que pasó en la trena
sólo le concedieron seis días de permiso.
Prácticamente, como quien dice, acaba de salir de prisión,
asegura, pero a mí no me cuadran las cuentas. Lo primero que
hizo nada más salir fue tratar de visitar a su hija. Sin
embargo topó con la oposición tajante del abuelo, que
prefiere que la chiquilla ignore la existencia de su padre. Por lo
que me cuentan, la primera vez Leopoldo se marchó decepcionado
y con el rabo entre las piernas, pero volvió al día
siguiente dispuesto a todo. Como no le abrían la puerta, de
una patada la echó abajo y se lió a hostias con el
abuelo. Le dio a placer en la cara hasta romperle los morros y sentir
el tacto tibio y viscoso de la sangre en ambos puños.
Quinientos euros de multa por la puerta y tres meses de arresto por
la agresión, de los que sólo cumplió veinte días
(cómo puede pretender después de decir esto que le
cayeron ocho años por unos radiocasetes).
-¡Déjale,
Poldo –le decían-, que le vas a matar!
- A estos hijoputas
habría que matarlos de pequeños.
Cuando se lo
contaba a Caperucita, Leopoldo juraba por su libertad que, si le
hubieran dejado, le habría inflado la cara a hostias al abuelo
hasta matarlo. Incluso de tercera mano, el relato es tan vivo en este
punto que yo le concedo todo mi crédito. Como resultas del
episodio, desde entonces no tiene problemas cuando quiere visitar a
su hija. Los tiene el abuelo, que considera más prudente
ausentarse. Eso fue, al menos, lo que ocurrió un día
que el dolido progenitor acudió a visitar a su niña y a
llevarle un regalo que compró con el fruto de su trabajo. El
abuelo hizo mutis por el foro del modo más digno posible,
probablemente siguiendo órdenes o instrucciones de la familia,
y dejó el terreno expedito para el triunfal avance del pintor.
Me lo imagino tan sólo un momento antes devanándose la
roída sesera para elegir no un regalo adecuado, sino uno que
le permitiera conquistar a la cría de un plumazo. Finalmente
le entregó una camiseta de esas que llaman de Chenoa, ceñida
al cuerpo y lo suficientemente corta como para que la niña
pudiese lucir su virginal ombligo. Además, le largó
cincuenta euros para que se comprase lo que quisiera. No hago otra
cosa que imaginarme la cara de la madre al ver que a su hija le
vestían de furcia, aunque no sé que se quejara por
ello. Un regalo es un regalo, y lo que cuenta es la intención,
debió de pensar. El caso es que, a la hora de despedirse, la
chiquilla se negó a agradecer el regalo de su padre con el
correspondiente beso. Figúrense: no quiso darle un beso a su
padre, quien, como viera que era imposible ganarse el amor filial con
halagos, decidió hacerlo a voz en grito. Leopoldo se sulfuró,
montó en cólera, se subió por las paredes y le
ladró a su hija que en lo sucesivo prefería darle
regalos a cualquiera antes que a ella. Por lo visto, la madre de la
niña le recriminó su terca negativa (en esto insistió
Leopoldo varias veces), pero la hermana de la madre, al ver que el
yonqui perdía los estribos, corrió a llamar a su tío
–es decir: el hermano del abuelo hostiado- quien acudió
enseguida amenazando con una cachaba.
- ¡No te tengo
miedo, cabrón! –le gritó Leopoldo-. Si es que de los
tres hermanos sólo el difunto Tinín valía…
Deduzco que el
abuelo de la criatura tenía dos hermanos, de los cuales uno
–Tinín- le debía de tener en vida alguna simpatía
al furibundo expresidiario. Deduzco también que toda la
familia vivía junta, porque las hijas y la viuda del finado
llegaron tras el tío alarmadas por el escándalo.
-Pero dejadle –decían
enternecidas, según Leopoldo, por la espontánea
declaración de estima hacia su padre y esposo muerto-, si sólo
viene a ver a su hija y a traerle un regalo.
¡Qué
cabrona! Trece años y no quiere darle un beso a su padre…
Pero la camiseta y el dinero sí que lo aceptó. Leopoldo
juró no darle nunca nada más.
- ¡Que no sabe lo
que hace, con trece años! –se quejó a Caperucita-.
¡Pero si los niños ahora con cinco años ya te
torean!
No podía
ser de otro modo. Caperucita reconoció en Leopoldo el género
de desgraciados con los que estaba acostumbrada a trabajar. Pero no
vio ningún muchacho irresponsable y despreocupado de su
futuro, sino un pobre hombre casi de fijo perdido irremisiblemente a
quien la vida le negaba todas las alegrías y no le ofrecía
a cambio más que amarguras. El mismo Poldo se percata de que
nadie le quiere: su hija se niega a besarlo y probablemente mira con
asco su tez grasienta y oscura, sus ropas sucias, su voz cascada de
drogadicto; tampoco sabemos que su hijo le haya invitado a la boda, y
es seguro que ese detalle no lo habría pasado por alto. ¿No
es éste un perfecto ejemplo de marginado, de víctima de
una sociedad que no perdona el fracaso, la demostración
viviente y evidentísima de que el sistema penal, lejos de
lograr la reinserción social de los reos a quienes
supuestamente trata de recuperar, no consigue sino su desahucio
absoluto? Ojo, que yo no afirmo categóricamente que Caperucita
no viera más que eso, es probable que también sintiera
lástima del pobre Leopoldo, pero su instinto profesional le
avisaba de que no se hallaba en situación de resolver sus
problemas afectivos, mientras que seguramente sí podría
hacer alguna cosa con respecto a su situación social.
Fue pensado y
hecho, es decir: cosa poco meditada, supongo. Dolores se las arregló
para meter baza en el interminable monólogo de Leopoldo y
desviar la conversación de nuevo hacia su incipiente actividad
profesional.
-Pues yo necesito pintar
el piso –dijo como si de repente se acordara del asunto.
¡Habráse
visto semejante estupidez! ¿Pero es que no estaba viendo que
el tío es un yonqui de tres al cuarto, un expresidiario, un
chorizo que tiene arrebatos violentos y de cuya competencia
profesional no posee más referencias que las propias? ¿Cómo
vas a meter a un sujeto así en tu casa? Se ve que los
asistentes sociales, además de saber tratar los problemas
personales de sus pupilos, disfrutan también de vista aguda a
la hora de calcular el montante de sus impuestos. Quién sabe,
quizá Caperucita pensó que a la vez que le echaba un
cable a Leopoldo podría ahorrarse un piquillo mediante una
pequeña y trivial trampa con el IVA. Para colmo de desgracia,
todo cuadraba bien porque el pintorzuelo esperaba el mismo tren que
la hermosa y resultó que eran casi vecinos, hay que ver lo que
es la suerte. Unas pocas y eficaces preguntas acerca de las
dimensiones y el reparto de la vivienda le permitieron a Leopoldo
ajustar un buen precio para su cliente y, al tiempo, hacer gala de su
pericia profesional tanto como de su falta de memoria, toda vez que
pareció olvidar por entero el compromiso con el hermano de su
amigo, aquél de quien también esperaba una propinilla.
Hicieron el
viaje juntos y Caperucita tuvo que soportar la interminable cháchara
del pintor, que no dejó de hablar –ni dejó hablar- en
todo el tiempo. La conversación consistió en un enorme
acopio de detalles acerca de cómo iba a quedar la obra.
Oyéndole se podría creer que ya estaba idealmente
finalizada, que no quedaba sino el pequeño trámite de
ejecutarla y que ya se podría disfrutar, siquiera
virtualmente, de la recién estrenada decoración del
hogar. Les juro a ustedes que eso habría bastado para
despertar todos mis recelos acerca de la voluntad del pícaro,
porque con toda seguridad el ejercicio que estaba llevando a cabo es
a la satisfacción por el trabajo bien hecho lo mismo que el
cuento de la lechera es a la economía doméstica.
Leopoldo estaba consumiendo ya todo el goce, pero aún no había
probado el bocado amargo.
Sin embargo,
ahora debía de estar eufórico. Se sintió
generoso e invitó a su cliente a tomar un café en el
bar de a bordo. Caperucita dio las gracias y se excusó
alegando que ya había tomado uno en la estación y que
un segundo habría rebasado con creces los límites de la
dosis que su sistema nervioso puede recibir sin alterarse. Supongo
que al menos una de ambas alegaciones era falsa, que no le apetecía
tomar café con él y que estaría clamando al
cielo para que el viaje concluyese cuanto antes.
-Bueno, pues tona un
cigarro –dijo-. Te lo fumas luego, que aquí no se puede.
Leopoldo
rebuscó en una cajetilla arrugada que sacó de su
bolsillo y le tendió a Caperucita uno que tenía la
boquilla rota, seguramente el último que le quedaba. No le
cabía en la cabeza que no hubiese adquirido la costumbre de
fumar, una más de sus hermosuras. Entretanto, el viaje tocaba
a su fin, demasiado largo para la una y supongo que demasiado corto
para el otro. Le veo sentado enfrente de su cliente, tratando de
deslizar la vista sobre su escote, o muslos arriba hasta tropezar con
la minifalda roja que de fijo llevaba, seguramente buscando una
fórmula mágica que detuviera el tiempo en aquel
instante. A saber lo que pensaba el pobre desgraciado en esos
momentos. Cada uno imagina el cielo según Dios le da a
entender, y no soporto que nadie lo entienda como yo. Finalmente el
tren se estacionó en el andén de destino, y ambos
viajeros descendieron, la una con prisa, el otro abriéndole
las puertas y lamentando que no llevara equipaje para permitirse la
galantería de cargar con él hasta donde fuera posible.
Antes de despedirse concertaron una cita para ultimar los detalles de
su negocio, y después se separaron ambos.
-Cuando quieras empiezo,
y si quieres otra cosa también te la hago –dijo Leopoldo, y
lo dijo de tal modo que Caperucita se arrepintió al punto de
haberlo contratado.
Pero claro, no
podía volverse atrás tan pronto. Al fin y al cabo no
tenía en su contra más que una interpretación
seguramente injusta. No se rompe un trato sólo porque la
entonación de una frase no te haya gustado, se necesita una
causa proporcionada. Por ejemplo, que tú digas “verde” y
él, de su mano mayor, ponga azul; o que deje más
pintura en el suelo que en las paredes. Eso sí, se dio prisa
para acabar cuanto antes.
Se vieron en
el piso de Caperucita un par de días después.
Concretaron colores y texturas con toda rapidez porque Dolores tenía
al respecto las ideas muy claras y porque Leopoldo no puso objeciones
a sus argumentos. Se limitó a unos cuantos comentarios que él
debió de considerar pertinentes, pero que en realidad
sobraban, y a asentir en todo lo demás.
-Se ve que sabes –dijo
con su modo peculiar de decir.
No era
necesario desalojar la vivienda de muebles. El propio Leopoldo se
encargaría de ir desplazándolos según
conviniera, y prometió hacerlo con todo cuidado. Los cubriría
con una lona que tenía a esos efectos, después de
terminada la obra volvería a colocarlos en su sitio, y no
habría viviente alguno que pudiera encontrar después en
ellos rastros de haber sufrido tales operaciones. Caperucita no
tendría que ocuparse de nada. Eso sí, él siempre
pedía un anticipo para comprar los materiales y necesitaba una
semana antes de comenzar la faena para que se los sirvieran. Como el
anticipo era pequeño y el plazo razonable, ambas partes se
pusieron de acuerdo enseguida. Caperucita le dejaría un juego
de llaves al comenzar, para que no tuviera que estar pendiente de sus
salidas y entradas, y con ello toda cuestión quedó
zanjada.
Leopoldo fue
puntual. Se presentó el día fijado ataviado con un mono
de trabajo que en tiempos había sido blanco y que le quedaba
un tanto demasiado grande. La hora era la convenida. Caperucita salía
a trabajar entonces, le entregó las llaves, le ayudó a
meter en casa los cubos de pintura que había traído, un
manojo de brochas y rodillos y una escalera de tijera de tamaño
proporcionado a la altura del piso. Después salieron ambos,
pues el pintor aún tenía que subir el pesado fardo de
lona para proteger los muebles, la máquina para mezclar los
colores y alguna que otra cosilla.
-Menos mal que hay
ascensor, que si no…
Qué más
quieren ustedes que les cuente. Pasó lo que tenía que
pasar. Miren, yo me niego a interpretar la conducta de Leopoldo. Se
podrá decir que acudió a trabajar con toda la buena
voluntad del mundo –de hecho, comenzó el trabajo-, que su
intención era buena pero que le falló la voluntad. Lo
que ustedes prefieran. También cabe pensar que llevaba la
fechoría premeditada, que en principio cubrió las
apariencias para prevenir una reaparición repentina de la
víctima y que se dedicó después a sus anchas al
saqueo doméstico sin que nadie le pudiera acusar de
allanamiento. Un simple hurto, con eso ni le detienen a uno. Lo
cierto es que cuando Caperucita regresó a casa lo encontró
todo patas arriba. Ninguno de sus muebles estaba en su sitio. Algunos
estaban amontonados en un rincón, las paredes desnudas
esperando recibir su mano de pintura, pero el único lugar
sobre el que la habían extendido en cantidad apreciable era
el suelo. De la lona que debía proteger los muebles no había
ni rastro, y alguno de los enseres había sufrido la carencia.
Había algunos cajones tirados por el suelo, con su contenido
revuelto o disperso por doquier, papeles que habían volado y
consiguieron aterrizar donde Dios les dio a entender, notas escritas
a mano sucias de pintura seca y pegadas sobre el tapizado del sofá,
el teléfono descalabrado mostraba impúdicamente sus
entrañas electrónicas, la ropa de los armarios llenaba
los pocos espacios que se habían librado de la pringue, la
cajita de caudales donde guardaba las pocas joyas que poseía
–nada más que baratijas sólo un poco más caras
que las ordinarias- y el dinerillo para los gastos corrientes había
sido forzada con un destornillador y yacía en medio de su
dormitorio como una boca que pidiese auxilio o clamase venganza. El
microondas, el televisor, el vídeo, el estéreo y el
ordenador habían desaparecido, así como alguna otra
bagatela que no merece la pena recordar. Un par de pinturas al óleo
y media docena de grabados de mediano valor habían sido
despreciados por el caco, pero se salvaron, quizá de milagro,
del estropicio general. Ningún libro había sido movido
de los estantes, que debieron de ser desplazados con todo su peso,
pero faltaba algún que otro disco. En fin, si desean un
balance pormenorizado y más exacto, pregunten ustedes mismos a
la interesada. Y si además pueden darle alguna noticia del
ladrón, supongo que les quedará muy reconocida.
Del
sinvergüenza de Leopoldo ella no volvió a tener noticia a
pesar de los desvelos de la policía, cuyos efectivos se
volcaron con toda la fuerza de su espíritu en el inútil
empeño de localizarlo. Sé de buena tinta que Caperucita
lloró su ausencia harto más de lo que ya había
llorado por su presencia, y que si, por alguna de esas casualidades
de la vida, su gaznate hubiera ido a caer entre sus manos, no
quedaría mucho más arreglado de lo que le dejó
el nido. Repito que las últimas veces que tuve la dicha de
verla apenas si hablé con ella, pero es claro que el desguace
de su domicilio coincidió en el tiempo, y precedió por
poco a su desaparición. Es curioso: bastó este episodio
para que se hartase de la canalla. Me he enterado también de
que abandonó la militancia en cierto partido político
al que se sentía muy vinculada emocionalmente, que se
convirtió voluntariamente en una funcionaria al uso y que ya
no quiere saber nada de proyectos de reinserción. Por lo que
sé, ahora sella legajos e instancias del modo más
mecánico de que es capaz y, para colmo, ha cambiado su
minifalda escandalosamente bermellona por unos vaqueros en los que
podría entrar por duplicado. Maldito sea por siempre el rufián
de Leopoldo.