martes, 7 de junio de 2016

PROGRESISTAS, CONSERVADORES Y REACCIONARIOS


          Últimamente se oye hablar mucho de progreso o de progresismo, aunque son cosas distintas. El progreso se refiere a una determinada dinámica material, social y cultural, en tanto que el progresismo, en el mejor de los casos, sería algo así como la ideología que tiene al progreso como valor referente; y en el peor, un concepto totalmente vacío.

          Tradicionalmente se ha venido considerando que la idea de progreso requiere un sentido de la Historia y que sugiere que todo cambio en las condiciones materiales de la existencia humana, en la organización social y en el desarrollo cultural se produce en un cierto sentido, y no uno cualquiera, y que incluso persigue un fin más o menos remoto. También se ha considerado que la idea es genuinamente occidental y se han señalado dos antecedentes fundamentales. Por una parte, la idea clásica, particularmente en su versión socrática, de que la virtud puede ser enseñada y puede aprenderse; por otro lado, los conceptos teológicos exclusivamente cristianos de caída y redención. A este respecto, es interesante señalar que sólo cuando a finales de la Edad Media en Europa se discute acerca de la separación del poder espiritual y del poder político, del Imperio y del Papado,  y la sociedad logra emanciparse lenta pero inexorablemente de la teocracia vaticana, proceso que no culmina hasta el Renacimiento, Occidente cobra consciencia de la cristianísima idea de progreso. En efecto, teocracia y progreso son antagónicos, por eso el Islam no ha podido dar con semejante idea. En su papel de depositario y transmisor de la antigüedad helénica quizá, y a lo sumo,  se haya topado con la noción de Edad Dorada, que es  el total reverso de la idea de progreso; pero en su manifiesta incapacidad de separar el poder político del religioso hay que considerarlo refractario a cualquier avance. Más bien al contrario, sólo le cabe el regreso a la letra del Corán toda vez que la sucesión de los acontecimientos le haya separado de lo que en el Libro se dicta. Al menos eso es lo que deben de andar barruntando los fundamentalistas. Supongo que también los fundamentalistas cristianos.

          Considerando que, al tratarse de una idea de origen religioso que sólo se nos manifiesta cabalmente cuando alcanzamos cierto grado de secularización, es fácil caer en la sospecha de que alberga en sus entretelas alguna que otra incoherencia. Y a darle cuerpo a estos recelos voy a dedicarme en lo que sigue.

          Lo primero que consideramos en la noción de progreso es la creencia en la perfectibilidad de la condición y las sociedades  humanas. Por eso progreso no casa bien con las teocracias, ni con las utopías. Sobre todo con las utopías. Una sociedad teocrática es aquélla que se organiza y se rige según los mandatos divinos, lo que en la práctica equivale a los preceptos de los dirigentes religiosos, los cuales manifiestan clara tendencia a ser inamovibles. Lo característico de la teocracia es la creencia de que la sociedad alcanzó el máximo de su desarrollo y perfección in illo tempore, en el mismo acto fundacional, y toda desviación de la tradición supone una caída. Para el sumo sacerdote la Historia se ha detenido en el mismo instante de su comienzo, y toda su acción política se encaminará a garantizar que nada cambie. El espíritu de la comunidad sólo contempla su pasado y verá en él una edad dorada en que los individuos gozaban de una estrecha comunión con la divinidad. La utopía, por su parte, es la teocracia del futuro más o menos secularizada. No hay mucha diferencia en el hecho de que el progreso haya de estancarse ahora, o que lo haya hecho en los tiempos de Maricastaña, o que lo vaya a hacer a la conclusión del milenio, una vez cumplidos todos sus objetivos. De un modo u otro la Historia se habrá detenido, la vida de la especie habrá llegado a su fin. Y quiero insistir en la vida de la especie, no en la de los individuos. La especie humana, a lo que sabemos, es la única especie que vive, su vida es lo que denominamos con el nombre de cultura, y sólo es posible porque es producto y destilado de la vida de los individuos,  no algo que orbite sobre ellos. Detener la cultura, matar a la especie, supone sumir al individuo en una existencia sin sentido, siempre igual a sí misma, indiferente, indistinta, absolutamente igualitaria. De hecho, cualquier Edén, ya sea terrenal o celestial, es absolutamente igualitario. Y aburrido.

          La utopía, es evidente, nace de la conciencia de que la realidad social es disfuncional, y de la creencia de que puede ser definitivamente reparada. En su versión religiosa, es la Providencia quien determina el error, identifica el fin a perseguir y quien traza el camino para alcanzarlo. Camino muchas veces tortuoso y angosto, porque “los designios del Señor son inescrutables”. En su versión secularizada, el objetivo y el proceso para lograrlo emanan de la razón, o de la ciencia, en las que se han depositado al menos las mismas esperanzas que se habían vertido en la Providencia y cuyos procedimientos y recursos son no menos difíciles. Por eso, en ambos casos, cualquier suceso siempre puede ser armonizado con el fin propuesto y, en consecuencia, ser declarado compatible. Todo puede ser considerado un paso necesario, un avance. Incluso la más férrea dictadura. También la del proletariado. Cualquier utopía está a salvo de su refutación por los hechos. Y además es totalitaria, o corre el riesgo de serlo, porque supone que la vida de la especie es indiferente a la de los individuos y por lo tanto puede prescindir de ellos, o sacrificarlos, o simplemente no tenerlos en cuenta. Con la excusa de organizar la sociedad para el bien de los individuos, lo que hace es organizar a los individuos para la sociedad. Ninguna utopía se ha ocupado jamás de otra cosa. Al menos, yo desconfío de toda acción política encaminada a establecerla.

            Con todo, el punto más débil del pensamiento utópico consiste en el establecimiento de los fines, en el diseño de la sociedad perfecta. Sean cuales sean lo fines propuestos, cualesquiera que sean los atributos que le supongamos a la sociedad utópica, jamás podremos estar seguros de haber atinado en nuestro juicio por la sencilla razón de que no podemos anticipar los problemas a los que nos vamos a enfrentar en el futuro. Nuestra máxima aspiración sería resolver los del presente a medida que se vayan manifestando y olvidarnos de organizar la sociedad de una vez por todas. Aun así, sería necesaria una extremada fineza en el diagnóstico y un tino no menos difícil a la hora de programar la acción política, cosas ambas que parecen no acomodarse muy bien con la ostentación de cualquier idea previa al respecto. Tengo la impresión de que las ideologías políticas son simples prejuicios, o bien juicios interesados, de parte, ajenos por lo tanto a la justicia social. Por eso no deja de sorprenderme escuchar a determinados líderes políticos que la ideología sigue en ellos viva e incólume, y presumir de ello. Supongo que sería más razonable considerar que los problemas a los que se enfrenta una comunidad están referidos a sus circunstancias concretas y a un tiempo determinado, de modo que las colecciones de recetas -los libros de cocina- corren serio riesgo de no dar respuesta a nada. Cualquier  eventual éxito sería música asnal en el mejor de los casos.

            Llegados a este punto se impone la cuestión de para qué queremos a nuestros políticos, qué esperamos de ellos. Desde luego, no para establecer las bases de una nueva sociedad. El político ha de recibir la sociedad ya constituida, y el trabajo que se le encomienda es el de gestionarla honrada y eficazmente. Es un absoluto contrasentido que alguien que se tilde de progresista -ni ningún otro- amenace constantemente con remover los cimientos de la comunidad cada vez que acceda al poder, porque en ese caso siempre regresamos hasta el punto inicial y en consecuencia jamás saldremos del estado constituyente. No podemos estar constantemente apelando a cuestiones de principios. Al contrario, cualquier reforma ha de ser propuesta con vistas a un fin, con una finalidad concreta, al alcance de la mano, y de modo que se advierta lo más fácilmente posible la adecuación de la acción al fin propuesto. No vale apelar a futuros estados de felicidad y justicia si no se han sopesado convenientemente todos los posibles estados intermedios. Hemos de tener en cuenta que la política es el arte de optar por el mal menor y de proponer fines subsidiarios y no absolutos. Éstos los propone la ideología, aquéllos el sentido común. El contrato social no puede ser revisable cada cuatro años, ha de gozar de estabilidad y tener una garantía de duración.


            La  experiencia diaria nos muestra que es el que se califica de progresista quien está negando la posibilidad del progreso, porque no nos propone fines, sino principios. Y, como tales principios, arbitrarios y no inmediatamente referidos a problemas concretos y actuales. El progreso, si acaso es posible, no puede verificarse sino saltando de unos males a otros, saliendo unas veces de la sartén para caer en el fuego y escapando en otras ocasiones del fuego para ir a dar sabe Dios dónde. Quizá de nuevo a la sartén. Ya no cada época, cada momento inaugura sus propios problemas y exige soluciones ad hoc, tanto si son nuevas como si no lo son. Y si acaso alguna vez hay que remover los principios, habrán de ser aquéllos en los que no pueda convenir la totalidad del cuerpo social o, si se prefiere, la totalidad de los individuos; y sólo para optar por otros en los que pueda convenir la totalidad. Subrayo el pueda. No se trata de que en efecto convengamos en ellos, sino de que podamos hacerlo, porque es la única defensa que tenemos contra el riesgo de que en las cuestiones de principio se nos cuelen intereses de parte. Supongo que es fácil advertir que, de este modo, su definición ha de ser negativa. No nos importa tanto saber qué queremos, lo que necesitamos perentoriamente es determinar qué es lo que no queremos. Y elegir bien, por supuesto.