NATURALEZA Y TOTALITARISMO
La naturaleza es despiadada, de eso no cabe
duda. No es que peque de falta de piedad para con sus criaturas, que sea impía.
Más bien, carece por completo de esa facultad. De hecho, es impropio atribuirle
patrones personales de conducta o sentimientos humanos. Son las criaturas las
que hacen, y las que, mucho más a menudo, padecen. Y la naturaleza no sería más
que la suma de todas las criaturas, de sus pocas acciones y de la ingente
cantidad de sus padecimientos.
Sin embargo, panteístas y románticos
de todo género han protagonizado una larga tradición de atribuciones personales
a ese todo que en realidad no es nada. Desde cualidades maternales (la madre
naturaleza) hasta sabiduría (la naturaleza es sabia); se le ha considerado
desde prometedora cuna hasta acogedora mortaja (polvo somos y en polvo nos
convertiremos), dadivosa fuente de vida o usurera cobradora de réditos. Como un
dios, la naturaleza hace y deshace según criterios que nadie ha sido capaz de
representarse y cuya ignorancia a menudo se ha racionalizado como
inescrutabilidad. O ni siquiera eso: la naturaleza sería ciega como la
justicia. De hecho, ostenta su propia justicia y hace valer sus propias leyes,
las únicas que rigen para todos. Ambas poseen espada y balanza, y las usan
asiduamente: son la misma cosa.
Seamos más comedidos: hay una
justicia en la naturaleza, peculiar e implacable, pero justicia a fin de
cuentas: la ley de la vida. Esto, desde luego, no es más que otra atribución
bien de caracteres personales, bien de caracteres divinos. O de ambos. Pero nos
puede valer como metáfora. Cediendo a una analogía de carácter social, podemos
llamar ley a cualquier imperativo del que no nos es posible zafarnos sin
exponernos a sufrir determinadas consecuencias. Según Kant, que muestra en ello
cierto cromatismo socrático, la transgresión del imperativo que concierne a
todos -es decir, el imperativo categórico- arroja al infractor a un estado de
penuria que procede de su incoherente pretensión de que las máximas de su
conducta no lleguen a alcanzarle, de que no le sean de aplicación. Soy
consciente de que el propio Kant formulaba su imperativo de varios modos y de
que se puede interpretar de múltiples maneras. Y, a tenor de lo que voy a decir
a continuación, la mía no sea probablemente la más adecuada. Pero es el caso
que, considerándolo como acabo de hacerlo, el imperativo no alcanza a quien sea
tan poderoso como para eludir las consecuencias de sus actos. Nosotros estamos
todavía moviéndonos en un lado de la analogía y quizá nos sea lícito dudar de
que haya nadie tan poderoso que quede a salvo de cualquier contingencia; pero
si nos desplazamos al otro término, al de la naturaleza, podemos ver cómo el
ser humano se ha provisto de medios para lograrlo al menos parcialmente. Al
conjunto de estos medios les llamamos tecnología o, de manera más general,
cultura. La cultura es, por tanto, el medio que separa al Hombre de la
naturaleza, lo que le abriga de la despiadada desnudez que aflige al resto de
las criaturas.
El hombre vive en un mundo cuya
inmediatez ha de someter en alguna medida. Si es el mundo el que domina, el
hombre perece; si, por el contrario, es el hombre el que se impone, entonces es
su mundo el que sucumbe. Muere en el sentido en que una cosa que cambia deja de
ser lo que era y se transforma en otra. Ahora bien, al producir sus medios de
vida, el hombre transforma su mundo de una manera ciega. No puede representarse
las consecuencias de su acción más que cuando comienzan a suponer para él una
amenaza. Y de la amenaza no puede defenderse sino por dos medios: o bien
modifica o modera su actividad sin cambiarla sustancialmente antes de que la
catástrofe sea irreversible (supongo que ése es el origen al menos de
algunos tabúes), o bien transforma por
entero su modo de producción cuando ya no cabe una vuelta atrás. Entonces se
requiere un salto tecnológico, se crea una cultura nueva, un nuevo modo de
vida.
En cualquier caso, la defensa del
individuo contra la intemperie del mundo es de carácter social. El mito de
Robinson no es más que un mito, y Robinson mismo no es más que un elegido de
Dios (lo que explica que la novela de Defoe se parezca tanto a una larga
digresión teológica). Para sobrevivir el hombre precisa de la cooperación de
sus semejantes, sin la cual está irremisiblemente abocado a la perdición. Se
comprende entonces el imperioso impulso de integrarse en un grupo y la
importancia que el individuo le concede. El grupo tribal, tanto como la
compleja sociedad moderna, es a la vez garantía de supervivencia personal y de
supervivencia de la estirpe, de la familia. De manera que, toda vez que la
mencionada defensa se perciba precaria, que se la represente el individuo como
frágil e irremediablemente dependiente de los avatares del destino, acepte éste
la prevalencia del grupo al que pertenece. Y, en contrapartida, cuando
sea el grupo social quien le amenace,
reclamará el individuo sus derechos.
Si me entretengo en repetir todas
estas obviedades es porque no hace mucho cayó en mis manos un cuento de Jack
London que me las ha sugerido. El relato, en su versión castellana, lleva por
título “La ley de la vida”, y forma parte de una selección de historias del
viejo oeste publicadas con ese mismo título en la Colección Joven de Bolsillo
de la editorial Doncel en el año 1972, con selección, traducción y prólogo de
Juan Tébar. No se trata propiamente de una historia del oeste, sino del norte;
y lo mismo podríamos situar la acción
entre los inuit o entre los lapones. El autor nos narra las últimas horas de
vida de un anciano que ya no puede seguir el ritmo de la tribu en su constante
nomadeo por la tundra y es abandonado en el hielo junto a una hoguera y un
montoncito de ramitas que lo mantendrán caliente y vivo hasta que se agoten.
“Los hombres de la tribu tienen
prisa -le dice su hijo al despedirse-. Llevan pesados fardos y tienen el
vientre liso por falta de comida. El camino es largo y viajan con rapidez. Me
voy. ¿Te parece bien?”.
La pregunta no es retórica ni
superflua, a pesar de que la respuesta no va a modificar una decisión
previamente adoptada. Se trata de una costumbre establecida desde tiempo
inmemorial y de la que depende la supervivencia del grupo. Ocurre sencillamente
que el grupo no puede quedarse y el viejo no puede seguirle. Es la ley de la
vida, nada más que eso. Pero la aprobación del anciano hará más soportable la
brutalidad del hecho.
“Sí -responde-. Soy como una hoja
del último invierno, apenas sujeto a la rama. Al primer soplo me desprenderé.
Mi voz es ya como la de una vieja. Mis ojos ya no ven el camino abierto a mis
pies, y mis pies son pesados. Estoy cansado. Me parece bien”.
El anciano habla con el laconismo
y la viveza propios de los indígenas americanos. Sus palabras dejan traslucir
una profunda tristeza, pero también su anuencia. O su resignación (¿quién puede
conocer lo que bulle en el alma de los hombres?). Es la ley de la naturaleza,
como él mismo reconoce para sus adentros un poco más tarde mientras va consumiendo las ramitas de su parca
provisión y se le acercan poco a poco los lobos, a cada instante más
envalentonados. La naturaleza es cruel con sus criaturas y no le interesa el individuo sino la especie,
que es la destinada a pervivir, la que, en consecuencia, goza de auténtica vida propia. El grupo posee
antelación lógica y ontológica frente a cada uno de sus integrantes. Cada
hombre, cada miembro, no es sino un instrumento para su supervivencia. Una
pieza fungible a la que se le impone la misión de perpetuarse y luego morir. Y
la propia vida de la tribu no consiste en otra cosa más allá de este juego de
renovación y muerte. “Como el linaje de las hojas tal es también el de los hombres -le responde
Glauco a Diomedes en el canto VI de la Ilíada-. De las hojas, unas tira el
viento, y otras el bosque hace brotar cuando florece, al llegar la sazón de la
primavera”.
Hermosas palabras las de ambos
pasajes, y cargadas de sentido. ¿Qué importa el individuo si de todos modos nace
condenado a perecer? Se cuenta entre los héroes a aquél que afronta su destino
y no se aferra a la existencia más de lo que conviene. Y lo que conviene es
función, en el caso de una sociedad primitiva, de las necesidades del grupo. Es
sobresaliente el hombre que triunfa de sus tribulaciones y llega a la
ancianidad, porque de su sabiduría y experiencia se beneficia toda la
colectividad. Pero es héroe el que sabe entregar la vida en el momento
oportuno.
Ahora bien, si son las necesidades
de supervivencia de la tribu las que subordinan el interés del individuo al
interés colectivo, cuando cesan aquéllas, o dejan de ser perentorias, la
prioridad de intereses ha de verse modificada. De la misma manera que un hombre
peca contra su grupo, en primer caso, si no se sacrifica; en el segundo es el
grupo el que se excede en sus atribuciones si no reconoce al individuo sus
derechos.
Voy a definir el sustantivo “totalitarismo”
como la creencia de que el todo es superior a la suma de las partes que lo
integran, y calificaré de totalitarista a todo sistema o estructura social que
se fundamente, de manera explícita o no, sobre esa premisa. No voy a discutir
si las sociedades primitivas son totalitarias en este sentido o si no lo son,
aunque es claro que en ellas el todo suma exactamente lo mismo que las partes.
Y tampoco voy a discutir si estaría justificado que estas sociedades lo fuesen.
Lo que sí quiero señalar es que algunas de las modernas sí lo son, y que
incluso en el seno de las que no lo son hay estructuras que se comportan como
si lo fuesen. Un ejército puede sacrificar a la totalidad de sus soldados
porque siempre puede ordenar nuevas levas; una empresa puede prescindir de
todos sus trabajadores si se da el caso de que no tenga dificultad en contratar
otros. En ambos ejemplos algo sobrevive a la extinción de las partes: en el
primer caso, una estructura de mando incluso aunque esté desierta; en el
segundo, el capital. Por fortuna, ni todos los ejércitos ni todas las empresas
llegan a tales extremos.
Tampoco es concebible que puedan
llegar a ellos nuestras modernas sociedades supertecnificadas, supermasificadas
y superdistantes de la naturaleza. La mera masificación anonada al individuo,
lo que muestra ya a las claras que satisfacen mi criterio de totalitarismo. Por
ello es tan importante que, a manera de contrapeso, al individuo se le
convierta en ciudadano con derecho a participación en la vida colectiva, a
beneficiarse de modo equilibrado de sus ventajas y a la crítica en libertad. El
incumplimiento de todas, o alguna, de estas condiciones fuerza a la autoridad a
aducir riesgo, a señalar un enemigo, a fin de justificarse. Y no faltan enemigos de la patria, de la
clase, de las minorías, del partido, de la revolución, del pueblo, de la salud,
del orden, de la tradición, de la religión, del progreso… de lo que sea.
Con todo ello convertimos el conjunto de todas las sociedades en pura naturaleza. Me pregunto si no es esto un exceso: lo único natural es la sociabilidad.