domingo, 14 de junio de 2020

Naturaleza y totalitarismo


NATURALEZA Y TOTALITARISMO

        
             La naturaleza es despiadada, de eso no cabe duda. No es que peque de falta de piedad para con sus criaturas, que sea impía. Más bien, carece por completo de esa facultad. De hecho, es impropio atribuirle patrones personales de conducta o sentimientos humanos. Son las criaturas las que hacen, y las que, mucho más a menudo, padecen. Y la naturaleza no sería más que la suma de todas las criaturas, de sus pocas acciones y de la ingente cantidad de sus padecimientos.
           Sin embargo, panteístas y románticos de todo género han protagonizado una larga tradición de atribuciones personales a ese todo que en realidad no es nada. Desde cualidades maternales (la madre naturaleza) hasta sabiduría (la naturaleza es sabia); se le ha considerado desde prometedora cuna hasta acogedora mortaja (polvo somos y en polvo nos convertiremos), dadivosa fuente de vida o usurera cobradora de réditos. Como un dios, la naturaleza hace y deshace según criterios que nadie ha sido capaz de representarse y cuya ignorancia a menudo se ha racionalizado como inescrutabilidad. O ni siquiera eso: la naturaleza sería ciega como la justicia. De hecho, ostenta su propia justicia y hace valer sus propias leyes, las únicas que rigen para todos. Ambas poseen espada y balanza, y las usan asiduamente: son la misma cosa.
            Seamos más comedidos: hay una justicia en la naturaleza, peculiar e implacable, pero justicia a fin de cuentas: la ley de la vida. Esto, desde luego, no es más que otra atribución bien de caracteres personales, bien de caracteres divinos. O de ambos. Pero nos puede valer como metáfora. Cediendo a una analogía de carácter social, podemos llamar ley a cualquier imperativo del que no nos es posible zafarnos sin exponernos a sufrir determinadas consecuencias. Según Kant, que muestra en ello cierto cromatismo socrático, la transgresión del imperativo que concierne a todos -es decir, el imperativo categórico- arroja al infractor a un estado de penuria que procede de su incoherente pretensión de que las máximas de su conducta no lleguen a alcanzarle, de que no le sean de aplicación. Soy consciente de que el propio Kant formulaba su imperativo de varios modos y de que se puede interpretar de múltiples maneras. Y, a tenor de lo que voy a decir a continuación, la mía no sea probablemente la más adecuada. Pero es el caso que, considerándolo como acabo de hacerlo, el imperativo no alcanza a quien sea tan poderoso como para eludir las consecuencias de sus actos. Nosotros estamos todavía moviéndonos en un lado de la analogía y quizá nos sea lícito dudar de que haya nadie tan poderoso que quede a salvo de cualquier contingencia; pero si nos desplazamos al otro término, al de la naturaleza, podemos ver cómo el ser humano se ha provisto de medios para lograrlo al menos parcialmente. Al conjunto de estos medios les llamamos tecnología o, de manera más general, cultura. La cultura es, por tanto, el medio que separa al Hombre de la naturaleza, lo que le abriga de la despiadada desnudez que aflige al resto de las criaturas.
              El hombre vive en un mundo cuya inmediatez ha de someter en alguna medida. Si es el mundo el que domina, el hombre perece; si, por el contrario, es el hombre el que se impone, entonces es su mundo el que sucumbe. Muere en el sentido en que una cosa que cambia deja de ser lo que era y se transforma en otra. Ahora bien, al producir sus medios de vida, el hombre transforma su mundo de una manera ciega. No puede representarse las consecuencias de su acción más que cuando comienzan a suponer para él una amenaza. Y de la amenaza no puede defenderse sino por dos medios: o bien modifica o modera su actividad sin cambiarla sustancialmente antes de que la catástrofe sea irreversible (supongo que ése es el origen al menos de algunos  tabúes), o bien transforma por entero su modo de producción cuando ya no cabe una vuelta atrás. Entonces se requiere un salto tecnológico, se crea una cultura nueva, un nuevo modo de vida.
             En cualquier caso, la defensa del individuo contra la intemperie del mundo es de carácter social. El mito de Robinson no es más que un mito, y Robinson mismo no es más que un elegido de Dios (lo que explica que la novela de Defoe se parezca tanto a una larga digresión teológica). Para sobrevivir el hombre precisa de la cooperación de sus semejantes, sin la cual está irremisiblemente abocado a la perdición. Se comprende entonces el imperioso impulso de integrarse en un grupo y la importancia que el individuo le concede. El grupo tribal, tanto como la compleja sociedad moderna, es a la vez garantía de supervivencia personal y de supervivencia de la estirpe, de la familia. De manera que, toda vez que la mencionada defensa se perciba precaria, que se la represente el individuo como frágil e irremediablemente dependiente de los avatares del destino, acepte éste la prevalencia del grupo al que pertenece. Y, en contrapartida, cuando sea  el grupo social quien le amenace, reclamará el individuo sus derechos.
             Si me entretengo en repetir todas estas obviedades es porque no hace mucho cayó en mis manos un cuento de Jack London que me las ha sugerido. El relato, en su versión castellana, lleva por título “La ley de la vida”, y forma parte de una selección de historias del viejo oeste publicadas con ese mismo título en la Colección Joven de Bolsillo de la editorial Doncel en el año 1972, con selección, traducción y prólogo de Juan Tébar. No se trata propiamente de una historia del oeste, sino del norte; y lo  mismo podríamos situar la acción entre los inuit o entre los lapones. El autor nos narra las últimas horas de vida de un anciano que ya no puede seguir el ritmo de la tribu en su constante nomadeo por la tundra y es abandonado en el hielo junto a una hoguera y un montoncito de ramitas que lo mantendrán caliente y vivo hasta que se agoten.
             “Los hombres de la tribu tienen prisa -le dice su hijo al despedirse-. Llevan pesados fardos y tienen el vientre liso por falta de comida. El camino es largo y viajan con rapidez. Me voy. ¿Te parece bien?”.
             La pregunta no es retórica ni superflua, a pesar de que la respuesta no va a modificar una decisión previamente adoptada. Se trata de una costumbre establecida desde tiempo inmemorial y de la que depende la supervivencia del grupo. Ocurre sencillamente que el grupo no puede quedarse y el viejo no puede seguirle. Es la ley de la vida, nada más que eso. Pero la aprobación del anciano hará más soportable la brutalidad del hecho.
             “Sí -responde-. Soy como una hoja del último invierno, apenas sujeto a la rama. Al primer soplo me desprenderé. Mi voz es ya como la de una vieja. Mis ojos ya no ven el camino abierto a mis pies, y mis pies son pesados. Estoy cansado. Me parece bien”.
             El anciano habla con el laconismo y la viveza propios de los indígenas americanos. Sus palabras dejan traslucir una profunda tristeza, pero también su anuencia. O su resignación (¿quién puede conocer lo que bulle en el alma de los hombres?). Es la ley de la naturaleza, como él mismo reconoce para sus adentros un poco más tarde mientras  va consumiendo las ramitas de su parca provisión y se le acercan poco a poco los lobos, a cada instante más envalentonados. La naturaleza es cruel con sus criaturas  y no le interesa el individuo sino la especie, que es la destinada a pervivir, la que, en consecuencia,  goza de auténtica vida propia. El grupo posee antelación lógica y ontológica frente a cada uno de sus integrantes. Cada hombre, cada miembro, no es sino un instrumento para su supervivencia. Una pieza fungible a la que se le impone la misión de perpetuarse y luego morir. Y la propia vida de la tribu no consiste en otra cosa más allá de este juego de renovación y muerte. “Como el linaje de las hojas tal  es también el de los hombres -le responde Glauco a Diomedes en el canto VI de la Ilíada-. De las hojas, unas tira el viento, y otras el bosque hace brotar cuando florece, al llegar la sazón de la primavera”.
             Hermosas palabras las de ambos pasajes, y cargadas de sentido. ¿Qué importa el individuo si de todos modos nace condenado a perecer? Se cuenta entre los héroes a aquél que afronta su destino y no se aferra a la existencia más de lo que conviene. Y lo que conviene es función, en el caso de una sociedad primitiva, de las necesidades del grupo. Es sobresaliente el hombre que triunfa de sus tribulaciones y llega a la ancianidad, porque de su sabiduría y experiencia se beneficia toda la colectividad. Pero es héroe el que sabe entregar la vida en el momento oportuno.
            Ahora bien, si son las necesidades de supervivencia de la tribu las que subordinan el interés del individuo al interés colectivo, cuando cesan aquéllas, o dejan de ser perentorias, la prioridad de intereses ha de verse modificada. De la misma manera que un hombre peca contra su grupo, en primer caso, si no se sacrifica; en el segundo es el grupo el que se excede en sus atribuciones si no reconoce al individuo sus derechos.
            Voy a definir el sustantivo “totalitarismo” como la creencia de que el todo es superior a la suma de las partes que lo integran, y calificaré de totalitarista a todo sistema o estructura social que se fundamente, de manera explícita o no, sobre esa premisa. No voy a discutir si las sociedades primitivas son totalitarias en este sentido o si no lo son, aunque es claro que en ellas el todo suma exactamente lo mismo que las partes. Y tampoco voy a discutir si estaría justificado que estas sociedades lo fuesen. Lo que sí quiero señalar es que algunas de las modernas sí lo son, y que incluso en el seno de las que no lo son hay estructuras que se comportan como si lo fuesen. Un ejército puede sacrificar a la totalidad de sus soldados porque siempre puede ordenar nuevas levas; una empresa puede prescindir de todos sus trabajadores si se da el caso de que no tenga dificultad en contratar otros. En ambos ejemplos algo sobrevive a la extinción de las partes: en el primer caso, una estructura de mando incluso aunque esté desierta; en el segundo, el capital. Por fortuna, ni todos los ejércitos ni todas las empresas llegan a tales extremos.
            Tampoco es concebible que puedan llegar a ellos nuestras modernas sociedades supertecnificadas, supermasificadas y superdistantes de la naturaleza. La mera masificación anonada al individuo, lo que muestra ya a las claras que satisfacen mi criterio de totalitarismo. Por ello es tan importante que, a manera de contrapeso, al individuo se le convierta en ciudadano con derecho a participación en la vida colectiva, a beneficiarse de modo equilibrado de sus ventajas y a la crítica en libertad. El incumplimiento de todas, o alguna, de estas condiciones fuerza a la autoridad a aducir riesgo, a señalar un enemigo, a fin de justificarse. Y no faltan enemigos de la patria, de la clase, de las minorías, del partido, de la revolución, del pueblo, de la salud, del orden, de la tradición, de la religión, del progreso… de lo que sea.

           Con todo ello convertimos el conjunto de todas las sociedades en pura naturaleza.  Me pregunto si no es esto un exceso: lo único natural es la sociabilidad.