EL ESPIRITU DEL VINO
No recuerdo
cómo llegué allí, por dónde fui, qué ruta anduve. Si tuviera que volver no
podría hacerlo, salvo por azar, como la primera vez. Había salido de casa, aún
sin terminar de instalarme del todo, con el ánimo de recorrer a pie la ciudad,
nueva para mí, y aprender a orientarme entre sus estrechas callejuelas a fuerza
de transitarlas al albur una y otra vez, sin plan preconcebido, girando
aleatoriamente en cada cruce, buscando hitos que pudiera recordar e ir ubicando
en el plano ideal de la memoria. Una zona elevada, una torre, un edificio
singular, un parque… Pero el plano ideal de mi memoria resultó ser una chapuza,
una incoherencia geométrica, una blasfemia contra Euclides, un batiburrillo de
elementos que no guardaban entre sí las relaciones espaciales que cabe esperar
en estado de sobriedad.
Sí recuerdo
que la tarde estaba gris y ligeramente húmeda. Caía una leve llovizna que no habría
alcanzado a calar las barbas de Matusalén aun cuando hubiera estado expuesto a
ella durante toda su vida, y el Sol no era más que una conjetura que en ningún
momento pude situar en el cielo. Las únicas pistas que tenía para orientarme
eran las que la propia ciudad me concedía, y me perdí. Uno se pierde cuando lo
advierte, no antes, y entonces ha de tomar una decisión. No considero que fuera
torpeza por mi parte, ni que cayera en circunstancia alarmante alguna. En
general, si te pierdes y puedes seguir caminando, si las condiciones exteriores
hacen agradable la marcha, no debe uno preocuparse por nada. Basta con darse
media vuelta y desandar el camino al menos hasta donde puedas recordarlo. Yo no
era tan viejo como para cansarme enseguida -de hecho, era bastante joven e imprudente, todo hay que
decirlo-, y como además la lluvia en el rostro me refrescaba sin molestar,
decidí seguir adelante.
Poco a poco
me fui metiendo en la zona más descascarillada del poblachón en que había
caído. No voy a fatigarme revelando qué me había llevado allá porque carece de
interés. Nada de particular, ya me entienden. De algo hay que vivir, cuestión
de trabajo. En algún momento, supongo, la cábala del Sol tuvo que caer tras la
teórica línea del horizonte y el paisaje urbano se fue haciendo progresivamente
indistinto. Flotaba aún en el aire esa substancia que materializa el espacio
pero de la que no se puede discernir a ciencia cierta si es niebla o lluvia,
tan sutil que no alcanzaba a mojar el suelo. De manera imperceptible, sin
advertir solución de continuidad, había entrado en una zona apartada de la ciudad,
en un gueto podríamos decir. Con aceras más estrechas y descuidadas y la
calzada -pavimenta de adoquín- tan llena de baches y socavones que parecía no
haber sido reparada desde el último bombardeo, cuando la guerra. Las fachadas
de los edificios, desconchadas y ennegrecidas por la humedad, los años y el
descuido, se inclinaban a ojos vistas hacia afuera y cerraban el espacio por
arriba. De súbito caí en la cuenta de que el alumbrado era sumamente deficiente.
Apenas alguna lámpara en las esquinas, una pobre bombilla, algún brazo de
farola que milagrosamente no se había desprendido de las enmohecidas paredes
emitía una pobre luz que se extinguía a un par de metros del origen.
Continué
deambulando por aquellas ucrónicas callejuelas que parecían quedar fuera del
cómputo de los años y de la vida de las gentes, sin cruzarme con nadie a pesar
de que el barrio estaba evidentemente habitado. Se advertía luz tras los
visillos de las ventanas y de cuando en cuando alcanzaba a oír el murmullo
ininteligible de conversaciones apartadas, pero las calles permanecían
obstinadamente desiertas como si pesara sobre ellas un tabú. Me sentí como un
intruso que invade furtivamente un espacio que le está vedado, y caminaba
lamentando incluso el sonido de mis pasos, pisando el suelo con la conciencia
de estar profanando la morada de espíritus largo tiempo olvidados.
Atraído por
un sonido evidentemente humano que evocaba el ambiente tabernario y acogedor de
un bar, giré a la izquierda y me metí por una callejuela que parecía no existir
de puro estrecha y que finalmente reveló ser un callejón sin salida. La caminata me había abierto el apetito y un
olorcillo a fritanga reciente me suscitó la gana de una caña y un bocadillo de
rabas. Al fondo, media docena de toneles apilados cerraban el paso y
apuntalaban un murete que en su ausencia se habría derrumbado irremisiblemente
en un tiempo remoto. A dos metros escasos de los toneles una puerta
entreabierta exhalaba el tufillo grasiento y acogedor de una cocina a mitad de
camino entre casera e industrial.
La luz
estaba algo más que muy menguada en aquella callejuela que mostraba con toda
evidencia no haber sido transitada en meses ni siquiera para limpiarla. No es
que estuviera llena de basura -que no lo estaba, ni mucho menos- pero sí había
ido acumulando polvo en los rincones, en las abundantes y nada disimuladas
grietas del pavimento, allá donde el viento pudiera amontonarlo las escasas
ocasiones en que se diera el caso, porque allí ni el viento entraba. Y como la
luz del sol no llegaría hasta el suelo más que algún que otro minutejo al
mediodía y en verano, jamás lo haría con intensidad suficiente para disipar la
humedad de los largos períodos de umbría. En consecuencia, crecía por doquier
esa miserable vegetación que nace en los lugares abandonados, musgo, yerbajos
inmundos que jamás llegarían a florecer, algún que otro helecho raquítico o un
conato de zarza. Toda esa flora parietal que crece en los muros que se
mantienen en pie más por la cohesión con que las raíces premian a su deleznable
substancia que por la consistencia de los cimientos. A esa inefable resistencia
de lo viejo yo la denomino “Selección Natural de Elementos Arquitectónicos”,
expresión cuya referencia alude al conjunto de todas las cosas que se mantienen
en pie no por decisión humana, sino inhumana.
Quedaba claro que no tenía nada que hacer en
aquel lugar. Si quería mi refrigerio tendría que acceder a la tasca por la
puerta por la que habitualmente lo hacen los clientes y no a través de la
trastienda y la cocina, entre toneles viejos y cubos de basura.
No por
increíble lo que sucedió a continuación fue menos cierto; así pues, ni yo mismo
doy un ardite por su verosimilitud. Ahora bien, no es la verosimilitud lo que
me interesa en este caso, sino la verdad, y si pretendo ser creído es
precisamente porque sé que en nada me beneficia ni me descarga que se me crea o
no. De hecho, oficialmente nadie puso en duda mis palabras, por mucho que
personalmente tampoco las creyera nadie. Y fue así, sencillamente, porque no hacía
ninguna falta su descrédito. Ocurrió incluso que cuanto declaré entonces pudo
ser considerado una confesión y obró en mi contra. Lo que explica
suficientemente la a duras penas disimulada sonrisa de la acusación y el
evidente gesto de impaciencia, o resignación, de mi defensor, el cual puso los
ojos en blanco al tiempo que dirigía la mirada a algún lugar indeterminado
entre el techo de la sala y lo más profundo del firmamento mientras se mesaba
el recuerdo del flequillo que otrora poblara su ahora despejada frente, exiguo
testigo de una juventud que le había abandonado mucho tiempo atrás.
Todavía hoy,
después de haberlo repetido tantas veces de viva voz, para continuar mi relato
tengo que superar un natural recelo, alimentado seguramente por la nada perspicaz
observación de muchos dedos índice que se acercaban con un característico
movimiento a sus respectivas sienes, o de algunos pulgares que se dirigían
significativamente a sus correspondientes bocas. Mejor así, prefiero ser
tildado de loco o de beodo que de embustero. Lo cierto, no obstante, es que
cuando fui a dar la vuelta con intención de desandar mis pasos, o quizá un
instante después (¿quién puede ahora precisarlo?), me percaté de que, oculto al
pie de los toneles, había un pequeño objeto brillante. No quiero decir que
brillara con luz propia, nada de eso, pero sí que reflejaba un rayito de la
escasa luz que conseguía superar la grasienta atmósfera de la cocina y salía a
oxigenarse en la angostura del callejón en que me encontraba.
Es cosa
curiosa y digna de meditada atención el hecho de que muchos de nuestros actos
más insignificantes, de los cuales nadie podría decir que sean involuntarios,
no respondan tampoco a deliberación consciente. Por ser voluntarios, son
libres; por inconscientes, no lo son. Decidan, por tanto, ustedes si el hecho
de que yo me molestara en volverme a sacar de su escondite aquella cosa fue
producto de mi libre albedrío o consecuencia ineludible de la curiosidad que
despertó su insospechada presencia.
Resultó ser
el dichoso objeto un híbrido entre tetera chata y lámpara de aceite, tan
mediado de ambos extremos que resultaba imposible decidirse por una u otra
opción. Era de bronce, o de latón, imposible distinguirlo a la escasa luz de la
calle, y no estaba precisamente muy limpia. A saber cuánto tiempo llevaba
acumulando polvo. Una pequeña costra de barro que comenzaba a no estar seca
merced a la lluvia impedía discernir con certeza si las muescas que mostraba en
su panza eran simples rayones o quizá algún tipo de escritura. Cuando la
acerqué a la cara para tratar de decidirlo, el hedor de vino rancio mezclado
con el de la cochambre se me hizo insoportable.
Al apartarla
con un involuntario gesto de asco desprendí inadvertidamente la costra con la
manga de la chaqueta. Entonces ocurrió algo cuya verdad queda garantizada por
el hecho de que yo lo cuente, pues jamás me atrevería a intentar hacer pasar
por cierto suceso tan alejado del sentido común. Y es que, al rozar con la
manga el susodicho objeto, el pitón de la tetera comenzó a exhalar un vapor
verdoso y fosforescente que no se disipaba ante mí, sino que se concentraba en
una densa nubecilla apenas más alta que la talla de una persona. De puro susto
di un saltito como el que ejecutan los niños cuando les estalla un globo delante
de las narices, y no sé si solté la lámpara o si se me cayó de las manos,
porque por un instante mi atención se distrajo de cualquier asunto ajeno a mi
seguridad personal.
-¡Eh, eh, den güidado,
gue me abollas! -dijo entonces una voz vinosa y arrastrada como la de un
borracho, que provenía del lugar exacto en que yo calculaba que debía de estar
flotando la nube.
En efecto,
durante el microsegundo en que dejé de ser consciente de ella, la nubecilla se
había disipado y había aparecido no sé de dónde un hombrecillo vestido tan
estrafalariamente como un artista de circo, o quizá como la imagen
estereotipada de un sultán, ataviado como estaba con un chalequillo negro
bordado con motivos florales de vivos
colores sobre un blusón blanco y unos calzones de seda púrpura, amplios y ajustados a los tobillos. A pesar de lo sucio
e irregular del pavimento llevaba los pies descalzos, aunque, a decir verdad,
más parecía flotar a un centímetro del suelo que descansar su peso sobre él.
Con el tiempo llegué a la seguridad de que no pesaba en absoluto, pero eso
ahora ya no tiene importancia y, además, entorpece la verosimilitud de mi
relato.
Recuerdo
estar tan asustado que apenas si podía articular palabra, pero me repuse en el
instante mismo en que me di a tratar de averiguar en qué consistía el truco de
la aparición. No creo que sea muy difícil hacerse cargo de mi perplejidad en
aquellos momentos, así que supongo que se me disculpará si acaso mis pesquisas
se redujeron a una sola pregunta, por otra parte obvia.
-¡Goño!- dijo en respuesta- . ¿De dónde voy a salir? ¡Bues de ahí dentro!
Y señaló con
el brazo el lugar donde había ido a parar la lámpara, que, por pura casualidad,
era el mismo de donde yo la había recogido. Se estiró con toda desvergüenza, se
tambaleó ligeramente como llama que agita una brisilla y acertó después a poner
los brazos en jarras.
-Menos mal gue me has llamado- prosiguió-, borgue ya me
estaba guedando anguilosado ahí adentro. ¡Y además me moría de sed!
Dicho lo
cual, agarró el tonel que le quedaba más a mano como si no tuviera ningún peso,
rompió la espita de un certero golpe con la mano y se lo llevó a la boca como
para beber su contenido. Se le oyó largamente deglutir un líquido, pero maldita
la gota que podrían contener aquellas cuatro duelas mal avenidas y peor
ajustadas que muy a duras penas conservaban aún la apariencia de una barrica. Y
cuando se hubo saciado lo dejó caer con descuido, aunque milagrosamente fue a
parar al lugar exacto en que estaba antes. Se limpió la boca con la manga sin
que quedara en ella ningún rastro, se tambaleó ahora como una hoguera que azota
un vendaval, pudo guardar el equilibrio trastabillando sobre el aire con sus
ingrávidos piesecillos, se me encaró exhalando sobre mi rostro el vaho más
etílico que recuerdo y dijo:
-Así gue de voy a gonceder un deseo.
No obstante,
sin darme tiempo alguno para para solicitarlo, o para manifestar mi elección,
levantó los brazos en un gesto sumamente teatral y de alguna manera consiguió
que saliera de sus manos una centella, o una bola de fuego, que fue a
estrellarse a mis pies. Estoy seguro de
que si no me hubiera apartado a tiempo aquella insospechada deflagración, que
dejó en el aire un característico olor a pólvora quemada, me habría chamuscado
los pantalones. De puro susto, no sé si dejé escapar medio taco o una blasfemia
entera, y ya iba a dar media vuelta para escapar a la carrera cuando me retuvo
con un imperioso movimiento de la mano.
-Dranguilo, golega, gue yo gondrolo.
Pronunciaba
de manera peculiar, como la canalla en sus momentos de máximo desenfreno, con
una entonación que alcanzó el punto más agudo con un gallo en la segunda sílaba
y fue decayendo después hasta un grave casi inaudible al final. Trató de
repetir sin éxito su magia de gestos y, cuando se convenció de que en su estado
ya no podría logarlo, añadió:
-¡Bueno, bues uno facilito! ¡Gada vez gue metas la mano en el
bolsillo sagarás un euro!
Entonces se
desmaterializó, imagino que de modo análogo a como se había materializado, sólo
que a la inversa. Y acto seguido, ya convertido en ese humillo fosforescente
que había visto antes, fue aspirado por el pitorro de la tetera. Digo que fue
aspirado porque el que un vapor se meta espontáneamente en un recipiente, por
muy tetera que sea, es cosa que a los físicos no les hace mucha gracia. Y
líbreme el Cielo de llevarles la contraria aun en el asunto más baladí.
Presa de la
mayor perplejidad, yo continuaba inmóvil y boquiabierto, forzándome a negar la
realidad y a considerar fruto y resultado de un ingenioso truco cuanto había
visto, obligándome a tratar de desentrañar el artificio. Pero no daba con
ninguna explicación satisfactoria. Tampoco insatisfactoria. Lo cierto es que no
encontraba explicación alguna. No fue ni alucinación ni delirium tremens,
porque ese tipo de cosas no dejan manchas de hollín en el suelo, y juro que
ante mí había una que no estaba cuando llegué. Y, como la alternativa tampoco
me parecía de recibo, decidí no darle más vueltas y salir pitando. Decisión,
por cierto, que, a día de hoy, aún suscribo obstinadamente.
Para
entender sin riesgo de engañarse lo que ocurrió después es preciso interpretar
correctamente el gesto que realiza una persona cuando mete las manos en los
bolsillos y deja caer levemente los hombros. Hay quien, acto seguido, babea,
aunque yo no llegué a tal extremo. Veamos: se trata de un movimiento
involuntario, y si nos empeñamos en encontrarle una causa deberemos
conformarnos con la estrictamente material. A saber: una serie de impulsos
eléctricos que estimulan el correspondiente conjunto de músculos cuya
operación, al concluir, da con las manos dentro de los bolsillos. Cualquiera
que considere una causa distinta de la aducida se condena a no comprender lo
ocurrido. En consecuencia, no cabe
pensar que hubiera ninguna intención en el hecho de que yo metiera allí las
manos.
Lo que sí
había era un euro. Uno en cada bolsillo. Nuevecitos, relucientes como recién
salidos de la fábrica de moneda. En la corona exterior la aleación lucía dorada
y brillante cual oro recién bruñido, las estrellas en relieve parecían soles
diminutos y las estrías del canto, distribuidas en sus tres grupos regularmente
repartidos, se veían tan huérfanas de cualquier cosa que no fuera el metal de
que se componían que se dirían de origen sobrenatural y no de factura
humana. El interior parecía neodimio
recién pulido, más limpio que la plata de una patena, a la efigie del rey no le
faltaba otra cosa sino cobrar vida y el mapa del anverso se leía con tal nitidez
que no se precisaría otro para desplazarse por Europa. Yo jamás había tenido en
las manos monedas tan desprovistas de máculas, tan perfectas, tan esmeradamente
pulcras, tan gloriosamente fulgurantes.
Creo que al
punto me volví avaro, y no por cicatería sino por la pena que me provocaba la
mera idea de desprenderme de objetos tan hermosos. Fue precisamente ese
novedoso cariño numismático lo que me forzó a llevarme una y otra vez ambas
manos a los bolsillos, siempre con el mismo resultado. Cuantas veces probé hallé
en el fondo las consabidas monedas, hasta el punto de llegar a la imposibilidad
material de repetir la operación por la dificultad del transporte. Sólo
entonces comencé a vislumbrar la necesidad de deshacerme de algunas y recordé
el apetito que me había llevado al dichoso callejón. Así pues, ejecuté con
alivio, ahora sí, la media vuelta que ya había proyectado antes en dos
ocasiones y busqué la entrada a la tasca en la calle paralela al otro lado de
la manzana.
-¡Coño, qué nuevas! -dijo el dueño cuando le pagué la consumición
con las cinco primeras monedas que saqué del bolsillo. Recuerdo que le contesté
con un gruñido y un gesto de asentimiento, un tanto molesto por el comentario.
Al salir,
frente a la puerta, había una parada de taxi. Yo ya estaba bastante cansado y
me fatigaba moralmente la necesidad de repetir la caminata hasta mi casa, así
que crucé la calle en busca de un coche. Se trataba de una avenida ancha, y más si la comparamos con las paupérrimas
rúas que había estado recorriendo toda la tarde. Tenía una alameda central bien
poblada cuyos árboles y jardines parecían ensancharla aún más, alejando con su
fronda la acera de enfrente y dividiendo el mundo en dos mitades. El desastrado
barrio que fantasmeaba al otro lado se reducía desde allí a un recuerdo lejano,
como si se tratase de dos ciudades distintas y ajenas la una a la otra. La
gente paseaba por las aceras, o caminaba entre los árboles, a pesar de la lluvia
y la hora ya avanzada. En la calzada circulaba un tráfico abundante y ruidoso.
El taxista
me llevó a casa en un pispás porque, por lo visto, yo estaba tan desorientado
que no advertí que vivía cerca. El muy ladino no me dijo nada, pero no me
importó en absoluto, tal era mi dolor de pies y la necesidad de aliviar un
tanto el peso de los bolsillos. Le pagué en monedas de euro, ni media docena,
pero también él se percató de su brillo y no se privó de emitir un juicio al
respecto.
-Recién salidas del banco -mentí cayendo en la cuenta de que
me sería difícil explicar su origen.
Confieso
que, una vez en casa, pasé buena parte de la noche ejercitando la musculatura a
la que aludí antes. Se amontonaban en mis entendederas por una parte la novedad
del caso, su extraordinaria improbabilidad, lo radicalmente inexplicable de lo
ocurrido, su carácter eminentemente fantástico e irreal, la evidencia con que
me representaba la imposibilidad de revelarlo a nadie, la conciencia
insoslayable de que el único modo de evocar el episodio y exteriorizarlo no
podía sino repetir constantemente su consecuencia material. Por otro lado, ya
había comprobado la ventaja puramente crematística, pecuniaria, de lo que ya
había comenzado a llamar “mi regalo”, y empezaba a erosionar mi buen juicio la
dificultad que ya entreveía de aplicar mi don fuera del ámbito de las compras
menudas. Además, no dejaba de fascinarme la apariencia angélica de las monedas
que iba sacando, a ratos con verdadera avidez, del fondo de mis bolsillos.
A la mañana
siguiente ya había juntado un par de arrobas de monedas y, visto lo fácil que
me resultaba, aún seguía tentado de acumular alguna que otra docena más. No se
precisaba mucha perspicacia para darse cuenta de que, aunque mi caudal fuese
virtualmente ilimitado, la renta diaria que podía obtener de ese modo dependía
de la velocidad con que pudiera llevarme las manos a los bolsillos. Veamos: si me
fuera posible superar el tedio de repetir la operación durante diez horas al
día, con los descansos pertinentes, a razón de dos monedas cada cinco segundos,
obtendría dos docenas por minuto, que, tras realizar la multiplicación
correspondiente, arrojan la bonita suma de catorce mil cuatrocientos euros
diarios. Evidentemente, mis más alocados caprichos quedarían cubiertos con una
cantidad menor, incluso mucho menor. Y para colmo, como resulta que nuestra
civilizada y urbanita vida actual es prácticamente imposible sin la mediación
de un banco, quedaba claro que sólo podría beneficiarme de mi regalo ingresando
su producto en mi cuenta.
Lo que
ocurre es que, hoy en día, el cajero te mira mal si ingresas un fajo de
billetes, ¡cuánto más si llevas una carretilla de euros! ¡Y todos
impecablemente nuevos!
Durante un
par de semanas utilicé las monedas sólo para las pequeñas compras diarias,
siempre con el consabido comentario de los dependientes, y continué acudiendo a
la oficina con normalidad. Sin embargo, esa presunta normalidad duró lo que
tardé en comparar el rendimiento neto de mi trabajo con el de mi capital
mobiliario (es decir: mis pantalones). Mientras tanto, y por supuesto en mis
ratos libres, continué produciendo monedas a ritmo nada desdeñable. El
resultado de todo ello, como no podía ser de otro modo, fue que perdí la
motivación para seguir trabajando. Me lo hizo notar en primer lugar mi superior
inmediato, unos días después el jefe de Recursos Humanos, y al cabo de un mes
me vi con la carta de despido en la mano.
No es que
importara mucho. En aquel momento mis preocupaciones iban por otros derroteros.
En efecto, guardaba en casa ya un par de toneladas de monedas, seguía
produciendo más de las que necesitaba y se me hacía urgente darles alguna
salida. Se me ocurrió ir por las tiendas, los quioscos, por locales comerciales
de pequeño tamaño, pidiendo que me cambiaran cantidades muy modestas por
billetes pequeños que luego ingresaba en mi cuenta al amparo del anonimato de
un cajero electrónico. A los tenderos les venía bien porque se hacían con
cambio inmediato, pero ninguno de ellos dejaba de admirarse del brillo de las
piezas. Como resulta que yo no estaba por la labor de dar demasiadas explicaciones sobre su
procedencia, decidí no repetir el cambio con frecuencia en ningún local del
barrio. Sin embargo, al poco tiempo me percaté de que ya se me señalaba como
“el tío de las moneditas”. Se lo oí decir a un cajero del supermercado que no
tuvo la prudencia de esperar que me alejara lo suficiente y que hablaba con un
tonillo nada simpático.
Podría
perfectamente haber hecho oídos sordos y continuar con las compras y los
cambios al menos mientras lo aceptaran, pero un recelo harto comprensible y mi
manifiesta vocación de anonimato me aconsejaron buscar en barrios aledaños
primero, y después por todas partes. Pensé incluso en contactar con algún
hampón local para que me blanquease el dinero, pero la sola idea me producía
verdadero pánico. Uno puede ir a Marte si lo desea porque más o menos sabe lo
que va a encontrar allí, y la compañía será escasa y manejable. Pero meterse en
un mundillo del que no se sabe nada excepto la ralea de la gente que te vas a
encontrar es una locura manifiesta.
Se me
ocurrió también, por no cargar yo solo con el sambenito, repartir generosas
limosnas entre los mendigos que encontraba. Pero, a pesar de todas las
precauciones, mi fama de monedero pulcro me perseguía de tienda en tienda por
toda la ciudad. Y después también por los pueblos vecinos. En consecuencia, un
día me presenté en una sucursal de mi banco para cambiar de un golpe un
centenar de euros. El cajero realizó el cambio sin decir palabra, pero no pudo
disimular un gesto elocuente ante el brillo inusitado de unas monedas en las
que más bien cabía esperar lo contrario.
-¡Caramba, qué nuevecitas! -me dijo el empleado de la segunda
sucursal a la que acudí, supongo que sin ninguna intención.- ¿De dónde las ha
sacado?
- De la máquina tragaperras del bar -fue la primera mentira
que se me ocurrió.
Como había
hecho en las tiendas, adopté en los bancos la precaución de no acudir a ninguno
dos veces seguidas. Y, como a pesar de algún que otro comentario, yo iba
colocando mi producto sin mayores dificultades, me fui envalentonando y aumenté
las cantidades paulatinamente. No obstante, tarde o temprano me sería preciso
retornar a alguna de ellas, y lo hice. Y no pareció que ello me causara
perjuicio alguno.
No cabe duda
de que los bancos prestan un gran servicio a la comunidad, aunque su solicitud
presenta algunos inconvenientes. Pertenece al folklore popular la creencia de
que, durante el auge del Liberalismo, el Estado llegó a convertirse en esclavo
de los bancos. Pero es indudablemente cierto que, en nuestras modernas
socialdemocracias, son los bancos los que se han puesto al servicio del Estado.
No pretendo aburrirles a ustedes, pobres oyentes, con detalles que no aportan
nada y de los que cualquiera puede hacerse una idea necesariamente vaga pero
suficiente. Ocurrió, no obstante el éxito en deshacerme de mi exceso de
monedas, lo que estaba escrito que debería ocurrir. En algún lugar, y no
importa exactamente en cuál, alguien debió de caer en la cuenta de lo
extraordinariamente improbable del hecho de que el beneficiario de un subsidio
de desempleo tan escaso como el que me pagaban viera crecer su cuenta corriente
de un modo tan escandaloso como lo hacía la mía. La autoridad competente me exigió que
justificase el origen de mis ingresos, y yo no podía hacerlo. Por tanto, se
abrió un expediente, y se inició contra mí un proceso por delito fiscal. Y,
como consecuencia del proceso, a resultas de un registro policial en mi
domicilio -en el que, por cierto, la policía encontró ingentes cantidades de
monedas de un euro que por lo visto permanecían a la espera de ser puestas en
circulación- se me acusó también del delito
de falsificación de moneda. Aunque, finalmente, sólo pudieron condenarme
por poner en circulación moneda no acuñada por el Estado.
En fin, no
tengo ninguna necesidad, ni ustedes se merecen tamaño castigo, de extenderme
refiriendo hechos que en realidad no aportan nada al relato de mis cuitas pero
que, a buen seguro, causarán fatiga. Lo que sí me interesa decir, porque veo
que algunos de ustedes ya lo han notado, es que la maldición que cayó sobre mí
el día que un mago borracho, o genio de la lámpara, o lo que fuera, quiso
recompensarme con el dudoso beneficio de sacar un euro del bolsillo cada vez
que metiera allí la mano sigue en pleno vigor. Por ello, a día de hoy, soy el
único varón del planeta que no tiene bolsillos en los pantalones, o los lleva
cosidos. ¿Queda satisfecha su curiosidad?