domingo, 22 de noviembre de 2020

 

EL CHUCHO DE CHUCHI

(Cuento aliterado)

 

            Chucha achucha al chucho de Chuchi cada vez que se encuentran en la calle. El can consiente complaciente las caricias de la chica pero parece preferir perderse en el parque, perseguir los pequeños patos que pululan por el prado y picotean el pan de los paseantes, pendiente al parecer de posibles porciones de pitanza propia, y ladrar lúdicamente liberado de la lerda ley que limita su libre albedrío. Entonces retoza risueño entre las ramas de los rosales, removiendo con el rabo los rojos pétalos arrancados de las rosas, que caen renuentes, retenidos por el aire aún húmedo de rocío. De los rosales corre a los romeros, cuyo aroma evoca recuerdos que ya no reconoce pero que  le agradan. Aromas rústicos -fue perro de arriero- de recuas que recorren las rudas rutas de su tierra.

            Ya no es joven, y jadea jubiloso tras el jaleo con los perros con los que se junta para el juego y la jarana, entre los jazmines de los setos y los jardines de jacintos que la jauría destroza con indócil desdén de las voces de sus dueños. Debe acudir a su llamada pero deliberadamente desobedece, deseoso de diferir la retirada. Le aguarda su cotidiana tarde tediosa, tiempo que transcurre con  ritmo tenue, tenaz aburrimiento, tendido sobre las patas traseras contemplando cómo transcurren las horas, tan calladas.

            Antes de morir su muerte mueren sus miembros, y muere también la memoria de la mañana de sus días mientras él, alma mustia, masculla gañidos guturales malamente moderados por la modorra. Y la vida, veloz, se desvanece en vespertinas veladas vaciadas de vivencias, viciadas de vacío, viudas de valor, desvaídas. La nada nadea entre los nudos desnudos de sus recuerdos, y nada nada ya en el mar de su memoria anonadada. Mientras, Chuchi bosteza y sueña con Chucha. Y el chucho sueña también con la caricia de Chucha y con el parque. Pero Chucha ya no está.

lunes, 17 de agosto de 2020


EL ESPIRITU DEL VINO


            No recuerdo cómo llegué allí, por dónde fui, qué ruta anduve. Si tuviera que volver no podría hacerlo, salvo por azar, como la primera vez. Había salido de casa, aún sin terminar de instalarme del todo, con el ánimo de recorrer a pie la ciudad, nueva para mí, y aprender a orientarme entre sus estrechas callejuelas a fuerza de transitarlas al albur una y otra vez, sin plan preconcebido, girando aleatoriamente en cada cruce, buscando hitos que pudiera recordar e ir ubicando en el plano ideal de la memoria. Una zona elevada, una torre, un edificio singular, un parque… Pero el plano ideal de mi memoria resultó ser una chapuza, una incoherencia geométrica, una blasfemia contra Euclides, un batiburrillo de elementos que no guardaban entre sí las relaciones espaciales que cabe esperar en estado de sobriedad.
            Sí recuerdo que la tarde estaba gris y ligeramente húmeda. Caía una leve llovizna que no habría alcanzado a calar las barbas de Matusalén aun cuando hubiera estado expuesto a ella durante toda su vida, y el Sol no era más que una conjetura que en ningún momento pude situar en el cielo. Las únicas pistas que tenía para orientarme eran las que la propia ciudad me concedía, y me perdí. Uno se pierde cuando lo advierte, no antes, y entonces ha de tomar una decisión. No considero que fuera torpeza por mi parte, ni que cayera en circunstancia alarmante alguna. En general, si te pierdes y puedes seguir caminando, si las condiciones exteriores hacen agradable la marcha, no debe uno preocuparse por nada. Basta con darse media vuelta y desandar el camino al menos hasta donde puedas recordarlo. Yo no era tan viejo como para cansarme enseguida -de hecho,  era bastante joven e imprudente, todo hay que decirlo-, y como además la lluvia en el rostro me refrescaba sin molestar, decidí seguir adelante.
            Poco a poco me fui metiendo en la zona más descascarillada del poblachón en que había caído. No voy a fatigarme revelando qué me había llevado allá porque carece de interés. Nada de particular, ya me entienden. De algo hay que vivir, cuestión de trabajo. En algún momento, supongo, la cábala del Sol tuvo que caer tras la teórica línea del horizonte y el paisaje urbano se fue haciendo progresivamente indistinto. Flotaba aún en el aire esa substancia que materializa el espacio pero de la que no se puede discernir a ciencia cierta si es niebla o lluvia, tan sutil que no alcanzaba a mojar el suelo. De manera imperceptible, sin advertir solución de continuidad, había entrado en una zona apartada de la ciudad, en un gueto podríamos decir. Con aceras más estrechas y descuidadas y la calzada -pavimenta de adoquín- tan llena de baches y socavones que parecía no haber sido reparada desde el último bombardeo, cuando la guerra. Las fachadas de los edificios, desconchadas y ennegrecidas por la humedad, los años y el descuido, se inclinaban a ojos vistas hacia afuera y cerraban el espacio por arriba. De súbito caí en la cuenta de que el alumbrado era sumamente deficiente. Apenas alguna lámpara en las esquinas, una pobre bombilla, algún brazo de farola que milagrosamente no se había desprendido de las enmohecidas paredes emitía una pobre luz que se extinguía a un par de metros del origen.
            Continué deambulando por aquellas ucrónicas callejuelas que parecían quedar fuera del cómputo de los años y de la vida de las gentes, sin cruzarme con nadie a pesar de que el barrio estaba evidentemente habitado. Se advertía luz tras los visillos de las ventanas y de cuando en cuando alcanzaba a oír el murmullo ininteligible de conversaciones apartadas, pero las calles permanecían obstinadamente desiertas como si pesara sobre ellas un tabú. Me sentí como un intruso que invade furtivamente un espacio que le está vedado, y caminaba lamentando incluso el sonido de mis pasos, pisando el suelo con la conciencia de estar profanando la morada de espíritus largo tiempo olvidados.
            Atraído por un sonido evidentemente humano que evocaba el ambiente tabernario y acogedor de un bar, giré a la izquierda y me metí por una callejuela que parecía no existir de puro estrecha y que finalmente reveló ser un callejón sin salida.  La caminata me había abierto el apetito y un olorcillo a fritanga reciente me suscitó la gana de una caña y un bocadillo de rabas. Al fondo, media docena de toneles apilados cerraban el paso y apuntalaban un murete que en su ausencia se habría derrumbado irremisiblemente en un tiempo remoto. A dos metros escasos de los toneles una puerta entreabierta exhalaba el tufillo grasiento y acogedor de una cocina a mitad de camino entre casera e industrial.
            La luz estaba algo más que muy menguada en aquella callejuela que mostraba con toda evidencia no haber sido transitada en meses ni siquiera para limpiarla. No es que estuviera llena de basura -que no lo estaba, ni mucho menos- pero sí había ido acumulando polvo en los rincones, en las abundantes y nada disimuladas grietas del pavimento, allá donde el viento pudiera amontonarlo las escasas ocasiones en que se diera el caso, porque allí ni el viento entraba. Y como la luz del sol no llegaría hasta el suelo más que algún que otro minutejo al mediodía y en verano, jamás lo haría con intensidad suficiente para disipar la humedad de los largos períodos de umbría. En consecuencia, crecía por doquier esa miserable vegetación que nace en los lugares abandonados, musgo, yerbajos inmundos que jamás llegarían a florecer, algún que otro helecho raquítico o un conato de zarza. Toda esa flora parietal que crece en los muros que se mantienen en pie más por la cohesión con que las raíces premian a su deleznable substancia que por la consistencia de los cimientos. A esa inefable resistencia de lo viejo yo la denomino “Selección Natural de Elementos Arquitectónicos”, expresión cuya referencia alude al conjunto de todas las cosas que se mantienen en pie no por decisión humana, sino inhumana.
             Quedaba claro que no tenía nada que hacer en aquel lugar. Si quería mi refrigerio tendría que acceder a la tasca por la puerta por la que habitualmente lo hacen los clientes y no a través de la trastienda y la cocina, entre toneles viejos y cubos de basura.
            No por increíble lo que sucedió a continuación fue menos cierto; así pues, ni yo mismo doy un ardite por su verosimilitud. Ahora bien, no es la verosimilitud lo que me interesa en este caso, sino la verdad, y si pretendo ser creído es precisamente porque sé que en nada me beneficia ni me descarga que se me crea o no. De hecho, oficialmente nadie puso en duda mis palabras, por mucho que personalmente tampoco las creyera nadie. Y fue así, sencillamente, porque no hacía ninguna falta su descrédito. Ocurrió incluso que cuanto declaré entonces pudo ser considerado una confesión y obró en mi contra. Lo que explica suficientemente la a duras penas disimulada sonrisa de la acusación y el evidente gesto de impaciencia, o resignación, de mi defensor, el cual puso los ojos en blanco al tiempo que dirigía la mirada a algún lugar indeterminado entre el techo de la sala y lo más profundo del firmamento mientras se mesaba el recuerdo del flequillo que otrora poblara su ahora despejada frente, exiguo testigo de una juventud que le había abandonado mucho tiempo atrás.
            Todavía hoy, después de haberlo repetido tantas veces de viva voz, para continuar mi relato tengo que superar un natural recelo, alimentado seguramente por la nada perspicaz observación de muchos dedos índice que se acercaban con un característico movimiento a sus respectivas sienes, o de algunos pulgares que se dirigían significativamente a sus correspondientes bocas. Mejor así, prefiero ser tildado de loco o de beodo que de embustero. Lo cierto, no obstante, es que cuando fui a dar la vuelta con intención de desandar mis pasos, o quizá un instante después (¿quién puede ahora precisarlo?), me percaté de que, oculto al pie de los toneles, había un pequeño objeto brillante. No quiero decir que brillara con luz propia, nada de eso, pero sí que reflejaba un rayito de la escasa luz que conseguía superar la grasienta atmósfera de la cocina y salía a oxigenarse en la angostura del callejón en que me encontraba.
            Es cosa curiosa y digna de meditada atención el hecho de que muchos de nuestros actos más insignificantes, de los cuales nadie podría decir que sean involuntarios, no respondan tampoco a deliberación consciente. Por ser voluntarios, son libres; por inconscientes, no lo son. Decidan, por tanto, ustedes si el hecho de que yo me molestara en volverme a sacar de su escondite aquella cosa fue producto de mi libre albedrío o consecuencia ineludible de la curiosidad que despertó su insospechada presencia.
            Resultó ser el dichoso objeto un híbrido entre tetera chata y lámpara de aceite, tan mediado de ambos extremos que resultaba imposible decidirse por una u otra opción. Era de bronce, o de latón, imposible distinguirlo a la escasa luz de la calle, y no estaba precisamente muy limpia. A saber cuánto tiempo llevaba acumulando polvo. Una pequeña costra de barro que comenzaba a no estar seca merced a la lluvia impedía discernir con certeza si las muescas que mostraba en su panza eran simples rayones o quizá algún tipo de escritura. Cuando la acerqué a la cara para tratar de decidirlo, el hedor de vino rancio mezclado con el de la cochambre se me hizo insoportable.
            Al apartarla con un involuntario gesto de asco desprendí inadvertidamente la costra con la manga de la chaqueta. Entonces ocurrió algo cuya verdad queda garantizada por el hecho de que yo lo cuente, pues jamás me atrevería a intentar hacer pasar por cierto suceso tan alejado del sentido común. Y es que, al rozar con la manga el susodicho objeto, el pitón de la tetera comenzó a exhalar un vapor verdoso y fosforescente que no se disipaba ante mí, sino que se concentraba en una densa nubecilla apenas más alta que la talla de una persona. De puro susto di un saltito como el que ejecutan los niños cuando les estalla un globo delante de las narices, y no sé si solté la lámpara o si se me cayó de las manos, porque por un instante mi atención se distrajo de cualquier asunto ajeno a mi seguridad personal.
-¡Eh, eh, den güidado,  gue me abollas! -dijo entonces una voz vinosa y arrastrada como la de un borracho, que provenía del lugar exacto en que yo calculaba que debía de estar flotando la nube.
            En efecto, durante el microsegundo en que dejé de ser consciente de ella, la nubecilla se había disipado y había aparecido no sé de dónde un hombrecillo vestido tan estrafalariamente como un artista de circo, o quizá como la imagen estereotipada de un sultán, ataviado como estaba con un chalequillo negro bordado con motivos florales  de vivos colores sobre un blusón blanco y unos calzones de seda púrpura, amplios y  ajustados a los tobillos. A pesar de lo sucio e irregular del pavimento llevaba los pies descalzos, aunque, a decir verdad, más parecía flotar a un centímetro del suelo que descansar su peso sobre él. Con el tiempo llegué a la seguridad de que no pesaba en absoluto, pero eso ahora ya no tiene importancia y, además, entorpece la verosimilitud de mi relato.
            Recuerdo estar tan asustado que apenas si podía articular palabra, pero me repuse en el instante mismo en que me di a tratar de averiguar en qué consistía el truco de la aparición. No creo que sea muy difícil hacerse cargo de mi perplejidad en aquellos momentos, así que supongo que se me disculpará si acaso mis pesquisas se redujeron a una sola pregunta, por otra parte obvia.
-¡Goño!- dijo en respuesta- . ¿De dónde  voy a salir? ¡Bues de ahí dentro!
            Y señaló con el brazo el lugar donde había ido a parar la lámpara, que, por pura casualidad, era el mismo de donde yo la había recogido. Se estiró con toda desvergüenza, se tambaleó ligeramente como llama que agita una brisilla y acertó después a poner los brazos en jarras.
-Menos mal gue me has llamado- prosiguió-, borgue ya me estaba guedando anguilosado ahí adentro. ¡Y además me moría de sed!
            Dicho lo cual, agarró el tonel que le quedaba más a mano como si no tuviera ningún peso, rompió la espita de un certero golpe con la mano y se lo llevó a la boca como para beber su contenido. Se le oyó largamente deglutir un líquido, pero maldita la gota que podrían contener aquellas cuatro duelas mal avenidas y peor ajustadas que muy a duras penas conservaban aún la apariencia de una barrica. Y cuando se hubo saciado lo dejó caer con descuido, aunque milagrosamente fue a parar al lugar exacto en que estaba antes. Se limpió la boca con la manga sin que quedara en ella ningún rastro, se tambaleó ahora como una hoguera que azota un vendaval, pudo guardar el equilibrio trastabillando sobre el aire con sus ingrávidos piesecillos, se me encaró exhalando sobre mi rostro el vaho más etílico que recuerdo y dijo:
-Así gue de voy a gonceder un deseo.
            No obstante, sin darme tiempo alguno para para solicitarlo, o para manifestar mi elección, levantó los brazos en un gesto sumamente teatral y de alguna manera consiguió que saliera de sus manos una centella, o una bola de fuego, que fue a estrellarse a mis pies.  Estoy seguro de que si no me hubiera apartado a tiempo aquella insospechada deflagración, que dejó en el aire un característico olor a pólvora quemada, me habría chamuscado los pantalones. De puro susto, no sé si dejé escapar medio taco o una blasfemia entera, y ya iba a dar media vuelta para escapar a la carrera cuando me retuvo con un imperioso movimiento de la mano.
-Dranguilo, golega, gue yo gondrolo.
            Pronunciaba de manera peculiar, como la canalla en sus momentos de máximo desenfreno, con una entonación que alcanzó el punto más agudo con un gallo en la segunda sílaba y fue decayendo después hasta un grave casi inaudible al final. Trató de repetir sin éxito su magia de gestos y, cuando se convenció de que en su estado ya no podría logarlo, añadió:
-¡Bueno, bues uno facilito! ¡Gada vez gue metas la mano en el bolsillo sagarás un euro!
            Entonces se desmaterializó, imagino que de modo análogo a como se había materializado, sólo que a la inversa. Y acto seguido, ya convertido en ese humillo fosforescente que había visto antes, fue aspirado por el pitorro de la tetera. Digo que fue aspirado porque el que un vapor se meta espontáneamente en un recipiente, por muy tetera que sea, es cosa que a los físicos no les hace mucha gracia. Y líbreme el Cielo de llevarles la contraria aun en el asunto más baladí.
            Presa de la mayor perplejidad, yo continuaba inmóvil y boquiabierto, forzándome a negar la realidad y a considerar fruto y resultado de un ingenioso truco cuanto había visto, obligándome a tratar de desentrañar el artificio. Pero no daba con ninguna explicación satisfactoria. Tampoco insatisfactoria. Lo cierto es que no encontraba explicación alguna. No fue ni alucinación ni delirium tremens, porque ese tipo de cosas no dejan manchas de hollín en el suelo, y juro que ante mí había una que no estaba cuando llegué. Y, como la alternativa tampoco me parecía de recibo, decidí no darle más vueltas y salir pitando. Decisión, por cierto, que, a día de hoy, aún suscribo obstinadamente.
            Para entender sin riesgo de engañarse lo que ocurrió después es preciso interpretar correctamente el gesto que realiza una persona cuando mete las manos en los bolsillos y deja caer levemente los hombros. Hay quien, acto seguido, babea, aunque yo no llegué a tal extremo. Veamos: se trata de un movimiento involuntario, y si nos empeñamos en encontrarle una causa deberemos conformarnos con la estrictamente material. A saber: una serie de impulsos eléctricos que estimulan el correspondiente conjunto de músculos cuya operación, al concluir, da con las manos dentro de los bolsillos. Cualquiera que considere una causa distinta de la aducida se condena a no comprender lo ocurrido.  En consecuencia, no cabe pensar que hubiera ninguna intención en el hecho de que yo metiera allí las manos.
            Lo que sí había era un euro. Uno en cada bolsillo. Nuevecitos, relucientes como recién salidos de la fábrica de moneda. En la corona exterior la aleación lucía dorada y brillante cual oro recién bruñido, las estrellas en relieve parecían soles diminutos y las estrías del canto, distribuidas en sus tres grupos regularmente repartidos, se veían tan huérfanas de cualquier cosa que no fuera el metal de que se componían que se dirían de origen sobrenatural y no de factura humana.  El interior parecía neodimio recién pulido, más limpio que la plata de una patena, a la efigie del rey no le faltaba otra cosa sino cobrar vida y el mapa del anverso se leía con tal nitidez que no se precisaría otro para desplazarse por Europa. Yo jamás había tenido en las manos monedas tan desprovistas de máculas, tan perfectas, tan esmeradamente pulcras, tan gloriosamente fulgurantes.
            Creo que al punto me volví avaro, y no por cicatería sino por la pena que me provocaba la mera idea de desprenderme de objetos tan hermosos. Fue precisamente ese novedoso cariño numismático lo que me forzó a llevarme una y otra vez ambas manos a los bolsillos, siempre con el mismo resultado. Cuantas veces probé hallé en el fondo las consabidas monedas, hasta el punto de llegar a la imposibilidad material de repetir la operación por la dificultad del transporte. Sólo entonces comencé a vislumbrar la necesidad de deshacerme de algunas y recordé el apetito que me había llevado al dichoso callejón. Así pues, ejecuté con alivio, ahora sí, la media vuelta que ya había proyectado antes en dos ocasiones y busqué la entrada a la tasca en la calle paralela al otro lado de la manzana.
-¡Coño, qué nuevas! -dijo el dueño cuando le pagué la consumición con las cinco primeras monedas que saqué del bolsillo. Recuerdo que le contesté con un gruñido y un gesto de asentimiento, un tanto molesto por el comentario.
            Al salir, frente a la puerta, había una parada de taxi. Yo ya estaba bastante cansado y me fatigaba moralmente la necesidad de repetir la caminata hasta mi casa, así que crucé la calle en busca de un coche. Se trataba de una avenida  ancha, y más si la comparamos con las paupérrimas rúas que había estado recorriendo toda la tarde. Tenía una alameda central bien poblada cuyos árboles y jardines parecían ensancharla aún más, alejando con su fronda la acera de enfrente y dividiendo el mundo en dos mitades. El desastrado barrio que fantasmeaba al otro lado se reducía desde allí a un recuerdo lejano, como si se tratase de dos ciudades distintas y ajenas la una a la otra. La gente paseaba por las aceras, o caminaba entre los árboles, a pesar de la lluvia y la hora ya avanzada. En la calzada circulaba un tráfico abundante y ruidoso.
            El taxista me llevó a casa en un pispás porque, por lo visto, yo estaba tan desorientado que no advertí que vivía cerca. El muy ladino no me dijo nada, pero no me importó en absoluto, tal era mi dolor de pies y la necesidad de aliviar un tanto el peso de los bolsillos. Le pagué en monedas de euro, ni media docena, pero también él se percató de su brillo y no se privó de emitir un juicio al respecto.
-Recién salidas del banco -mentí cayendo en la cuenta de que me sería difícil explicar su origen.

            Confieso que, una vez en casa, pasé buena parte de la noche ejercitando la musculatura a la que aludí antes. Se amontonaban en mis entendederas por una parte la novedad del caso, su extraordinaria improbabilidad, lo radicalmente inexplicable de lo ocurrido, su carácter eminentemente fantástico e irreal, la evidencia con que me representaba la imposibilidad de revelarlo a nadie, la conciencia insoslayable de que el único modo de evocar el episodio y exteriorizarlo no podía sino repetir constantemente su consecuencia material. Por otro lado, ya había comprobado la ventaja puramente crematística, pecuniaria, de lo que ya había comenzado a llamar “mi regalo”, y empezaba a erosionar mi buen juicio la dificultad que ya entreveía de aplicar mi don fuera del ámbito de las compras menudas. Además, no dejaba de fascinarme la apariencia angélica de las monedas que iba sacando, a ratos con verdadera avidez, del fondo de mis bolsillos.
            A la mañana siguiente ya había juntado un par de arrobas de monedas y, visto lo fácil que me resultaba, aún seguía tentado de acumular alguna que otra docena más. No se precisaba mucha perspicacia para darse cuenta de que, aunque mi caudal fuese virtualmente ilimitado, la renta diaria que podía obtener de ese modo dependía de la velocidad con que pudiera llevarme las manos a los bolsillos. Veamos: si me fuera posible superar el tedio de repetir la operación durante diez horas al día, con los descansos pertinentes, a razón de dos monedas cada cinco segundos, obtendría dos docenas por minuto, que, tras realizar la multiplicación correspondiente, arrojan la bonita suma de catorce mil cuatrocientos euros diarios. Evidentemente, mis más alocados caprichos quedarían cubiertos con una cantidad menor, incluso mucho menor. Y para colmo, como resulta que nuestra civilizada y urbanita vida actual es prácticamente imposible sin la mediación de un banco, quedaba claro que sólo podría beneficiarme de mi regalo ingresando su producto en mi cuenta.
            Lo que ocurre es que, hoy en día, el cajero te mira mal si ingresas un fajo de billetes, ¡cuánto más si llevas una carretilla de euros! ¡Y todos impecablemente nuevos!
            Durante un par de semanas utilicé las monedas sólo para las pequeñas compras diarias, siempre con el consabido comentario de los dependientes, y continué acudiendo a la oficina con normalidad. Sin embargo, esa presunta normalidad duró lo que tardé en comparar el rendimiento neto de mi trabajo con el de mi capital mobiliario (es decir: mis pantalones). Mientras tanto, y por supuesto en mis ratos libres, continué produciendo monedas a ritmo nada desdeñable. El resultado de todo ello, como no podía ser de otro modo, fue que perdí la motivación para seguir trabajando. Me lo hizo notar en primer lugar mi superior inmediato, unos días después el jefe de Recursos Humanos, y al cabo de un mes me vi con la carta de despido en la mano.
            No es que importara mucho. En aquel momento mis preocupaciones iban por otros derroteros. En efecto, guardaba en casa ya un par de toneladas de monedas, seguía produciendo más de las que necesitaba y se me hacía urgente darles alguna salida. Se me ocurrió ir por las tiendas, los quioscos, por locales comerciales de pequeño tamaño, pidiendo que me cambiaran cantidades muy modestas por billetes pequeños que luego ingresaba en mi cuenta al amparo del anonimato de un cajero electrónico. A los tenderos les venía bien porque se hacían con cambio inmediato, pero ninguno de ellos dejaba de admirarse del brillo de las piezas. Como resulta que yo no estaba por la labor de dar  demasiadas explicaciones sobre su procedencia, decidí no repetir el cambio con frecuencia en ningún local del barrio. Sin embargo, al poco tiempo me percaté de que ya se me señalaba como “el tío de las moneditas”. Se lo oí decir a un cajero del supermercado que no tuvo la prudencia de esperar que me alejara lo suficiente y que hablaba con un tonillo nada simpático.
            Podría perfectamente haber hecho oídos sordos y continuar con las compras y los cambios al menos mientras lo aceptaran, pero un recelo harto comprensible y mi manifiesta vocación de anonimato me aconsejaron buscar en barrios aledaños primero, y después por todas partes. Pensé incluso en contactar con algún hampón local para que me blanquease el dinero, pero la sola idea me producía verdadero pánico. Uno puede ir a Marte si lo desea porque más o menos sabe lo que va a encontrar allí, y la compañía será escasa y manejable. Pero meterse en un mundillo del que no se sabe nada excepto la ralea de la gente que te vas a encontrar es una locura manifiesta.
            Se me ocurrió también, por no cargar yo solo con el sambenito, repartir generosas limosnas entre los mendigos que encontraba. Pero, a pesar de todas las precauciones, mi fama de monedero pulcro me perseguía de tienda en tienda por toda la ciudad. Y después también por los pueblos vecinos. En consecuencia, un día me presenté en una sucursal de mi banco para cambiar de un golpe un centenar de euros. El cajero realizó el cambio sin decir palabra, pero no pudo disimular un gesto elocuente ante el brillo inusitado de unas monedas en las que más bien cabía esperar lo contrario.
-¡Caramba, qué nuevecitas! -me dijo el empleado de la segunda sucursal a la que acudí, supongo que sin ninguna intención.- ¿De dónde las ha sacado?
- De la máquina tragaperras del bar -fue la primera mentira que se me ocurrió.
            Como había hecho en las tiendas, adopté en los bancos la precaución de no acudir a ninguno dos veces seguidas. Y, como a pesar de algún que otro comentario, yo iba colocando mi producto sin mayores dificultades, me fui envalentonando y aumenté las cantidades paulatinamente. No obstante, tarde o temprano me sería preciso retornar a alguna de ellas, y lo hice. Y no pareció que ello me causara perjuicio alguno.
            No cabe duda de que los bancos prestan un gran servicio a la comunidad, aunque su solicitud presenta algunos inconvenientes. Pertenece al folklore popular la creencia de que, durante el auge del Liberalismo, el Estado llegó a convertirse en esclavo de los bancos. Pero es indudablemente cierto que, en nuestras modernas socialdemocracias, son los bancos los que se han puesto al servicio del Estado. No pretendo aburrirles a ustedes, pobres oyentes, con detalles que no aportan nada y de los que cualquiera puede hacerse una idea necesariamente vaga pero suficiente. Ocurrió, no obstante el éxito en deshacerme de mi exceso de monedas, lo que estaba escrito que debería ocurrir. En algún lugar, y no importa exactamente en cuál, alguien debió de caer en la cuenta de lo extraordinariamente improbable del hecho de que el beneficiario de un subsidio de desempleo tan escaso como el que me pagaban viera crecer su cuenta corriente de un modo tan escandaloso como lo hacía la mía.  La autoridad competente me exigió que justificase el origen de mis ingresos, y yo no podía hacerlo. Por tanto, se abrió un expediente, y se inició contra mí un proceso por delito fiscal. Y, como consecuencia del proceso, a resultas de un registro policial en mi domicilio -en el que, por cierto, la policía encontró ingentes cantidades de monedas de un euro que por lo visto permanecían a la espera de ser puestas en circulación- se me acusó también del delito  de falsificación de moneda. Aunque, finalmente, sólo pudieron condenarme por poner en circulación moneda no acuñada por el Estado.
            En fin, no tengo ninguna necesidad, ni ustedes se merecen tamaño castigo, de extenderme refiriendo hechos que en realidad no aportan nada al relato de mis cuitas pero que, a buen seguro, causarán fatiga. Lo que sí me interesa decir, porque veo que algunos de ustedes ya lo han notado, es que la maldición que cayó sobre mí el día que un mago borracho, o genio de la lámpara, o lo que fuera, quiso recompensarme con el dudoso beneficio de sacar un euro del bolsillo cada vez que metiera allí la mano sigue en pleno vigor. Por ello, a día de hoy, soy el único varón del planeta que no tiene bolsillos en los pantalones, o los lleva cosidos. ¿Queda satisfecha su curiosidad?


           
           
             
           
           
           

domingo, 14 de junio de 2020

Naturaleza y totalitarismo


NATURALEZA Y TOTALITARISMO

        
             La naturaleza es despiadada, de eso no cabe duda. No es que peque de falta de piedad para con sus criaturas, que sea impía. Más bien, carece por completo de esa facultad. De hecho, es impropio atribuirle patrones personales de conducta o sentimientos humanos. Son las criaturas las que hacen, y las que, mucho más a menudo, padecen. Y la naturaleza no sería más que la suma de todas las criaturas, de sus pocas acciones y de la ingente cantidad de sus padecimientos.
           Sin embargo, panteístas y románticos de todo género han protagonizado una larga tradición de atribuciones personales a ese todo que en realidad no es nada. Desde cualidades maternales (la madre naturaleza) hasta sabiduría (la naturaleza es sabia); se le ha considerado desde prometedora cuna hasta acogedora mortaja (polvo somos y en polvo nos convertiremos), dadivosa fuente de vida o usurera cobradora de réditos. Como un dios, la naturaleza hace y deshace según criterios que nadie ha sido capaz de representarse y cuya ignorancia a menudo se ha racionalizado como inescrutabilidad. O ni siquiera eso: la naturaleza sería ciega como la justicia. De hecho, ostenta su propia justicia y hace valer sus propias leyes, las únicas que rigen para todos. Ambas poseen espada y balanza, y las usan asiduamente: son la misma cosa.
            Seamos más comedidos: hay una justicia en la naturaleza, peculiar e implacable, pero justicia a fin de cuentas: la ley de la vida. Esto, desde luego, no es más que otra atribución bien de caracteres personales, bien de caracteres divinos. O de ambos. Pero nos puede valer como metáfora. Cediendo a una analogía de carácter social, podemos llamar ley a cualquier imperativo del que no nos es posible zafarnos sin exponernos a sufrir determinadas consecuencias. Según Kant, que muestra en ello cierto cromatismo socrático, la transgresión del imperativo que concierne a todos -es decir, el imperativo categórico- arroja al infractor a un estado de penuria que procede de su incoherente pretensión de que las máximas de su conducta no lleguen a alcanzarle, de que no le sean de aplicación. Soy consciente de que el propio Kant formulaba su imperativo de varios modos y de que se puede interpretar de múltiples maneras. Y, a tenor de lo que voy a decir a continuación, la mía no sea probablemente la más adecuada. Pero es el caso que, considerándolo como acabo de hacerlo, el imperativo no alcanza a quien sea tan poderoso como para eludir las consecuencias de sus actos. Nosotros estamos todavía moviéndonos en un lado de la analogía y quizá nos sea lícito dudar de que haya nadie tan poderoso que quede a salvo de cualquier contingencia; pero si nos desplazamos al otro término, al de la naturaleza, podemos ver cómo el ser humano se ha provisto de medios para lograrlo al menos parcialmente. Al conjunto de estos medios les llamamos tecnología o, de manera más general, cultura. La cultura es, por tanto, el medio que separa al Hombre de la naturaleza, lo que le abriga de la despiadada desnudez que aflige al resto de las criaturas.
              El hombre vive en un mundo cuya inmediatez ha de someter en alguna medida. Si es el mundo el que domina, el hombre perece; si, por el contrario, es el hombre el que se impone, entonces es su mundo el que sucumbe. Muere en el sentido en que una cosa que cambia deja de ser lo que era y se transforma en otra. Ahora bien, al producir sus medios de vida, el hombre transforma su mundo de una manera ciega. No puede representarse las consecuencias de su acción más que cuando comienzan a suponer para él una amenaza. Y de la amenaza no puede defenderse sino por dos medios: o bien modifica o modera su actividad sin cambiarla sustancialmente antes de que la catástrofe sea irreversible (supongo que ése es el origen al menos de algunos  tabúes), o bien transforma por entero su modo de producción cuando ya no cabe una vuelta atrás. Entonces se requiere un salto tecnológico, se crea una cultura nueva, un nuevo modo de vida.
             En cualquier caso, la defensa del individuo contra la intemperie del mundo es de carácter social. El mito de Robinson no es más que un mito, y Robinson mismo no es más que un elegido de Dios (lo que explica que la novela de Defoe se parezca tanto a una larga digresión teológica). Para sobrevivir el hombre precisa de la cooperación de sus semejantes, sin la cual está irremisiblemente abocado a la perdición. Se comprende entonces el imperioso impulso de integrarse en un grupo y la importancia que el individuo le concede. El grupo tribal, tanto como la compleja sociedad moderna, es a la vez garantía de supervivencia personal y de supervivencia de la estirpe, de la familia. De manera que, toda vez que la mencionada defensa se perciba precaria, que se la represente el individuo como frágil e irremediablemente dependiente de los avatares del destino, acepte éste la prevalencia del grupo al que pertenece. Y, en contrapartida, cuando sea  el grupo social quien le amenace, reclamará el individuo sus derechos.
             Si me entretengo en repetir todas estas obviedades es porque no hace mucho cayó en mis manos un cuento de Jack London que me las ha sugerido. El relato, en su versión castellana, lleva por título “La ley de la vida”, y forma parte de una selección de historias del viejo oeste publicadas con ese mismo título en la Colección Joven de Bolsillo de la editorial Doncel en el año 1972, con selección, traducción y prólogo de Juan Tébar. No se trata propiamente de una historia del oeste, sino del norte; y lo  mismo podríamos situar la acción entre los inuit o entre los lapones. El autor nos narra las últimas horas de vida de un anciano que ya no puede seguir el ritmo de la tribu en su constante nomadeo por la tundra y es abandonado en el hielo junto a una hoguera y un montoncito de ramitas que lo mantendrán caliente y vivo hasta que se agoten.
             “Los hombres de la tribu tienen prisa -le dice su hijo al despedirse-. Llevan pesados fardos y tienen el vientre liso por falta de comida. El camino es largo y viajan con rapidez. Me voy. ¿Te parece bien?”.
             La pregunta no es retórica ni superflua, a pesar de que la respuesta no va a modificar una decisión previamente adoptada. Se trata de una costumbre establecida desde tiempo inmemorial y de la que depende la supervivencia del grupo. Ocurre sencillamente que el grupo no puede quedarse y el viejo no puede seguirle. Es la ley de la vida, nada más que eso. Pero la aprobación del anciano hará más soportable la brutalidad del hecho.
             “Sí -responde-. Soy como una hoja del último invierno, apenas sujeto a la rama. Al primer soplo me desprenderé. Mi voz es ya como la de una vieja. Mis ojos ya no ven el camino abierto a mis pies, y mis pies son pesados. Estoy cansado. Me parece bien”.
             El anciano habla con el laconismo y la viveza propios de los indígenas americanos. Sus palabras dejan traslucir una profunda tristeza, pero también su anuencia. O su resignación (¿quién puede conocer lo que bulle en el alma de los hombres?). Es la ley de la naturaleza, como él mismo reconoce para sus adentros un poco más tarde mientras  va consumiendo las ramitas de su parca provisión y se le acercan poco a poco los lobos, a cada instante más envalentonados. La naturaleza es cruel con sus criaturas  y no le interesa el individuo sino la especie, que es la destinada a pervivir, la que, en consecuencia,  goza de auténtica vida propia. El grupo posee antelación lógica y ontológica frente a cada uno de sus integrantes. Cada hombre, cada miembro, no es sino un instrumento para su supervivencia. Una pieza fungible a la que se le impone la misión de perpetuarse y luego morir. Y la propia vida de la tribu no consiste en otra cosa más allá de este juego de renovación y muerte. “Como el linaje de las hojas tal  es también el de los hombres -le responde Glauco a Diomedes en el canto VI de la Ilíada-. De las hojas, unas tira el viento, y otras el bosque hace brotar cuando florece, al llegar la sazón de la primavera”.
             Hermosas palabras las de ambos pasajes, y cargadas de sentido. ¿Qué importa el individuo si de todos modos nace condenado a perecer? Se cuenta entre los héroes a aquél que afronta su destino y no se aferra a la existencia más de lo que conviene. Y lo que conviene es función, en el caso de una sociedad primitiva, de las necesidades del grupo. Es sobresaliente el hombre que triunfa de sus tribulaciones y llega a la ancianidad, porque de su sabiduría y experiencia se beneficia toda la colectividad. Pero es héroe el que sabe entregar la vida en el momento oportuno.
            Ahora bien, si son las necesidades de supervivencia de la tribu las que subordinan el interés del individuo al interés colectivo, cuando cesan aquéllas, o dejan de ser perentorias, la prioridad de intereses ha de verse modificada. De la misma manera que un hombre peca contra su grupo, en primer caso, si no se sacrifica; en el segundo es el grupo el que se excede en sus atribuciones si no reconoce al individuo sus derechos.
            Voy a definir el sustantivo “totalitarismo” como la creencia de que el todo es superior a la suma de las partes que lo integran, y calificaré de totalitarista a todo sistema o estructura social que se fundamente, de manera explícita o no, sobre esa premisa. No voy a discutir si las sociedades primitivas son totalitarias en este sentido o si no lo son, aunque es claro que en ellas el todo suma exactamente lo mismo que las partes. Y tampoco voy a discutir si estaría justificado que estas sociedades lo fuesen. Lo que sí quiero señalar es que algunas de las modernas sí lo son, y que incluso en el seno de las que no lo son hay estructuras que se comportan como si lo fuesen. Un ejército puede sacrificar a la totalidad de sus soldados porque siempre puede ordenar nuevas levas; una empresa puede prescindir de todos sus trabajadores si se da el caso de que no tenga dificultad en contratar otros. En ambos ejemplos algo sobrevive a la extinción de las partes: en el primer caso, una estructura de mando incluso aunque esté desierta; en el segundo, el capital. Por fortuna, ni todos los ejércitos ni todas las empresas llegan a tales extremos.
            Tampoco es concebible que puedan llegar a ellos nuestras modernas sociedades supertecnificadas, supermasificadas y superdistantes de la naturaleza. La mera masificación anonada al individuo, lo que muestra ya a las claras que satisfacen mi criterio de totalitarismo. Por ello es tan importante que, a manera de contrapeso, al individuo se le convierta en ciudadano con derecho a participación en la vida colectiva, a beneficiarse de modo equilibrado de sus ventajas y a la crítica en libertad. El incumplimiento de todas, o alguna, de estas condiciones fuerza a la autoridad a aducir riesgo, a señalar un enemigo, a fin de justificarse. Y no faltan enemigos de la patria, de la clase, de las minorías, del partido, de la revolución, del pueblo, de la salud, del orden, de la tradición, de la religión, del progreso… de lo que sea.

           Con todo ello convertimos el conjunto de todas las sociedades en pura naturaleza.  Me pregunto si no es esto un exceso: lo único natural es la sociabilidad.