Cierto
día, cuando Alfonsina salió a la calle, se escoñó.
Fue justo en el momento de rebasar el umbral de la puerta, al apoyar
su pie izquierdo por primera vez sobre el pavimento de la acera,
cuando tropezó con el derecho en el quicio del portal.
Alfonsina tenía la costumbre, por no hablar de defectos, de
arrastrar de cuando en cuando su pie derecho. Apoyaba la punta sobre
el suelo y la deslizaba manteniendo la pierna rígida y
desequilibrando la cadera cuanto era menester. Se trataba a la sazón
de una tara de nacimiento que la disciplina había erradicado
casi por completo. La disciplina y la obcecación de su madre,
quien, en la creencia de que una hija coja quedaría soltera
para siempre, de niña le obligaba a caminar por el salón
de la casa paterna dando vueltas en torno a la gran mesa de pino, o
de chopo, o de lo que fuese, una y otra vez, con la Biblia por
montera, tiesa como el cadáver del Cid sobre Babieca, haciendo
equilibrios como una foca en el circo y absorta en el control de cada
uno de sus músculos. Alfonsinita cooperaba cuanto era de
esperar en una niña, pero al rato se cansaba vencida por el
tedio, con lo cual la Biblia rodaba sin remedio por la vieja
alfombra, ora perdiendo una página, ora doblando las esquinas
de las tapas. Sin duda la madre pecaba de excesivo optimismo, en
primer lugar porque es muy difícil extraer alguna gracia de
donde la naturaleza no ha puesto ninguna, y además porque todo
vicio encubierto por virtud de la costumbre tarde o temprano termina
por aflorar. No obstante todos sus desvelos, Alfonsina acusaba las
disimetrías de su osamenta toda vez que se descuidaba un
tanto.
Así
fue como tropezó ese día en el portal, con tal mala
suerte que fue a caer sobre la acera en el momento preciso en que un
motociclista se servía de la misma para escapar de un
inoportuno atasco. La máquina rodó sobre el pecho de la
fea, que vio todas sus costillas reducidas a daditos de hueso y
aplastadas las vísceras, y luego ya no vio más. El
motorista tuvo mejor fortuna porque, al volverse hacia atrás
para ver qué había ocurrido, dejó todos sus
dientes en un contenedor de basura. Y junto con sus dientes dejó
también la integridad de las vértebras dorsales, la
única de la que podía presumir. Ahora, postrado para
siempre en una silla de ruedas, perseveraba en el inútil
empeño de que su seguro le indemnizase por los daños
sufridos. Con razón o sin ella, la Compañía
afirmaba que la póliza no cubría los casos de
imprudencia y que era el motorista quien debía, además,
dar cuenta del festín de los gusanos que roían las
deslucidas carnes de Alfonsina.
Estoy
completamente seguro de que la buena mujer hubiera preferido que la
compañía cumpliese sus obligaciones contractuales
porque su instinto de solterona le inclinaba siempre a favor de los
jovencitos y porque su instinto de madre frustrada obraba en el mismo
sentido. Pero si las aseguradoras no paran mientes en los deseos de
los vivos mucho menos atenderán a los de los muertos, aunque
no sea más que por la dificultad que éstos tienen de
hacérselos saber.. Así pues, el motorista, a quien
podremos llamar urbano, se veía obligado a la perseverancia en
instar a que se cumpliera su contrato y, por ende, las leyes; él,
que no solía acatarlas y que nunca había perseverado en
nada.
Urbano
pertenecía a la clase de muchachos a quienes sus padres
compran un ciclomotor como premio, pero que es incapaz de aclarar qué
es lo que han premiado. En su descargo podremos añadir que
tampoco sus padres debían de tener una idea muy precisa al
respecto. Quizá le estuviesen agradecidos por haberse dignado
nacer (quién sabe, igual hasta le estaban pidiendo perdón).
O por haberles permitido disfrutar de su único vástago
durante todos los años que pudieron exhibirlo como una
figurilla de porcelana, niño transformado en imagen a la que
sólo las pecas le faltaban. O porque en el fondo le odiaban
demasiado como para molestarse en llevarle la contraria. Al fin y al
cabo los tiempos han cambiado y es preciso que los niños
tengan a toda costa aquéllas cosas de las que nosotros
carecimos –como si fuera posible no carecer de nada- y que no
molesten. ¿Cómo, pues, negarle aquella moto
fosforescente, verde y amarilla, que dañaba la vista con sólo
acordarse de ella, aquella máquina agresiva incluso en el
escaparate y que luego se mostró capaz de los más
atroces estruendos? Era preciso rescatar a urbano de los traumas que
sin duda le acarrearía el verse privado del prestigio de que
gozaría entre sus amigos cuando le vieran aparecer con la
rutilante moto y se reuniesen en torno a ella para venerarla como si
se tratase de las reliquias de un Padre de la Iglesia.
La
moto debía de ser de muy buena calidad, porque satisfizo todas
las expectativas de su dueño. De repente, su opinión
comenzó a tener algún peso entre sus iguales, y había
ocasiones en que incluso se le daba abiertamente la razón,
cosa que en los días anteriores a la moto nunca había
sucedido. Urbano disfrutaba cada momento que se sabía el
centro de atención. Se agitaba por dentro sacudido por oleadas
de euforia y hormonas, removido por un aluvión de sensaciones
nuevas que no hubiera acertado a expresar de otro modo que no fuera
dando brincos y gritando a pleno pulmón las burradas que más
hicieran al caso. Pero sus ojos se encontraban siempre, en los
momentos en que su gozo alcanzaba el clímax, con los de una
moza que tenía la carita de un ángel y una lengua que
habría obligado a santiguarse al mismísimo Barrabás.
Si ella hablaba, nada que fuese sagrado quedaba limpio. Ocurrió
entonces lo que debía ocurrir. A fuerza de cruzarse la vista y
de retirarla al punto para buscarla después furtivamente,
ambos se enamoraron. Urbano el conquistador, el Casanova urbano que
al crecer había perdido el encanto de los niños
rechonchos, pudo así doblegar la voluntad de la bella que a
los requerimientos de amor del resto de la pandilla solía
responder con una sarta de insultos y blasfemias, arisca beldad de
trato imposible que aunaba la altivez de su genio y la zafiedad de su
lengua con todo el encanto de una niña de quince años
que había permanecido inaccesible merced a la armadura de su
portentoso lenguaje.
Ambos
eran lo suficientemente torpes como para no saber cómo
declararse su amor, aunque de algún modo habían
establecido un compromiso tácito. Por las tardes, cuando se
reunía la pandilla para la adoración de la máquina,
después de unos pitillos y alguna que otra cerveza, urbano
anunciaba su intención de ir a darse una vuelta y buscaba los
ojos de su amada. Esta, si acaso presa de júbilo se sentía
inclinada a manifestar su alegría con algunos juramentos, se
los callaba con recato, ocupaba el lugar que tenía reservado
en la moto y se aferraba a su piloto como si se pasease al borde de
un abismo. Después se alejaban ambos dejando tras de sí
una estela de ruido y humo, y los rostros boquiabiertos y envidiosos
de los que se quedaban y de las que se quedaban con ellos.
Pero
no era el zagal persona que se mantuviese fiel a sus compromisos, y
menos aún si éstos no eran explícitos. Pronto
encontró Urbano con quién medir la eficacia de su moto,
y en consecuencia los paseos con la novia comenzaron a menguar en
beneficio de las carreras y los caballitos a toda velocidad por las
calles del barrio. La niña, que aunque deslenguada, no era
tonta, no tardó en percibir el cambio, calló durante un
tiempo y al cabo le manifestó al infiel mancebo su intención
de romper las relaciones. Urbano, que en sus dieciséis años
de existencia no había tenido nunca una ocurrencia aguda, fue
a tenerla cuando menos falta le hacía y respondió que
le parecía una decisión precipitada y tremendamente
injusta por lo desproporcionada, toda vez que él le había
descuidado sólo un par de meses en tanto que ella pretendía
pagarle con la misma moneda por toda la eternidad.
No
hacía falta nada más para destapar la caja de los
truenos.
-Me cago en
Dios, maricón, hijoputa. Me cago en tu puta madre –fue la
respuesta de la moza, a quien la rabia impidió expresarse de
modo más contundente.
Pasado
el primer momento y olvidados los improperios e injurias de que fue
objeto, urbano se encontró algo más libre pero menos
feliz. Descubrió que echaba de menos el abrazo de la muchacha
cuando le llevaba de paquete en la moto. Ella se aferraba a su novio
con todas sus fuerzas y aplastaba los senos en su espalda. El tacto
de aquel pecho tibio y de los brazos de la moza alrededor de su
cintura era una sensación que le gustaba y que le dolía
haber perdido. En vano buscaba ahora sus ojos cuando se reunía
con la pandilla, porque ella no le miraba y muchos días ni
siquiera acudía con los amigos, ofendida por las risas con que
fue acogida su indignación. El aprendiz de don Juan terminó,
no obstante, por acostumbrarse a su nueva situación y no tardó
en buscar otos ojos con los que encontrarse, otros brazos que lo
ciñeran, otros pechos y otras cosas que también le
agradaron. Había más de una cría en el grupo con
los oídos bien cerrados a los insultos y los ojos bien
abiertos para la moto. La moto era el fetiche, la piedra sagrada que
había que adorar, el talismán o el filtro que le
concedía a Urbano todo su atractivo. Era difícil
imaginar que tuviera otro mérito con que reclamar la atención
del sexo femenino. Lo cierto es que era descuidado de su persona y
poco atractivo, no tan gordo como para considerarlo obeso pero en
modo alguno un esbelto mozo. Llegaba a todas partes con la barriga
bastante antes que con la nariz, a pesar de que caminaba inclinado
hacia delante con andares de pato, cabeceando de un lado a otro como
un ciclista que no puede con la pendiente que ha de subir. Se
afeitaba de vez en cuando, de modo que junto a los pelos desordenados
de su incipiente barba lucía siempre algún corte nuevo
o antiguo, algún que otro grano y una nariz no del todo
desmesurada. Urbano era como todos los chicos de su banda, no poseía
virtudes reseñables ni defectos que no fuesen comunes, pero
era un poco más feo que la mayoría.
A
veces, ciertos objetos pueden cambiar por completo la vida de las
personas que los poseen. Quizá tengan un poder que se
transfiere a los espíritus y los impregnan, una suerte de halo
que se difunde como el color de la ropa cuando se lava con un
detergente agresivo. También es cierto que hay almas-bóveda
que precisan una pieza clave para sustentarse y en cuya ausencia se
derrumban como un castillo de naipes ante un mocoso, superficies que
encierran nada en ocasiones con tanto celo y secreto que parece
mentira, con tal perfección en el disimulo que parece que la
relación se invierte y que el objeto no es nada sin su dueño.
En resumidas cuentas, o poseemos las cosas o nos dejamos poseer por
ellas, y en estas cos categorías cabemos todos. Lo que ocurre
es que las notas que nos permitirían adscribir a los
individuos a una u otra están tan escondidas entre los
entresijos de la personalidad que ni siquiera uno mismo puede
juzgarse en este sentido sin riesgo de error. Yo hubiera jurado que
Urbano pertenecía a la segunda, pero la aparente facilidad con
que cambió de vida y el modo en que se adaptó a su
nueva circunstancia suscita la duda. Es posible que la misma moto en
manos de una monja se convirtiese en un objeto completamente
distinto, y nunca sabremos si esto se debería a alguna virtud
de la monja o de Urbano. El objeto, a fin de cuentas, no es más
que un objeto. Lo que sí sé a ciencia cierta es que,
desde que sus padres se la compraron, sólo se separaba de la
moto para dormir, y a veces soñaba con ella. En cuanto su
quehacer diario, que podemos considerar un lapso entre los periodos
de vida verdadera, se lo permitía, , el muchacho se adhería
a la máquina y se daba con entusiasmo a las carreritas por las
calles. Después, ya tarde, se reunía con sus amigos
como trámite necesario para cargar a su chica y exhibir ante
ella todas sus habilidades de piloto temerario, sorteando ancianitas
en los pasos de peatones y niños en los parques, madres con el
cochecito del bebé por las aceras, parejas que se arrullaban
en los bancos de la calle, viandantes que trataban de pasear
plácidamente por las plazas, los gatos que se atrevían
a asomar el hocico por las calles más desoladas de los
barrios.
Las
cosas estuvieron en ese punto hasta que sobrevino el atropello de
Alfonsina. Pasó el tiempo, no creció ninguno de los
amigos y la pandilla menguó. Prudencia, la antigua novia de
urbano, cambió de domicilio y no volvieron a saber de ella. En
cuanto al resto, no hubo cambio de perspectivas. Unos comenzaron a
trabajar y fueron espaciando sus apariciones, otros optaron por
continuar los estudios y la consecuencia fue la misma. Urbano terminó
por quedarse sólo con Vanesa, la novia a la que paseaba a
diario en la moto, y también a ella la perdió. La moza
corrió al hospital en cuanto tuvo noticia del accidente y
encontró a su novio hecho un amasijo de huesos y carne fofa
envuelto en escayola, convertido en presunto homicida y custodiado
por orden judicial por dos agentes de policía, seguramente
para evitar que los vecinos de Alfonsina –muy indignados con lo
sucedido- lo linchasen. Allí lloró un tiempo
impresionada por la estampa, y prometió volver al día
siguiente. No obstante, volvió al cabo de una semana a rendir
visita al enfermo y después ya no se vieron más.
Semejante
desenlace era de esperar y harto comprensible.¿Cómo una
muchacha joven y bonita iba a atarse a un mueble cuya única
esperanza en la vida era cobrar el medio puñado de millones
que, según él, le adeudaba la Compañía?
Había que preguntarse cuál era el vínculo que
les unía: ninguno, en realidad. ¿Y qué
compromiso podía esperarse de la moza, dadas las
circunstancias? Urbano lo comprendía y se mostró en
ello razonable, seguramente porque no le cabía otra opción.
Si no se está seguro de poder cumplir una promesa es mejor no
reclamarla, ni hacerla, al contrario de lo que acostumbran las
compañías de seguros, que te prometen el oro y el moro
y luego te dan sólo el moro, una vez que han dejado el oro
bien guardado.
Esto
no lo supo Urbano hasta después de haber dejado el hospital.
Sólo un par de días antes había alcanzado la
mayoría de edad, así que pensó que ya podía
representarse a sí mismo y que a él no se atreverían
a darle la respuesta que le dieron a su padre cuando fue a reclamar
la indemnización. El caso había sido comentado en la
prensa local y había merecido algún espacio en otros
medios gracias al revuelo que armaron los vecinos de Alfonsina. En
consecuencia, el director de la oficina local de la aseguradora
conocía bien los detalles del suceso y se creyó en la
obligación de aleccionar a sus subordinados acerca del modo de
tratar el asunto. La denegación del pago era cosa que no
requería mayor atención. Lo importante, según el
director, era el modo en que había que tratar al cliente que
osara presentar reclamaciones.
-El público
–decía- debe presentarse ante nosotros como un místico
ante una teofanía. Nosotros somos la nube de la que llueve su
maná. Nos necesitan, les prestamos un servicio sin el cual
ellos no pueden pasar. Todo lo que son, lo que hacen, nos lo deben a
nosotros. Nosotros les hemos creado. Somos los pilares de la
civilización. Les alimentamos, les vestimos, les
proporcionamos vivienda y ocio, y además les damos trabajo con
el que sufragar sus gastos. Sin nosotros no existirían. Somos
su Dios y ellos lo saben, por eso aceptarán incluso que les
vejemos si es por un buen fin, en beneficio de la empresa. Lo que la
empresa dictamina como bueno, como justo, eso debe ser para ellos el
Bien al que deben supeditar todos sus fines particulares.
De
poco sirvió que uno de quienes le escuchaban alegase la
inoportunidad de tratar a los clientes del mismo modo que a los
empleados, amén del error de identificar los intereses de la
Empresa con el Bien. El jefe respondió que si ha habido
teólogos capaces de identificar el bien con la voluntad de
Dios, por qué no habría de haber empresarios que lo
identificasen con el interés de su empresa. Y tan serio lo
dijo que no hubo modo de contradecirle sin riesgo.
-Sin
nosotros no saben ni mear –concluyó, y con esta frase tan
lacónica resumió toda su arenga, del mismo modo que
Clint Eastwood cuando le pregunta a Willy si está cansado de
vivir.
Pero,
en realidad, o mentía o se equivocaba. La empresa es
caprichosa como un niño, como urbano, como todo el mundo.
Quizá Dios pueda conocer cuáles son sus intereses
absolutos y ordenar después todos sus fines con vistas a su
satisfacción. La Empresa, en cambio, los desconoce; y aunque
los conociera no podría orientar su acción de forma
unívoca hacia su consecución. Muy al contrario, sólo
considera su beneficio inmediato, lo mismo que los párvulos el
caramelo, el pelotazo. Vive tan falta de espíritu como sus
clientes. En el fondo no hay mucha diferencia entre un imbécil
y un banquero: el imbécil confunde el Bien con su bien, el
banquero hace lo mismo.
En
estas circunstancias se presentó Urbano en la oficina
acompañado por su padre, que conducía la silla de
ruedas con no mucha eficiencia. Los empleados hicieron un alarde de
su capacidad para poner en práctica las instrucciones
recibidas en la prédica del jefe y no se dieron por enterados
de su llegada. Por azar o por lo que fuera, Urbano y su padre se
dirigieron hacia uno cualquiera de ellos, quien en otro alarde de
tacto, sin levantar siquiera la vista de unos legajos que tenía
sobre su escritorio, les rogó que se sentaran, les oyó
sin escucharles demasiado y les despidió sin grandes
contemplaciones después de haberles recitado de memoria no sé
qué artículo del contrato. Todo derecho ofendido
provoca indignación, aunque tal derecho solamente se presuma;
por consiguiente, el que se indigna puede indignarse por cualquier
cosa. Urbano quedó dolido y en estado de indignación
crónica, pero se marchó sin atreverse a decir palabra.
Ninguna había entendido de cuanto le dijera el empleado. Sólo
comprendió que su vida había cambiado de súbito.
La impunidad de que gozaba cuando cabalgaba sobre su moto, el
desparpajo con que pisoteaba el derecho ajeno, le confería
cierto poder. Pero ahora el pisoteado era él. Su integridad
moral, que era cosa de cilindrada, se desmoronó ante la
prepotencia y la soberbia de los poderosos. Por primera vez en su
vida se sintió indefenso entre una manada de cuervos ávidos
de dinero, rápidos a la hora de cobrar e insufriblemente
lentos cuando tocaba aflojar la panocha.
La
consecuencia fue no sólo de orden moral, sino también
fisiológico: sus uñas decrecieron al mismo ritmo con
que medraba su desesperanza y su tedio. Las primeras semanas después
de salir del hospital las empleó en olvidar penas y dolores
durmiendo todo el tiempo que su espalda le consintió
permanecer acostado. Al cabo, por casualidad, se miró al
espejo y descubrió que la mitad de su ser era vientre y que la
otra mitad no le servía para nada. Entonces blasfemó y
encendió la tele. ¿Qué otra cosa podía
hacer?
Por
lo demás, y considerando las cosas con la debida sangre fría,
su vida no había cambiado tanto, y en algunos aspectos era aún
mejor. Podía sustituir la moto por un videojuego: ganaba en
seguridad y se ahorraba la gasolina y las multas; no tardó en
darse cuenta de que no echaba de menos la compañía
femenina porque se le había chafado la fuente de las hormonas;
y para colmo se había librado de la disciplina y de toda
responsabilidad porque ni podía ir a la escuela, ni podía
ir a la mili, ni podía ir al trabajo. En suma, tenía
ante sí una larga vida de pachá. Además, por
mediación de un familiar que le recomendó hasta donde
llegaban sus influencias, había conseguido una pequeña
pensioncilla que por aquel entonces colmaba todas sus aspiraciones
económicas.
Ocurre,
no obstante, con las aspiraciones lo mismo que con el vientre: ambos
crecen por un proceso de retroalimentación. Tanto comes, tanto
engordas; tanto engordas, tanto más necesitas comer para
alimentar tu creciente humanidad. En resumidas cuentas, la mísera
pensión llegó a no alcanzarle para costearse los
discos, los videojuegos piratas y esa suerte de caprichos
gastronómicos que sirven a domicilio, más parecidos a
un vómito sobre una torta que a cualquier otra cosa, a los que
dan el nombre de “pizza”. De los videojuegos pasó a los
naipes y, como no había modo de conseguir compañero de
juego, cayó en la costumbre de hacer solitarios.. Sin embargo,
como tampoco era capaz de ganar sin hacerse trampas, pronto se
aburrió de ellos. De esta suerte, repitiendo merienda y
entretenimiento, acuciado por el hastío tanto o más que
por su penuria económica, Urbano dio en la idea, un tanto
estrafalaria aunque eficaz, de reclamar al ayuntamiento una modesta
cantidad, en concepto de daños y perjuicios, por la deficiente
colocación de los contenedores de basura. Su madre, mujer dada
a satisfacer los deseos del inválido, se avino a conducirle al
consistorio una triste mañana de junio en que llovía
porque sí y hacía un frío que habría
hecho jurar en lenguas muertas a los operarios municipales cualquier
día de febrero.
Allá
se personaron ambos, la madre empujando la silla de ruedas, el hijo
protestando a voz en grito con el mayor escándalo de que era
capaz por la profusión de barreras arquitectónicas que
un ciudadano debía superar para hacer uso de sus derechos de
contribuyente.
-Si es que
vosotros, los maderos, -le decía a uno de los dos guardias
jurados que le ayudaron a subir la escalinata que daba acceso a la
casa consistorial- sois unos dejaos. ¿Por qué no dais
cuenta de esto?
El
pobre hombre, incapaz de determinar si los improperios de Urbano se
dirigían o no a él, se encogía de hombros.
-Presente
usted una reclamación –respondió insistiendo en el
“usted”.
-No, si a
eso vengo, jefe…
Después
de algunas idas y venidas le condujeron a una ventanilla donde, más
por dejar de oírle que por otra cosa, admitieron su demanda.
El empleado que le atendió extendió un impreso que
Urbano rellenó con la mejor letra que pudo, pero sin
preocuparse de la gramática. El papel fue a parar al cajón
de los asuntos pendientes u olvidados y allí se abandonó
a la inercia, esa fuerza pasiva cuya única virtud es lograr
que todas las cosas sigan adelante por mucho que sea su lastre. No
encuentro otra explicación a lo sucedido. El papel siguió
su curso probablemente por casualidad, llegó a manos de algún
funcionario municipal con autoridad suficiente que debió de
considerar, sin informarse del asunto, más razonable y menos
dado a salir en los papeles atender la reclamación del
hemipléjico antes que desestimarla. En consecuencia, decidió
subvencionarle la molicie con una discreta suma, algo inferior a la
solicitada, y estampó el licet en el escrito.
Todos
quedaron contentos, y alguno, incluso, muy contento. A la madre de
Urbano no le cabía el corazón en el pecho de puro gozo
cuando le comunicaron la resolución de la demanda, y cuando su
padre supo la noticia le felicitó calurosamente.
-Si es que
tú tenías que haber estudiao pa abogado –le dijo.
Urbano
no estaba acostumbrado a recibir parabienes paternos, lo que explica
el estado de euforia en que cayó por aquella época. De
todos modos, ponerse a estudiar la carrera de derecho, como le
sugería su padre, se le hizo una tarea lo suficientemente
larga y penosa como para no planteársela en serio, y, como
quiso la casualidad que por aquel entonces cayese en sus manos un
panfleto que anunciaba cursos de electrónica por
correspondencia, confiando ciegamente en su talento, decidió
matricularse en uno de ellos. El curso en cuestión no era tal,
sino que se reducía a una serie de instrucciones prácticas
para construir unos cuantos aparatos de uso presuntamente cotidiano.
El monitor, cuyo rostro de científico loco aparecía
fotografiado en el panfleto, proponía en primer lugar un
sintonizador de radio muy fácil de montar y tan eficaz que
permitía captar emisiones de las regiones más remotas
de la Tierra, tanto que no habría modo de entender lo que se
oyese, artefacto –según afirmaba el sujeto- muy apto para
acometer el estudio siempre útil de lenguas exóticas e,
incluso, para rastrear vestigios de civilizaciones extraterrestres.
Ese charlatán de feria con aires de Arquímedes
postmoderno proponía también la construcción de
un termómetro ambiente cuya precisión podía ser
de centésimas de grado, encendedores con mando a distancia,
televisores portátiles con un peso inferior a la arroba, un
robot-despertador alimentado con energía solar que daba las
buenas noches con la voz casi del todo humana de una señorita
cibernética, una máquina tragaperras para uso
doméstico, una hucha que avisaba de la cantidad de dinero
introducida siempre que se hiciese constar el valor de las monedas, y
algunos otros artefactos de curioso funcionamiento y de montaje, a
juzgar por los resultados, bastante más difícil de lo
prometido.
Urbano
llenó su cuarto de cables, resistencias y transistores, de
diodos, de triodos. Hasta de pentodos, si los hubiese, se habría
provisto. De pantallitas de cuarzo, de circuitos impresos y de
multitud de componentes cuyo nombre ni él mismo sabía
pronunciar. Y se lanzó con entusiasmo y nulo éxito a la
fabricación de los chismes. Uno de los aparatos que más
tiempo le mantuvo ocupado fue un cuentakilómetros para
bicicletas. Hay que decir que parte del dinero con que el
ayuntamiento recompensó su inutilidad lo invirtió el
inválido en liberar a sus familiares de la ingrata labor de
acémila y comprar una flamante silla eléctrica para
minusválidos. Ya dueño de su nuevo vehículo,
quiso Urbano dotarlo del famoso velocímetro del profesor
Comosellamase y se puso manos a la obra con denuedo. Tuvo que emplear
una montaña de estaño y desbaratar una docena de
soldadores antes de pergeñar un engendro de más de dos
kilos de peso cuya pantalla de cuarzo líquido fue incapaz de
mostrar un solo dígito. Lejos de perder la paciencia, Urbano
repasó los circuitos, las conexiones, las resistencias, los
esquemas de construcción, las facturas de los materiales, el
impreso de la matrícula y la cara de Einstein despistado del
monitor en la foto del panfleto, y marchó a comprar un aparato
convencional cincuenta veces más barato y ligero al primer
centro comercial de gran superficie que le vino a la memoria.
El
vendedor que le atendió se mostró sumamente solícito,
siempre con una sonrisa en los labios que en ocasiones juzgó
Urbano un tanto socarrona, y le instaló el velocímetro
en la silla dándole a cada momento lujo de detalles y
explicaciones sobre el manejo del aparato. Acto seguido, el nuevo
piloto se lanzó por los rectos pasillos del centro para
estrenar su nueva adquisición y comprobar la velocidad que era
capaz de alcanzar la silla. Frunciendo el ceño y entrecerrando
los ojos para protegerlos del viento observó con perplejidad
que el velocímetro no marcaba más de cinco kilómetros
a la hora. Parecía evidente que ese valor no podía ser
verdadero, así que regresó al establecimiento para
asegurarse de que no había ninguna avería. El vendedor
le atendió de nuevo con amabilidad, aunque con menos sonrisas,
programó por segunda vez el velocímetro y despidió
al cliente. Comoquiera que el artilugio se empeñaba en no
alterar su dictamen a pesar de los desvelos del comerciante y de la
desazón del cliente, Urbano se decidió a programar él
mismo el aparato. Finalmente consiguió que arrojase un valor
tres veces superior al inicial, lo que casi le satisfizo del todo, y
volvió a convertirse en el terror de los corredores, inclinado
hacia delante con los ojos achinados, llorando más por la
emoción que por el vértigo y pidiendo paso a los
atónitos viandantes que le miraban sin creerse demasiado lo
que estaban viendo. No obstante, de habérsele ocurrido también
colocar un retrovisor habría podido admirar el esfuerzo
titánico de la gente que se apelotonaba tras él para
adelantarle a la mínima oportunidad que se les ofreciese,
gente que cruzaba miradas de enojo, de conmiseración o de
burla, y que si no se llevaba el dedo índice a la sien era por
no caer en la ordinariez de expresar de modo explícito lo que
implícitamente declaraban todos aquellos ojos.
Este
espléndido éxito lo achacó Urbano a sus
conocimientos de electrónica, con lo que cobró nuevo
brío su afición. Se armó de nuevo de soldador y
de estaño y se lanzó a la construcción de otros
aparatos. Como ya estaba harto de matar marcianos y como la idea de
fabricarse un despertador no le seducía lo más mínimo,
decidió abordar la difícil tarea de montar un detector
de mentiras, trasto que proponía el monitor como cenit y
colofón del curso, a la vez que como ejercicio de
autoevaluación. Superar esta prueba equivalía a un “cum
laude”, y quien lo lograse podría parangonarse con el más
excelso técnico de la Nasa, o de la Cía, la KGB, las
SS, o quien fuera.
Consistía
el artilugio en una suerte de relojito que, colocado en la muñeca,
contaba los latidos del corazón. Su principio de
funcionamiento era bien sencillo: un incremento del ritmo cardíaco
se consideraba efecto del complejo de emociones liberadas al decir
conscientemente cualquier cosa que no se correspondiese con la
realidad. En tal caso, el cacharro emitía un pitido agudo y
prolongado. La confianza del ilustre profesor en su invento era tal
que llegaba a considerar como definición del concepto de
“mentira” el sonido del aparatejo, con lo que resultaba ser
infalible.
Como
he dicho, Urbano se lanzó a su construcción, y
consiguió que todas las piezas cupiesen en la breve carcasa
que le había sido proporcionada. Una vez concluida la tarea,
como no tenía conejillos en quien probar la eficacia del
detector ni esperanza de lograrlos, se designó a sí
mismo como el pionero que habría de inaugurar la nueva era de
la humanidad; edad en la que, por fin, la mendacidad sería
erradicada. Ponerse el relojito en la muñeca y comenzar éste
a pitar fue todo uno. El sonido que emitía era de veras
insidioso, penetraba en el oído y su persistencia dolía
como un pinchazo en el tímpano. Ni siquiera al quitarse el
aparato cesó aquel estruendo y Urbano, convencido de que no
funcionaba correctamente, lo desbarató de un martillazo. De
este modo puso fin a su aprendizaje y a su actividad.
Cuando
digo que puso fin a su actividad no me refiero sólo a su
efímera afición por las nuevas tecnologías. Lo
que quiero decir es que, convertido ya definitiva e irremediablemente
en sujeto pasivo, comenzó a padecer frecuentes ataques de
histeria. Comenzaron éstos en forma de breves periodos de
melancolía, quizá provocados por el aburrimiento, o
quizá por ese error tan común que consiste en confundir
el arrepentimiento con los remordimientos de conciencia, o por el
insufrible bochorno de las noches de verano. Fuese lo que fuese, lo
cierto es que muchas tardes se encerraba en su cuarto, rápidamente
mudado de taller de electrónica en celda de recluso. Pedía
que le ayudaran a acostarse y después de hacerlo se pasaba las
horas muertas con la vista fija en una esquina del techo, o mucho más
allá, papando moscas o fantasmas con la boca abierta como si
fuese lerdo y con un hilo de salivilla que le brillaba en la comisura
de los labios a la tenue luz que se colaba por los orificios de la
persiana.
La
madre, que como todas las madres no le quitaba a su hijo la vista de
encima, advirtió enseguida el cambio de costumbres del
hemipléjico, y era una sola cosa encerrarse Urbano y poner
ella la oreja en la puerta de su cuarto por si le oía roncar o
quejarse, o pedir lo que fuera.
-¡Jesús,
cómo duerme este chico! –decía.
Pero
Urbano no dormía. Desde su cama oía cómo su
madre, en un torpe empeño por no hacer ruido, arrastraba los
pies sobre la alfombra del pasillo y se adosaba a la puerta. Urbano
oía pero no escuchaba, ajeno a los desvelos de la mujer y
absorto en sus propios pensamientos.
Tampoco
es para exagerar. El inválido no gozaba, por hablar en
términos exactos, de la facultad del pensamiento abstracto. Su
pensamiento, por el contrario, era sumamente concreto. En definitiva,
Urbano no pensaba, sólo imaginaba. Y así fue como se le
apareció la imagen de Alfonsina, supongo. Por supuesto, no la
conocía de nada y la única vez que pudo verle la cara
resultó que estaba demasiado ocupado contando los crujidos de
sus vértebras cuando se estampanó contra el dichoso
contenedor de basura. Lo que Urbano veía era un montón
de carne pocha sobre el que pululaba un enjambre de animáculos
vermiformes y fosforescentes empeñados en reciclar toda la
energía vital de la difunta.
Al
principio la visión era sólo una visión, un
producto de la fantasía sobre las facultades de la percepción,
y como tal debía de ser considerada. Pero después se
transformó en verdadera aparición, en ectoplasma. Los
jirones del karma de la solterona comenzaron a pasearse de una
esquina a otra de la habitación con un ritmo ora pausado, ora
frenético e indescriptible. El fantasma unas veces arrastraba
cadenas, otras gemía o reía –que ese particular nunca
se puede discernir a ciencia cierta en los fantasmas- y otras
amenazaba con llevar al homicida a aquellos lugares de los que las
visiones pugnan por escaparse. Si en vez de beber cerveza hubiera
leído a Dante, el pobre muchacho se habría visto metido
de cabeza en una enorme tinaja puesta al fuego. Urbano, horrorizado,
sufría en silencio, pero algunas veces se golpeaba el pecho
con el puño, como si tuviera el costillar oprimido por un
peso. Por fin, cuando su madre le oyó una tarde chillar de
espanto, llamaron a un médico.
Los
médicos confían en la alquimia. Un brebaje, una poción,
un filtro, una pócima e incluso una ponzoña –si viene
al caso- son los remedios que aplican a todos los males. El que
visitó a Urbano no era distinto de los demás, así
que atiborró de tranquilizantes al enfermo y lo tuvo sumido en
un largo sueño sin sueños durante más de dos
semanas, al cabo de las cuales recobró la consciencia olvidado
de sus pesares pero con un terrible dolor de cabeza. El dolor duró
lo que tardaron las vísceras del pobre inválido en
filtrar los restos de la medicina, lapso que empleó la madre
en orear la habitación. Cuando por fin la buena mujer abrió
la ventana, los rayos de un sol que ya no era mañanero
entraron a raudales pugnando entre sí por ocupar el espacio
que les había sido vedado durante dieciséis días.
Urbano oyó el estrépito de su choque contra las
paredes, la reverberación en cada una de las esquinas, incluso
su reflejo sobre los restos de estaño que habían
escapado de las sigilosas limpiezas que su madre había
practicado a oscuras con poco éxito y algún que otro
golpe contra los muebles, restos que perlaban la alfombra de una
suerte de rocío metálico de brillo levemente apagado
por la pátina de óxido del metal. Urbano cerró
los ojos y pudo ver al trasluz la circulación de la sangre en
los capilares de los párpados. Incluso esa pobre luz le
cegaba, aunque sus pupilas no tardaron en acostumbrarse y, merced a
esa eficacia, su único momento de sensibilidad exacerbada se
diluyó en el tiempo como si nunca hubiera existido.
Urbano
perdió esa sensibilidad propia de los místicos, pero
recobró otra a la vez más grosera y más
perentoria. Sintió hambre, pidió de comer y cuando se
hubo saciado comenzó de nuevo a aburrirse. La madre, feliz por
el restablecimiento de su vástago, porque se acercaba ya la
Navidad y porque el bajo sol otoñal invadía toda la
casa, decidió amenizar la siesta del convaleciente con unos
villancicos. En cualquier otra circunstancia el destinatario de tales
atenciones habría rechazado esas cancioncillas dulzonas e
infantiles y quizá hubiera pedido otra música más
acorde con sus preferencias, pero no se sintió con ánimo
para protestar. Escuchó, por tanto, más resignado que
adormecido el sonido un tanto estridente que emitía la pequeña
radio de transistores de su madre, y no tardó en encontrarle
el ritmo a las coplillas.
Dicen
que el Diablo, cuando se aburre, espanta las moscas con el rabo.
Urbano, a la fuerza mucho menos malo, sólo podía
tararear un villancico que sabe dios por qué se le había
quedado grabado en la memoria. En la radio, un coro de niños
lo cantaba con candoroso entusiasmo, pero él ya había
imaginado un solo de batería que entre los peces del río
aporreaba un melenudo de rostro chupado mientras hacía volar
al viento todo lo que el viento podía hacer volar su grasienta
cabellera. Ya he dicho antes que urbano no podía concebir
ideas, sin embargo, cuando se le fijaba una imagen se diría
que pensaba. A él le bastaba con eso para ponerse en acción.
Por tanto, no encontró descanso hasta que halló el modo
de materializarla.
No
tenía batería ni facultades para tocarla, pero se le
ocurrió que el traqueteo de un tren que circulase a toda
velocidad bien podía suplir sus carencias. Si además
había suerte y la locomotora silbaba, entonces quedaba
completo el cuadro. Con el proyecto en las mientes no tuvo paciencia
para agotar el periodo de convalecencia que le había
aconsejado su médico, se armó de grabadora y se marchó
al punto más cercano a la vía del tren al que pudo
llegar.
Urbano
no vivía lejos de la estación y conocía bien la
zona. Sobre la playa de las vías, en un lugar lo
suficientemente aislado del resto de la ciudad, una vieja pasarela de
hormigón permitía el paso de los peatones sobre los
raíles. Allá se acomodó bajo un tibio sol de
diciembre una mañana en que los empleados del ferrocarril
realizaban las maniobras a salvo ya de la helada. De cuando en
cuando, un vagón lanzado se deslizaba silenciosamente sobre la
vía por debajo de la pasarela y corría a reunirse con
su lote. Otras veces era un corte de varios vagones el que pasaba
traqueteando con suavidad hasta detenerse. Pero no era ése el
sonido que buscaba. En otros tiempos, cuando podía valerse de
sus piernas, el muchacho había visto a las locomotoras
arrastrar enormes trenes de carbón o de chatarra, o de otras
mercancías, y a su paso bajo la pasarela, cuando las ruedas
lastradas por la pesada carga pisaban los cambios de agujas, el mundo
temblaba de miedo ante la potencia que se estaba desplegando. Los
trenes allí ya llevaban velocidad suficiente para obligar a
los incautos a taparse las orejas, víctimas del zumbido de los
motores eléctricos, del chirrido de las ruedas sobre las
agujas, los topetazos de los vagones cada vez que la locomotora
aceleraba, los silbidos y el traqueteo, todo ello entremezclado y
concentrado en los pocos segundos, apenas un minuto, que tardaba el
tren en rebasar el miradero.
Hubo
de esperar al filo del mediodía no a que saliera, sino a que
entrara uno largísimo. Y tuvo suerte, porque a todos esos
estruendos pudo añadir la estridencia de las zapatas en la
frenada. Urbano lo vio llegar desde lejos, preparó la
grabadora y esperó a que comenzaran a vibrarle las tripas para
ponerla en marcha. Después, con su medio minuto de grabación,
regresó a casa. Y una vez en su cuarto se dio a la tarea de
mezclar en su flamante aparato estéreo los villancicos que
escuchaba su madre con lo que había logrado grabar.
El
producto de tantos afanes le plugo en grado sumo. Lo escuchó
varias veces sacudiendo la cabellera como si fuera una centrifugadora
de piojos, acompasando su movimiento frenético con el ritmo
desbocado de la canción tal y como había visto que
hacían los distintos componentes de las hordas de músicos.
Se imaginó a sí mismo, o les imaginó a ellos,
sobre un enorme escenario ante una descomunal multitud que rugía
y repetía el movimiento de los rockeros. Pudo sentir la
extraña sensación de poder ilimitado que se debe de
experimentar cuando toda aquella masa se convulsiona ante cada
llamada de atención, ante cada gesto obsceno, cada aullido del
cantante o cada vez que la batería aporrea el bombo; esa
especie de magia de gestos que embruja de un solo golpe a tanto
incauto. Toda la humanidad pendiente de la más pequeña
pequeñez, remotamente consciente de depender absolutamente del
paria que les maneja desde el tablado y sin cuya presencia se verían
reducidos a la nada. No sorprende que el rockero se endiose; él,
que no es más que un títere en manos de otros, que le
crean incluso físicamente, y que restringe su concurso a
ejercer de soporte material de tanta mentira.
Como
digo, Urbano quedó satisfecho del resultado de su experimento.
O, por mejor decir, habría quedado satisfecho de no haber
caído en la cuenta de que un tema tan duro y tan marchoso como
el que había compuesto en su último trabajo merecía
una letra acorde con su talante, en vez de esa cancioncilla de
borriquitos camino de Belén o de los calzones viejos de san
José. Así pues, fiel a los hábitos de bricoleur
que había adquirido en los últimos tiempos, decidió
suplir él mismo sus carencias y se lanzó con renovado
entusiasmo a la tarea de letrista. O sea, que se hizo poeta y cantor
del sentimiento popular y urbano, voz y eco del sentir de la masa, de
su angustia interior, de la esencia misma de su mismidad esencial.
Quiso, además, solidarizarse con todo lo que se mueve y
respira, lo que en teoría y práctica equivale a no
solidarizarse con nada, y pretendió hacerlo colocando el
adjetivo preciso y revelador en el lugar exacto, palabra abierta al
sentido que iluminase de un golpe al oyente como lo que, en el clímax
de la excitación poética, se le revela al genio. Y por
cierto que debió de quedar anonadado por la revelación,
porque nunca supe que llegara a concluir este trabajo, como ningún
otro, y tengo por seguro que andará aún devanándose
la sesera tratando de componer algo que parezca digno, o al menos que
concuerde bien sintácticamente, y que pueda adaptarse a su
canción.
Hace
tiempo que no sé de Urbano, y nada puedo decir acerca de qué
anda haciendo ahora, si es que hace algo. Pero me le imagino sumido
en un universo de barones rojos entusiasmados por el estallido de
unas piezas de artillería cuyas detonaciones hacen rodar
magras piedras que ponen en un serio peligro a unos escarabajos que
de todas formas se ahogarían en un líquido rosa que
mana a borbotones de los cráteres que dejan al explosionar
las bombas volantes de von Braun.
Bromas
aparte, si alguno de ustedes sabe algo de él, le ruego me lo
comunique a la mayor brevedad posible. Hace ya un par de años
que le perdí de vista, pero últimamente me acuerdo de
él y me pica la curiosidad saber de sus andanzas. Yo bien
quisiera averiguar también algo sobre Alfonsina, personaje
oscuro donde los haya, de quien sólo una amiga superficial
supo decirme muy poca cosa. Abrigo una remota esperanza de que urbano
pueda revelarme algún detalle que me ayude a atar ciertos
cabos, aunque de sobra sé que su relación con ella se
redujo a procurarle alivio a sus desventuras. Ni siquiera tuvo con
ella la delicadeza, y habría sido la única vez que
alguien la tuviera con ella, de llevarle un ramito de flores que
adornase un poco la triste lápida que le pusieron. Pero eso a
la pobre mujer no le importó en absoluto.
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