viernes, 7 de junio de 2013

Vida

Han transcurrido apenas unos segundos desde que me senté en la silla, cogí un folio y comencé a emborronarlo con estas líneas. Sólo unos segundos, pero es claro que la distancia que me separa de ese momento se me hace ya infinita. No me cabe ninguna duda de que tengo más a mano la llegada del próximo siglo que la repetición de ese instante que ya se me ha escapado y que no podré recuperar jamás.
Lo único que queda de él es mi recuerdo o, menos aún, aquello en que yo creo que ha consistido el evento. Tan sólo una secuencia de imágenes que he debido recrear, pues ni siquiera las he visto: una silla a la que se aproxima un culo. Puedo completar mi versión del suceso añadiendo otras imágenes que sí he debido de ver, pero a las que no he prestado atención, de modo que también he de recrearlas. Así pues, imagino un papel en blanco y unos dedos -los míos- que sujetan un bolígrafo con el que trazan extraños garabatos. No voy a hacer cuestión de lo que llamamos "realidad", así que diré sin más que de ese suceso ya acontecido, "real", no queda registro alguno en los anales de Dios, se ha evaporado para siempre en las nieblas del tiempo de modo que de él no perdura más que lo que yo guardo en la memoria, y sé perfectamente que se trata sólo de una reconstrucción. Ha pasado el tiempo, y eso que en aquel instante era una realidad, es ahora sólo una sombra.
Llamamos "tiempo" al proceso de conversión de todas las cosas en meros fantasmas, y llamamos "vida" a la consciencia de dicho proceso. Me refiero, claro está, no a la vida en el sentido de la biología, sino a la vida humana singular, a la vida de cada cual. Vivir es, por lo tanto, ver pasar el tiempo (los seres eternos no viven) y contemplar cómo se desvanece cuanto nos rodea, cómo se pierde irremisiblemente en la nebulosa del pasado, cómo todas las cosas vienen a ser polvo, ceniza, nada.
Quizá hayamos caído en la nota característica de la vida: su fugacidad, el carácter eventual y fugitivo de cada vivencia, la terquedad con que definitivamente se nos escapa de las manos. Parece que vida y nostalgia son inseparables. Se me objetará que los jóvenes no sienten nostalgia, que es posible estar vivo sin añorar el pasado, que la conciencia de pérdida es ya un síntoma de vitalidad decreciente, de decadencia senil. Sin embargo, no hay nadie más vivo que un viejo. El hombre maduro conoce sus límites, se sabe perecedero, vulnerable, frágil y a merced del azar. El joven aún no ha pensado sus límites -no ha tenido tiempo- y vive en la eternidad que es propia de los dioses, como si su tiempo no fuera a terminar nunca. Por eso se puede permitir el lujo de ser indolente o temerario, altruista y desinteresado en unas ocasiones y tremendamente egoísta en otras. Un joven es una individualidad en construcción y, en consecuencia, aún no lo es. Podrá estar vivo en el sentido biológico del término, pero no lo estará en el sentido ético hasta que sea capaz de representarse la frontera entre ser él mismo y no serlo. Es decir, hasta que envejezca. El poeta Jorge Manrique nos dejó dicho aquello de que "cualquiera tiempo pasado fue mejor", a sabiendas de que ni el presente ni el futuro existen, pero el joven es sólo futuro, en términos absolutos no existe todavía.
Cuando hablo de límites, es claro que no me refiero a la superficie externa de la piel, a nuestro perímetro somático. Aunque podría haber comenzado por ahí, pues la psicología nos advierte de la identificación del recién nacido con la madre (y seguramente también, pienso yo, a la inversa: la identificación de la madre con el recién nacido). Así se explica el modo en que el bebé reclama sus fueros, como si fuera un órgano más de la anatomía femenina, con la ciega terquedad con que el estómago reclama alimento o el intestino su alivio. Y así se explica también la premura con que la madre acude a los requerimientos de su hijo. Tampoco hablo de las limitaciones que nos impone nuestro ser físico, a pesar de que con esto nos acercamos más a nuestro tema. Yo no puedo sustraerme a la gravedad, ni puedo desplazarme por encima de un determinado límite de velocidad, ni puedo calcular de memoria la decimoséptima cifra decimal del número pi, ni podré saber jamás el contenido de la última mirada que Julio César le dedicó a Bruto. Todas éstas limitaciones no son más que el contenido material que cada cual agrega a la conciencia misma de límite. Pero no podemos hacer cuestión del concepto de límite sin recurrir al único contenido universal que le cabe recibir: el límite temporal.
Tiempo y vida son conceptos paralelos, sólo de ese modo se explica que podamos concebir la idea de límite. En efecto, yo no puedo tener conciencia de mi inicio como ser consciente. Para mí se pierde en una nebulosa de recuerdos tanto más escasos y confusos cuanto más remotos. Nadie es testigo de su venida al ser, por mucho que nos queramos convencer de que estábamos presentes cuando ocurrió el hecho. Y, de manera análoga y por razones evidentes, nadie podrá dar cuenta de su ingreso en el no-ser. No es posible no ser y ser (testigo) al mismo tiempo. Sólo porque vemos cómo pasa el tiempo, cómo todo se arruina y se pierde, cómo nacen nuevos seres y perecen otros, cómo en el mundo todo caduca y se renueva, se nos va haciendo presente la necesidad de la muerte. Su certeza no es un conocimiento empíricamente adquirido, porque la experiencia y la seguridad son incompatibles. Repito que la idea se nos va haciendo presente, poco a poco vamos cayendo en la cuenta.
Descartes encontró la verdad fundante de todo el edificio del conocimiento humano en el"cogito ergo sum". Kant lo situó en la idea de la limitación humana. Somos seres limitados y no protagonizamos toda la realidad, de la que sólo tenemos noticia por intuición sensible, cuya forma "a priori" es el tiempo. Lo que no es yo se nos aparece como algo dado que nos impone su ley. Ambos pensamientos (el límite y la dependencia) no se suceden según un orden consecutivo -no es cierto que sea uno consecuencia del otro- sino que se identifican. Lo que es ajeno a nosotros se nos opone, nos ataca, se convierte en nuestro enemigo. De este modo, la conciencia del límite es lo mismo que la certeza del mal, de donde se sigue que el mal es el fundamento del yo, de la conciencia y de la ciencia. En "La Inmortalidad", Milan Kundera hace del dolor, del sufrimiento, de la presión que sobre nosotros ejerce el mundo, la base de la individualidad. Si el vecino me golpea, es a mí y sólo a mí a quien acude el dolor. El dolor me individualiza, me hace yo, me separa y me enfrenta a la realidad.
Como la certeza de la muerte no es un concepto aprendido, sino más bien descubierto y previo al conocimiento, nosotros se lo imponemos a todo cuanto somos capaces de idear. Y, en un prodigioso ejercicio de venganza contra el destino -o de rebeldía contra Dios- lo hemos aplicado también a ese nebuloso noúmeno que nos ahoga, al que hemos racionalizado como "Universo" a fin de convertirlo en objeto de estudio para la ciencia. Ya hemos situado en el tiempo el origen de todo y la Física lo describe cada vez con mayor detalle. Y desde hace dos siglos fantasea con su final.
Desde que la termodinámica descubrió la flecha del tiempo con su Tercera Ley, la idea de la muerte del Universo planea sobre la ciencia. Primero fue en la forma de una muerte térmica, un estado en el que ya no sería posible encontrar un ápice de energía que sustentase alguna vida o algún cambio. Entonces, la totalidad de cuanto existe dormiría un eterno sueño, inmutable, yermo, quieto como un cementerio en un otoño ya sin hojas. Pero como el estado opuesto es uno de los estados posibles, en un tiempo infinito habría de producirse no una, sino mil veces. Con lo que todo volvería a su comienzo. En el comienzo vio Dios que todo era bueno, y la estadística le devuelve la razón que la Física le había negado.
Después, tras el descubrimiento de la expansión del universo, muchos pensaron que el final vendría por la disolución de todas las cosas en un espacio -ya euclídeo- infinitamente extenso. En esta situación, la probabilidad de encontrar cualquier cosa en un punto determinado se hace cero, y por tanto nada existe, sin necesidad de que haya dejado de existir. Pero tampoco está claro que el universo vaya a seguir expandiéndose por toda la eternidad (aunque, por lo que tengo entendido, se trata del modelo más plausible).
Si, a pesar de todo, el universo no perece de alguno de estos dos modos, en un plazo increíblemente largo (un cantidad de años del orden de la centésima potencia de diez) los protones de que se compone el núcleo de los átomos se desintegrarán, ya que -por lo visto- no existe ninguna partícula que sea eternamente estable. Entonces ya no tendrá sentido pensar en la existencia de cosa alguna, pues todo se desvanecerá como un rayo de luz en el espacio, como "lágrimas en la lluvia".
Cualquiera de los tres finales depende de teorías que, en último extremo, son inverificables; así pues, no pasan de meras fantasías. Por eso podemos combinarlas e imaginar un universo térmicamente muerto que se ha expandido hasta el punto de que su densidad total se anule, las galaxias se conviertan en islas de materia en medio de un infinito océano de nada y, finalmente, se evaporen por el colapso de los núcleones de átomos que durante trillones de siglos han sido incapaces de crear nada.
¿Y mis huesos? ¿Qué será entonces de mis pobres huesos?


4 comentarios:

  1. Yo no creo que el sentimiento de pérdida sea un síntoma de vitalidad decreciente, como dices. Se puede ser consciente de la vida como de la muerte, de que el tiempo pasa y de que no somos nada, también en la juventud. El sentimiento de pérdida es constante, lo es para una madre desde el momento en que trae una nueva vida al mundo: a partir de ahí, el mundo se ve de otro modo. Por otro lado,la muerte es olvido, es decadencia, es dolor, es silencio frío, es quedarse solo y recordar lo que vivimos y que nos marcó para siempre. Es importante, creo, ser conscientes de que lo que tenemos quizás no sea para siempre, y por eso debemos apreciarlo, amarlo, retenerlo en su totalidad, aspirar el perfume entero de la vida, para recordarlo y añorarlo luego.

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  2. Tampoco yo lo creo. Estar vivo implica -y sigo refiriéndome a la vida humana- hacerse cargo del propio ser y, por lo tanto, de sus límites. Vida y consciencia son realidades inseparables. Por eso no creo que un dios ilimitado esté realmente vivo, ni sus inmortales ángeles. Ni me agradan tampoco esos sucedáneos de vida eterna que han inventado algunos. La vida consiste en recuerdos, y vivir en producirlos.

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  3. ... también consiste en ilusiones y esperanzas y vivir para acercarse a ellas ...
    Cuando pedaleas en el ascenso al puerto no piensas en el recuerdo de haber llegado sino en la satisfacción próxima de pasar la línea con más fuerzas que la vez anterior. O quizá sabiendo que el tiempo y la vida no pasan en balde piensas solo en llegar, como sea, y te dejas las tripas y la vida. Y al final te queda el orgullo de llegar, o sea, el recuerdo, así que queriendo enmendarte te tengo que dar la razón. Caí en la trampa del argumento circular.

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    1. Otro modo de plantearlo sería distinguir entre "vida" y "vivir". Vivir es trazar proyectos y ejecutarlos, la vida consiste en haberlos llevado a cabo. El joven, efectivamente, proyecta, pero aún no ha ejecutado sus planes. El viejo o los ha realizado o no, y en este caso su vida no ha sido llevada a la perfección. En realidad, para todos la vida depara alguna frustración, que no es otra cosa que la evaporación de un sueño. También esto señala lo irrecuperable del tiempo, pues del mismo modo que "hay cosas que un hombre solo puede hacer una vez en la vida, y luego el corazón ha de descansar", hay otras que si no se realizan en el momento adecuado ya no pueden hacerse.

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