Han
transcurrido apenas unos segundos desde que me senté en la
silla, cogí un folio y comencé a emborronarlo con estas
líneas. Sólo unos segundos, pero es claro que la
distancia que me separa de ese momento se me hace ya infinita. No me
cabe ninguna duda de que tengo más a mano la llegada del
próximo siglo que la repetición de ese instante que ya
se me ha escapado y que no podré recuperar jamás.
Lo
único que queda de él es mi recuerdo o, menos aún,
aquello en que yo creo que ha consistido el evento. Tan sólo
una secuencia de imágenes que he debido recrear, pues ni
siquiera las he visto: una silla a la que se aproxima un culo. Puedo
completar mi versión del suceso añadiendo otras
imágenes que sí he debido de ver, pero a las que no he
prestado atención, de modo que también he de
recrearlas. Así pues, imagino un papel en blanco y unos dedos
-los míos- que sujetan un bolígrafo con el que trazan
extraños garabatos. No voy a hacer cuestión de lo que
llamamos "realidad", así que diré sin más
que de ese suceso ya acontecido, "real", no queda registro
alguno en los anales de Dios, se ha evaporado para siempre en las
nieblas del tiempo de modo que de él no perdura más que
lo que yo guardo en la memoria, y sé perfectamente que se
trata sólo de una reconstrucción. Ha pasado el tiempo,
y eso que en aquel instante era una realidad, es ahora sólo
una sombra.
Llamamos
"tiempo" al proceso de conversión de todas las cosas
en meros fantasmas, y llamamos "vida" a la consciencia de
dicho proceso. Me refiero, claro está, no a la vida en el
sentido de la biología, sino a la vida humana singular, a la
vida de cada cual. Vivir es, por lo tanto, ver pasar el tiempo (los
seres eternos no viven) y contemplar cómo se desvanece cuanto
nos rodea, cómo se pierde irremisiblemente en la nebulosa del
pasado, cómo todas las cosas vienen a ser polvo, ceniza, nada.
Quizá
hayamos caído en la nota característica de la vida: su
fugacidad, el carácter eventual y fugitivo de cada vivencia,
la terquedad con que definitivamente se nos escapa de las manos.
Parece que vida y nostalgia son inseparables. Se me objetará
que los jóvenes no sienten nostalgia, que es posible estar
vivo sin añorar el pasado, que la conciencia de pérdida
es ya un síntoma de vitalidad decreciente, de decadencia
senil. Sin embargo, no hay nadie más vivo que un viejo. El
hombre maduro conoce sus límites, se sabe perecedero,
vulnerable, frágil y a merced del azar. El joven aún no
ha pensado sus límites -no ha tenido tiempo- y vive en la
eternidad que es propia de los dioses, como si su tiempo no fuera a
terminar nunca. Por eso se puede permitir el lujo de ser indolente o
temerario, altruista y desinteresado en unas ocasiones y
tremendamente egoísta en otras. Un joven es una individualidad
en construcción y, en consecuencia, aún no lo es. Podrá
estar vivo en el sentido biológico del término, pero no
lo estará en el sentido ético hasta que sea capaz de
representarse la frontera entre ser él mismo y no serlo. Es
decir, hasta que envejezca. El poeta Jorge Manrique nos dejó
dicho aquello de que "cualquiera tiempo pasado fue mejor",
a sabiendas de que ni el presente ni el futuro existen, pero el joven
es sólo futuro, en términos absolutos no existe
todavía.
Cuando
hablo de límites, es claro que no me refiero a la superficie
externa de la piel, a nuestro perímetro somático.
Aunque podría haber comenzado por ahí, pues la
psicología nos advierte de la identificación del recién
nacido con la madre (y seguramente también, pienso yo, a la
inversa: la identificación de la madre con el recién
nacido). Así se explica el modo en que el bebé reclama
sus fueros, como si fuera un órgano más de la anatomía
femenina, con la ciega terquedad con que el estómago reclama
alimento o el intestino su alivio. Y así se explica también
la premura con que la madre acude a los requerimientos de su hijo.
Tampoco hablo de las limitaciones que nos impone nuestro ser físico,
a pesar de que con esto nos acercamos más a nuestro tema. Yo
no puedo sustraerme a la gravedad, ni puedo desplazarme por encima de
un determinado límite de velocidad, ni puedo calcular de
memoria la decimoséptima cifra decimal del número pi,
ni podré saber jamás el contenido de la última
mirada que Julio César le dedicó a Bruto. Todas éstas
limitaciones no son más que el contenido material que cada
cual agrega a la conciencia misma de límite. Pero no podemos
hacer cuestión del concepto de límite sin recurrir al
único contenido universal que le cabe recibir: el límite
temporal.
Tiempo
y vida son conceptos paralelos, sólo de ese modo se explica
que podamos concebir la idea de límite. En efecto, yo no puedo
tener conciencia de mi inicio como ser consciente. Para mí se
pierde en una nebulosa de recuerdos tanto más escasos y
confusos cuanto más remotos. Nadie es testigo de su venida al
ser, por mucho que nos queramos convencer de que estábamos
presentes cuando ocurrió el hecho. Y, de manera análoga
y por razones evidentes, nadie podrá dar cuenta de su ingreso
en el no-ser. No es posible no ser y ser (testigo) al mismo tiempo.
Sólo porque vemos cómo pasa el tiempo, cómo todo
se arruina y se pierde, cómo nacen nuevos seres y perecen
otros, cómo en el mundo todo caduca y se renueva, se nos va
haciendo presente la necesidad de la muerte. Su certeza no es un
conocimiento empíricamente adquirido, porque la experiencia y
la seguridad son incompatibles. Repito que la idea se nos va haciendo
presente, poco a poco vamos cayendo en la cuenta.
Descartes
encontró la verdad fundante de todo el edificio del
conocimiento humano en el"cogito ergo sum". Kant lo situó
en la idea de la limitación humana. Somos seres limitados y no
protagonizamos toda la realidad, de la que sólo tenemos
noticia por intuición sensible, cuya forma "a priori"
es el tiempo. Lo que no es yo se nos aparece como algo dado que nos
impone su ley. Ambos pensamientos (el límite y la dependencia)
no se suceden según un orden consecutivo -no es cierto que sea
uno consecuencia del otro- sino que se identifican. Lo que es ajeno a
nosotros se nos opone, nos ataca, se convierte en nuestro enemigo. De
este modo, la conciencia del límite es lo mismo que la certeza
del mal, de donde se sigue que el mal es el fundamento del yo, de la
conciencia y de la ciencia. En "La Inmortalidad", Milan
Kundera hace del dolor, del sufrimiento, de la presión que
sobre nosotros ejerce el mundo, la base de la individualidad. Si el
vecino me golpea, es a mí y sólo a mí a quien
acude el dolor. El dolor me individualiza, me hace yo, me separa y me
enfrenta a la realidad.
Como
la certeza de la muerte no es un concepto aprendido, sino más
bien descubierto y previo al conocimiento, nosotros se lo imponemos a
todo cuanto somos capaces de idear. Y, en un prodigioso ejercicio de
venganza contra el destino -o de rebeldía contra Dios- lo
hemos aplicado también a ese nebuloso noúmeno que nos
ahoga, al que hemos racionalizado como "Universo" a fin de
convertirlo en objeto de estudio para la ciencia. Ya hemos situado en
el tiempo el origen de todo y la Física lo describe cada vez
con mayor detalle. Y desde hace dos siglos fantasea con su final.
Desde
que la termodinámica descubrió la flecha del tiempo con
su Tercera Ley, la idea de la muerte del Universo planea sobre la
ciencia. Primero fue en la forma de una muerte térmica, un
estado en el que ya no sería posible encontrar un ápice
de energía que sustentase alguna vida o algún cambio.
Entonces, la totalidad de cuanto existe dormiría un eterno
sueño, inmutable, yermo, quieto como un cementerio en un otoño
ya sin hojas. Pero como el estado opuesto es uno de los estados
posibles, en un tiempo infinito habría de producirse no una,
sino mil veces. Con lo que todo volvería a su comienzo. En el
comienzo vio Dios que todo era bueno, y la estadística le
devuelve la razón que la Física le había negado.
Después,
tras el descubrimiento de la expansión del universo, muchos
pensaron que el final vendría por la disolución de
todas las cosas en un espacio -ya euclídeo- infinitamente
extenso. En esta situación, la probabilidad de encontrar
cualquier cosa en un punto determinado se hace cero, y por tanto nada
existe, sin necesidad de que haya dejado de existir. Pero tampoco
está claro que el universo vaya a seguir expandiéndose
por toda la eternidad (aunque, por lo que tengo entendido, se trata
del modelo más plausible).
Si,
a pesar de todo, el universo no perece de alguno de estos dos modos,
en un plazo increíblemente largo (un cantidad de años
del orden de la centésima potencia de diez) los protones de
que se compone el núcleo de los átomos se
desintegrarán, ya que -por lo visto- no existe ninguna
partícula que sea eternamente estable. Entonces ya no tendrá
sentido pensar en la existencia de cosa alguna, pues todo se
desvanecerá como un rayo de luz en el espacio, como "lágrimas
en la lluvia".
Cualquiera
de los tres finales depende de teorías que, en último
extremo, son inverificables; así pues, no pasan de meras
fantasías. Por eso podemos combinarlas e imaginar un universo
térmicamente muerto que se ha expandido hasta el punto de que
su densidad total se anule, las galaxias se conviertan en islas de
materia en medio de un infinito océano de nada y, finalmente,
se evaporen por el colapso de los núcleones de átomos
que durante trillones de siglos han sido incapaces de crear nada.
¿Y
mis huesos? ¿Qué será entonces de mis pobres
huesos?
Yo no creo que el sentimiento de pérdida sea un síntoma de vitalidad decreciente, como dices. Se puede ser consciente de la vida como de la muerte, de que el tiempo pasa y de que no somos nada, también en la juventud. El sentimiento de pérdida es constante, lo es para una madre desde el momento en que trae una nueva vida al mundo: a partir de ahí, el mundo se ve de otro modo. Por otro lado,la muerte es olvido, es decadencia, es dolor, es silencio frío, es quedarse solo y recordar lo que vivimos y que nos marcó para siempre. Es importante, creo, ser conscientes de que lo que tenemos quizás no sea para siempre, y por eso debemos apreciarlo, amarlo, retenerlo en su totalidad, aspirar el perfume entero de la vida, para recordarlo y añorarlo luego.
ResponderEliminarTampoco yo lo creo. Estar vivo implica -y sigo refiriéndome a la vida humana- hacerse cargo del propio ser y, por lo tanto, de sus límites. Vida y consciencia son realidades inseparables. Por eso no creo que un dios ilimitado esté realmente vivo, ni sus inmortales ángeles. Ni me agradan tampoco esos sucedáneos de vida eterna que han inventado algunos. La vida consiste en recuerdos, y vivir en producirlos.
ResponderEliminar... también consiste en ilusiones y esperanzas y vivir para acercarse a ellas ...
ResponderEliminarCuando pedaleas en el ascenso al puerto no piensas en el recuerdo de haber llegado sino en la satisfacción próxima de pasar la línea con más fuerzas que la vez anterior. O quizá sabiendo que el tiempo y la vida no pasan en balde piensas solo en llegar, como sea, y te dejas las tripas y la vida. Y al final te queda el orgullo de llegar, o sea, el recuerdo, así que queriendo enmendarte te tengo que dar la razón. Caí en la trampa del argumento circular.
Otro modo de plantearlo sería distinguir entre "vida" y "vivir". Vivir es trazar proyectos y ejecutarlos, la vida consiste en haberlos llevado a cabo. El joven, efectivamente, proyecta, pero aún no ha ejecutado sus planes. El viejo o los ha realizado o no, y en este caso su vida no ha sido llevada a la perfección. En realidad, para todos la vida depara alguna frustración, que no es otra cosa que la evaporación de un sueño. También esto señala lo irrecuperable del tiempo, pues del mismo modo que "hay cosas que un hombre solo puede hacer una vez en la vida, y luego el corazón ha de descansar", hay otras que si no se realizan en el momento adecuado ya no pueden hacerse.
Eliminar