lunes, 17 de marzo de 2014

El desarrollo evolutivo de la odontofanía vocacional


Se trata del título de una tesis. O, por mejor decir, de lo que habría sido una tesis doctoral en el difícil caso de haber sido aprobada por el tribunal competente. Cosa de la que estuvo muy alejada no tanto por la cualificación profesional del doctorando, que me consta era la máxima, ni siquiera por la extraordinaria excentricidad de su tema y argumento, sino simple y llanamente porque fue objeto de persecución; hecho éste no por sorprendente y extemporáneo menos comprensible. Al menos se puede explicar, y yo trataré de hacerlo. De su autor, Raimundo, ya he hablado en alguna ocasión, cuando me atreví a narrar las curiosas circunstancias que rodearon su muerte, si es que se puede llamar de ese modo a su desaparición. En cualquier caso, estoy persuadido de que se puede.

Hay muchos aspectos de la vida personal de Raimundo que todos nosotros desconocíamos y cuyo descubrimiento ha supuesto una verdadera sorpresa para mí, cuando no una auténtica conmoción. Aunque pueda parecer una redundancia ominosa, empleo conscientemente el término “vida personal” (¡coño, toda vida humana lo es!) en lugar de “vida íntima”, por ejemplo, porque ciertos detalles que yo he llegado a saber, que ordinariamente son los primeros que se nos revelan de cualquier persona y que de ningún modo pueden ser calificados de íntimos, habían sido celosamente ocultos por mi amigo. Y tan ocultos que yo, que fui su más cercano colaborador y heredero de todos sus cuantiosos bienes, he tardado años en averiguar, y lo hice por casualidad, sin buscarlos. Más bien vinieron a mí. En mi calidad de heredero supongo que mi obligación sería respetar la decisión de Raimundo y dejar en el olvido lo que con tanto afán quiso que se olvidara; pero, en parte porque ya no tiene importancia que se divulgue, y en parte porque albergo la certeza de que nadie pondrá los ojos sobre mis escritos (o, por ser más exactos, porque ya he perdido la esperanza de que alguien lo haga), me decido a consignarlos en estos cuatro papeles que, supongo, después dejaré arrinconados.

Me refiero, entre otras cosas y por poner un ejemplo elocuente, a su nacionalidad. Durante años traté a Raimundo con relativa familiaridad, y en sus últimos meses permanecimos realmente cerca uno del otro. Sin embargo nunca sospeché que no fuera español. En una ocasión me reveló que era de Mérida, y aunque es cierto que los extremeños no poseen el gracejo de un sevillano, la verdad es que siempre me pareció un extremeño atípico. Pero, por sorprendente que parezca, es indubitablemente cierto que no era español. Lo he sabido hace sólo unos meses y, repito, por casualidad, después de haber estado revisando durante años sus papeles. ¡Quién lo hubiera dicho de ese sujeto de dicción perfecta que lo pronunciaba todo salvo las haches! El más sobrio de los palentinos no hablaría con corrección tan extremada, tan llevada a su última consecuencia, tan fuera de sí. Ahora me lo imagino ensayando el acento, la entonación, despojando su habla de la última sombra de musicalidad. Cotejando fechas deduzco que lo debí de conocer al poco de llegar a España, y ya entonces me llamó la atención esa corrección afectada y concienzuda que recordaba el habla de un locutor de nodo, de ministro del Régimen que ha de llegar casi al histriónico gemido para fingir alguna emoción cuando anuncia a los españoles la muerte de Franco.

Creo que no se me podrá acusar de divagar demasiado si me entretengo un tiempo en aclarar cómo pude averiguar ese escondido detalle de la personalidad de mi amigo. Para hacerlo habré de superar cierto pudor que ustedes comprenderán enseguida. Yo podría cortocircuitar el relato, ahorrarme la molestia y concluir en dos palabras, pero temo no ser creído por nadie, aparte de que quedaría oscurecido un episodio que considero importante. No es que sea la causa de mis tribulaciones posteriores, pero las explica. La culpa de todo la tiene mi fobia a las escopetas. No me gustan, soy muy torpe con un trasto de esos en las manos. Y, sin embargo, me gusta la caza. Pero, claro, no la caza con arma de fuego (es demasiado facilón eso de apostarse el algún lugar, esperar que pase un bicho a distancia prudente y endilgarle un par de tiros; con una mira telescópica y un pulso medianamente superior al mío es cosa hecha). No, a mí me gusta cazar con la mano desnuda, a pelo, con paciencia o con ingenio, pero sin eludir la dificultad.

Adquirí la afición un día que, no sé cómo, se me coló un ratón en el piso. Como lo oyen. Yo ni siquiera sabía qué aspecto tienen las deyecciones de los roedores, así que ignoraba qué serían esas pequeñas cagarrutas que de pronto encontré en mi biblioteca. Parecía que se reproducían, porque por mucho que las limpiara siempre aparecían más. Lo primero que se me ocurrió fue que se trataría del algún tipo de insecto, o huevos de cucaracha (cuyo aspecto también desconozco, por cierto), o cualquier otra cosa por el estilo. En mi ignorancia, creí que un poco de insecticida resolvería el problema, pero no lo resolvió. Caí en la cuenta de quién podría ser el origen de tan repugnante rastro cuando descubrí que algún animalejo había roído el canto de uno de los volúmenes de mi vieja enciclopedia. La “R”, precisamente. No es que le tenga mucho apego (la verdad es que la desproporción entre el lugar que ocupa en las estanterías y el que ocupa en mi corazón es más que notable), pero como temía por la integridad del resto de mi exigua colección me pareció prudente exterminar la plaga.

Desde que supe que había un polizón en mi casa comencé a explicarme la procedencia de ciertos ruiditos que desde hacía algún tiempo habían comenzado a perturbar mi sueño. Los oía de noche, ya acostado y con las luces apagadas. Con ratonil astucia, el bichejo esperaba que todo se adormeciese para iniciar sus correrías. Pronto descubrí que, además de libros, roía muebles, el parquet, los papeles de mi escritorio... No sé de qué se alimentaría (prefiero no saberlo), porque nunca juzgué adecuado sospechar que se colara en el frigorífico. En cualquier caso, como me estaba fastidiando y no me dejaba dormir, en cuanto lo oía encendía la luz y me dedicaba a tratar de descubrir su escondrijo. No es que llegara nunca a verlo, hasta que conseguí cazarlo, pero en una ocasión creí percibir una fugaz sombra que se escondía tras el armario. Probé a matarlo con veneno, pero mi falta de paciencia o una evidente ineficacia del producto me impidieron alcanzar el éxito. La consecuencia colateral fue una creciente desconfianza hacia cualquier remedio al uso.

No voy a decir que el problema de eliminarlo se convirtiese en una obsesión, no hay por qué exagerar, pero es cierto que empleé bastante de mi tiempo libre en idear un modo de capturar el ratón. Al fin decidí que lo más justo era atraparlo con el mismo tomo de la enciclopedia que me había estropeado. En una bolsa de plástico coloqué un mendrugo de pan y un poco de queso, del más oloroso que encontré en el mercado. Puse la bolsa en el suelo de mi dormitorio sobre el dichoso tomo y ajusté el borde a dos de sus esquinas. Cogí otro tomo, lo coloqué sobre la bolsa y lo alcé por el extremo de modo que la bolsa quedase abierta entre ambos libros. Para que no se cerrase, calcé el tomo superior con un palito al que había atado un hilo. Para entonces ya no quedaba en la ciudad alma despierta salvo la mía y la del roedor. Necesitaba luz para ver la entrada de la bolsa sin asustar al animal, de modo que encendí un radiador eléctrico de manera que el piloto rojo alumbrase la zona que yo quería tener iluminada, y después me tendí en mi cama con el extremo del hilo en la mano.

No tuve que esperar mucho. Supongo que en un piso ningún ratón encuentra alimento abundante, de modo que el cebo fue un reclamo demasiado poderoso para ignorarlo. A la poca luz del radiador descubrí al ratón asomando la cabeza con cautela por detrás del armario. Yo no me moví ni para respirar. El bicho se acercó con sigilo a la trampa, giró a su alrededor un par de veces y, cuando su hambre superó sus recelos, se introdujo en ella. En ese momento, con el pulso a mil por hora, tiré del hilo, cayó el mamotreto alzado sobre el que estaba en el suelo, se cerró la bolsa y el pobre ratoncillo quedó atrapado. Recuerdo que grité alguna obscenidad saltando sobre la cama, presa de un salvaje júbilo que nunca he vuelto a sentir como entonces. Eran las dos de la madrugada, de seguro que algún vecino despertaría alertado por mis gritos, aunque no recibí quejas.

El éxito da alas. Con el corazón henchido por el gozo del triunfo nadie tiene en consideración los obstáculos que se le presentan, por grandes que sean. La euforia produce ceguera, causa una momentánea atrofia de la retina que impide calibrar correctamente la altura de las montañas, hasta verlas reducidas al tamaño de motas de polvo. Se trata de una afección diametralmente opuesta a la que padecen los cotillas durante sus ataques de mala leche, de donde se deduce que la adrenalina y el ácido nítrico son substancias diferentes. Quiero decir con esto que, como mi primera experiencia venatoria había resultado tan placentera, no quise privarme del gusto de repetirla siempre que pudiese; y en el jardín de Raimundo, plagado como estaba de topos y ratoncillos de campo, podía a menudo.

Mi táctica con los topos era sencilla, aunque un tanto enojosa. Lo que yo hacía era llenarles la madriguera de agua, para lo cual terminé usando la manguera. Al principio, no obstante, me servía de una botella de plástico. Sin duda, deben de excavar redes de galerías sumamente extensas, pues no tardé en percatarme no ya de que las botellas eran del todo insuficientes, sino de que incluso los enormes calderos que compré al efecto no llenaban sino las más recientes, aquéllas que los animales aún no habían tenido tiempo de perforar demasiado. Yo no tenía más que esperar a que, ante el riesgo inminente de perecer ahogados, los pobrecillos topos salieran de su escondrijo. A veces los capturaba con un saco, otras les daba muerte con un palo o una rama.

Los ratones exigían menos artificio. Bastaba con correr tras ellos, impedir a toda costa que permaneciesen en sus escondrijos el tiempo suficiente para recuperar el resuello y evitar en lo posible arrojar uno mismo las asaduras por la boca. El ratón es rápido y astuto, pero no tarda en extenuarse. Entonces se deja atrapar mansamente, o con la escasa resistencia de algún que otro conato de mordisco. ¡Qué placer observar la esbelta parábola que describían cuando los arrojaba aún vivos sobre la tapia que cierra el jardín! Caerían, supongo, al otro lado del camino que corre tras ella. En el peor de los casos, creo que nadie habrá tenido que soportar lluvia de roedores pues el camino está invadido de maleza y no lo transita nadie desde hace mucho tiempo.

Esta técnica tan pedestre resultó, a pesar de todo, sumamente eficaz. Tanto que la población de ratoncillos comenzó a declinar peligrosamente en el jardín. De cuando en cuando, en vez de dedicarlos a sus involuntarios ensayos de vuelo, los utilizaba en el laboratorio para mis experimentos. Pero su creciente escasez me forzó a diversificar las especies objeto de mis estudios. Mis siguientes víctimas fueron las lagartijas, las cuales, gracias a los documentales que a menudo veía en la tele durante el sopor digestivo, no tardaron en escasear. En efecto, en una ocasión el documental trataba de la fauna del archipiélago de las Galápagos. En la pantalla, unas iguanas marinas sesteaban indolentes al sol sobre un peñasco mientras un grupo de pinzones de Darwin las observaban golosos sin atreverse a abalanzarse sobre ellas para picotear su dura piel y alimentarse de su fresca sangre. Los reptiles esperaban a caldearse lo suficiente antes de arrojarse al mar en busca de su sustento, lo que me dio la idea que necesitaba para atrapar lagartijas. Muy simple: basta con arrojarles agua fría para que se queden acartonadas e, incapaces entonces de moverse, se resignen impotentes a ser capturadas. Sin embargo, como es fácil adivinar, antes de desarrollar tan ingenioso método me vi obligado durante un periodo bastante dilatado a darles caza a mano. Llegué a tener los dedos desollados de tanto frotarlos sobre las ásperas piedras de la tapia mientras corría tras los reptiles, sorteando como podía las marañas de zarzas y hortensias que aún crecen al pie del muro entrelazadas unas con otras, ligadas en una bestial amistad incómoda y difícil de entender. Ese descomunal esfuerzo se veía de cuando en cuando recompensado, toda vez que podía exhibir ante mí mismo una lagartija entre los colgantes jirones de piel de mi mano derecha y ciento cincuenta espinas incrustadas en cara, brazos, piernas y en los más insólitos rincones de mi anatomía. Así fue como encontré la llave.

¡La dichosa llave! (¡La puta llave!) Aún no les he hablado de ella, y he de hacerlo en seguida. Pero antes tendré que hablar de la caja, supongo. Me refiero a la caja fuerte que por casualidad (¿se han fijado ustedes en que a mí todas las cosas me ocurren por casualidad, sin necesidad de que corra yo a buscarlas?) y por pura torpeza –todo hay que decirlo- encontré oculta en el laboratorio que fue de Raimundo y que nunca ha terminado de ser del todo mío, tras una corchera en la que colgaba sus notas y que yo derribé una tarde cuando tropecé con ella después de haberlo hecho antes con una inoportuna arruga de la alfombra (más bien una pobre jarapa) de su despacho. El despacho no era más que un rincón del laboratorio separado del resto por un biombo destartalado cuyos paños de madera todavía exhibían algunas raídas pinturas de factura industrial. Ahí estaba la caja, empotrada en el grueso muro de piedra, ofreciendo, impúdica, a mi vista el negro orificio de su cerradura desprovista de llave. Y volvemos a la llave sin salir de la cerradura. Incluso para un impasible tarugo como yo, una cerradura sin llave es una tentación demasiado poderosa para la curiosidad.

Ignoro por qué Raimundo me ocultó la existencia de la caja. Después de todos los secretos que me reveló antes de morir, y comparado con ellos, ése no era más que una minucia sin importancia. Sin embargo nada dijo nunca de ella, ni, por supuesto, de su contenido. Quizá quiso protegerme de su pasado, lo que presupone que él mismo se sentía amenazado. Pero en ese caso debía haber pensado antes que su solo trato ya me comprometía sin necesidad de leer su testamento. En efecto, yo soy el guardián de su propiedad intelectual y el dueño absoluto de todos sus bienes (salvo impuestos, claro está), lo que incluye la dichosa tesis y cuanto guardaba con ella la caja, ese estómago petrificado que conservó, en vez de digerir, la causa de mis tribulaciones. ¿Quién podría creer que desconocía su existencia? De hecho, ellos no lo creyeron. Creo que la propia inercia de ocultar sus cosas le obligó (¡qué curioso que la inercia obligue!) a postergar la revelación hasta que fue demasiado tarde. Para entonces, en el momento supremo, nada tiene de extraño que considerara antes otras prioridades, o que en la agitación de sus últimos minutos sencillamente se olvidara del asunto. Desde luego, si todo esto que yo he averiguado ahora me lo hubiera contado antes lo más probable es que se habría quedado sin colaborador. Prudencia obliga.

Pero volvamos a la caja. El día que la descubrí yo andaba cazando topillos en el jardín y entré apresuradamente en el laboratorio en busca de un cubo. No les he contado que allí sólo entraba yo. Jamás permití que entrase nadie más. Yo limpiaba, yo ensuciaba, yo ordenaba y yo desordenaba. Allí estudiaba y trabajaba en soledad total. Aquella mañana había estado fregando el suelo, después de lo cual salí de caza. Anduve rellenando de agua algunas huras y, en un momento determinado, no me importó importunar a los futuros cadáveres de topo con un poco de agua jabonosa. Así que entré, lo ensucié todo de barro, tropecé y derribé la corchera, todo antes de que pudiera llegar hasta el cubo que, en mi desidia, había dejado junto al biombo. Al tropezar juré en arameo y derramé el agua, lo que me obligó a escupir una ristra de tacos que habría hecho ruborizarse al macarra más empedernido. Cuando me levanté, completamente calado de agua sucia, puse los ojos en el lugar de la pared que un segundo antes ocultaba la corchera.

No puedo precisar la magnitud de la fracción de milisegundo que medió entre el hecho de ver la caja y el de desear la llave. Me puse inmediatamente a buscarla con tal denuedo que olvidé la caza por espacio de una semana. Hurgué primero en los cajones del escritorio, pero allí no estaba. Descolgué todos los cuadros de la casa, por si alguno ocultaba alguna hornacina , o por si la hubiera escondido tras algún marco, sin éxito. Moví armarios, levanté alfombras y colchones, desmonté las cisternas de los baños, tanteé todos los alicatados por si algún azulejo sonaba a hueco, sin que mi esfuerzo se viera recompensado. Revisé todos los libros de todos los estantes, pero no encontré ni llaves ni pistolas ni licores. Ni en la Biblia, ni en el Quijote, ni en un ejemplar del Quo Vadis que encontré en la biblioteca y que no sé para qué podría servir si no es para esconder algo. De hecho, en cuanto lo ví creí haber resuelto el misterio. Pero nada (la verdad es que de Raimundo se podía uno esperar hasta que lo hubiese leído).

¡Y mira que había libros! Encontré en el desván un arcón lleno de polvo y enterrado bajo un montón de trastos que albergaba, como momias del pasado, una colección bastante completa de vidas de santos. Y, entre tanta literatura edificante, un ejemplar de la Pasión Turca. Una edición trilingüe del año de la tarara del De Sensibus de Teofrasto, en latín, griego y portugués se pudría en una caja de cartón junto con otros veinticinco clásicos griegos y latinos de páginas amarillas, a punto muchas de ellas de desvanecerse en polvo. Allí las telarañas anidaban sobre Platones y Aristóteles, sobre Lucrecio, Aristófanes, Virgilio, Séneca y Marco Aurelio. Había huevos fósiles de insectos sobre los cadáveres acartonados de Dante y Beatriz, en los lomos de un Decamerón cuyas alegres historias ya no estimularían más que a las larvas antediluvianas que habían conseguido sobrevivir al abrigo de aquellas páginas marchitas. El Capital, que alimentaba a una numerosa colonia de negros exoesqueletos, albergaba también es torno a sí una floreciente variedad de inmundicias polvorientas y monocromas. Había ensayos, novelas, poesía y un montón de noveluchas que no habría leído ni el encargado de las pruebas de imprenta y cuyas tapas duras y multicolores exhibían en grandes caracteres, bajo años de mugre, el nombre de los caraduras que habían osado escribirlas.
Encontré una prolija colección de discos, apilados en columnas que llegaban hasta el cabrio del tejado. Discos viejos en sobres amarillentos que mostraban la sonrisa llena de glamour cutre de cantantes que debieron de ser famosos hace décadas, fotos de aspirantes a divas de lunarcito en algún lugar del rostro, rizo negro sobre la frente, brazos retorcidos como columnas salomónicas y bata de cola que cubría enormes masas sebosas y que al natural debía de mostrar otras tantas. Sólo con verlos se podían oír sus voces de pito lloriqueando amores o chillando a los cuatro vientos su orgullo de minero. Entre tanta morralla había jovencitas de hace cuarenta años que declaraban sus intenciones de dedicarse a la farándula con botas nuevas, o algo así; una robusta moza con los brazos abiertos ataviada con el vestido de la Barriguitas que debió de hacerse famosa por la profundidad de las letras de las canciones que componían para ella; el rostro de un macarra de barrio que presumía de haber sido capaz de extraer con ímprobo esfuerzo de la novena sinfonía de Beethoven, merced a un derroche de talento, la cancioncilla popular en la que se inspiró el ilustre sordo. En fin, toda esa gente que ahora exige tasas para proteger sus derechos.

El desván, para decirlo en pocas palabras, estaba lleno de todas las cosas y porquerías que uno espera encontrarse en un desván. Pero de la llave no había ni rastro.

Insisto en que, a pesar de la pereza de que en ocasiones hago gala, en muchas otras es imposible acusarme con asomo de razón de rendirme antes de tiempo. Pasé días encerrado en aquel antro polvoriento soplando con furia el precipitado del tiempo, limpiándome con la mano renegrida, o con la manga no mucho más limpia, las telarañas con que no cesaba de toparme y que amenazaban con obstruirme las ventanas de las narices. Y después pasé semanas cazando topillos en el jardín y escupiendo la basura acumulada en los más alejados alvéolos de mis pulmones. Y ocurrió que, cazando, descubría lugares que por algún capricho de mis circuitos neuronales juzgaba particularmente apropiados para enterrar cualquier cosa: un rincón de la tapia, un punto señalado junto al brocal del pozo, una pequeña elevación del terreno que no parecía del todo natural... Yo qué se. Y cavaba en busca de un cofrecillo, o de un paquete envuelto en tela vieja y podrida por la humedad, o de cualquier recipiente que pudiera contener el objeto de mis deseos. Todo en vano.

A menudo, en pleno ardor exhumatorio, descubría las madrigueras de ratones y topillos, y entonces me inflaba a matar roedores. A palazos o a pisotones, o corriendo tras ellos un minuto antes de que volaran por encima de la tapia un par de pares, o los que pudiera coger en la mano, y aterrizaran fuera de mis dominios supongo que escarmentados, maltrechos y con pocas ganas de volver a invadirlos. Gran éxito en la labor secundaria, pero ninguno en la que más me importaba entonces.

Debo confesar que, a medida de que los ratones se hacían más escasos, mi ánimo se desanimaba. Quiero decir que el desaliento fue haciendo presa en mi espíritu. Vaya, que una tarea pesada que finalmente no rinde fruto viene a ser insufrible, que ya no encontraba tanto placer en remover trastos viejos u horadar el césped, que la idea de ponerlo todo patas arriba me fatigaba moralmente. No es que desesperara de encontrar la llave, ni que desistiera de buscarla, ocurría sólo que la caza me procuraba más placeres y menos sinsabores. ¿Me explico?

Pensé, incluso, en comprarme un soldador de acetileno para reventar el acero de la caja; pero, como nunca he usado un trasto de esos, la sola idea me daba tremenda pereza. Tampoco me apetecía cargar a la espalda las dos bombonas que la cosa exige, y mucho menos guardarlas en casa. De modo que aún no había terminado de plantearme el proyecto cuando lo abandoné. Por otra parte, ni hablar de llamar a un cerrajero para que la abriese y de paso me friese a preguntas acerca del laboratorio, del instrumental y, sobre todo, de la campana extractora de pneuma. O abría yo solito la caja, o permanecería cerrada para siempre. A nadie extrañe, por lo tanto, que decidiese descansar de estas faenas dedicándome por una temporada a practicar de nuevo el deporte más antiguo de la humanidad.

Durante estos días de frenética actividad en el jardín me fui percatando de la creciente escasez de roedores, en tanto que bastó una ligera mirada a la tapia para caer en la cuenta del tamaño de la población de lagartijas que albergaba. Decidí dedicar dos largos días a la ardua tarea de conseguir que el césped dejase de recordar un campo minado por el que hubiese deambulado una legión de orcos, y cuando juzgué que lo había logrado en alguna medida comencé la caza de los reptilejos. Al principio, como he dicho, con la mano desnuda, dejando la piel hecha jirones en las asperezas de la tapia, antes de que el dolor me obligase a aguzar el ingenio; después usé medios más refinados que me reportaron un éxito sin precedentes.

Muchas veces ocurre con la fortuna lo mismo que con el resto de las mujeres: puedes correr tras ellas hasta escupir las entrañas de asfixia sin que tus requerimientos sean ni siquiera oídos, y cuando, ya harto de seguirlas, decides que las uvas están verdes, de improviso, van y te sonríen. Eso me ocurrió a mí con la fortuna. Sucedió un par de días después de reanudada la caza. Estaba yo corriendo tras una lagartija a lo largo de la tapia cuando, a punto ya de alcanzarla, se escondió en un hueco entre las piedras. Hasta entonces no había reparado en él pues estaba oculto tras una maraña de zarzas, pero en caso de haber estado a la vista nada tiene de extraño que me hubiese pasado desapercibido porque en nada se diferenciaba del resto de los agujeros que ostentaba la maltrecha pared. Allá se metió la lagartija y allá fue también mi mano sin necesidad de que le diera yo ninguna orden al respecto. Lo mismo podía haber encontrado un tesoro o el amable colmillo de una víbora que esperase paciente a verter su veneno en el torrente sanguíneo del primer incauto. Sin embargo, lo que encontré fue la llave que había estado buscando. Mis dedos tropezaron con ella poco antes de topar con el fondo de la diminuta cueva. Al instante olvidé la pieza y mis esfuerzos por cobrarla. Yo creo que antes de acariciar con mis desollados dedos su fría herrumbre ya sabía qué objeto era el que me aguardaba en aquel antrículo. Lo cogí y, sin pensar nada más, salí corriendo hacia el laboratorio.

No fue, por mi parte, ningún exceso de perspicacia: ¿de qué otra llave podía tratarse sino de la que llevaba semanas buscando? La introduje a toda prisa en la cerradura, giré la mano con fuerza y el resorte cedió con un ruido herrumbroso de mecanismo desvencijado. Los goznes de la portezuela chirriaron como si adentro habitasen hacinadas las doce legiones de fantasmas y un instante después quedó al descubierto la oscuridad del interior. Allí encontré un pasaporte a nombre de Raimundo, largo tiempo caducado, por el que pude averiguar su nacionalidad, varias cartas y diez cuadernos de folios ya amarillos mecanografiados supongo que por el dedo trémulo del propio Raimundo, a juzgar por la cantidad de erratas y correciones. De los diez cuadernos sólo los cuatro últimos (un total de cuatrocientos folios) llevaban el dudoso título que encabeza estas páginas.

¿Cómo describir mi sorpresa nate la evidencia de la nacionalidad de mi amigo y mentor? Raimundo era natural de cierta república bananera caribeña cuyo nombre me guardaré de citar, aunque no sea más que por tratar de olvidar la amable entrevista que me vi forzado a mantener con su vicecónsul en mi ciudad, entrevista que dejó como secuela alguna cicatriz que me costará corregir algo más de lo que le cueste a mi cirujano plástico (¡jodido matasanos, algo le debe quedar de ganancia, digo yo!) y la amenaza verosímil de lo que me puede ocurrir si denuncio los hechos. ¡Menudo tipejo el morenito ese de habla melosa y modales presuntamente refinados que al tercer lingotazo de ron ya daba manotazos en la mesa y exigía con evidentes aires de autoridad que le entregase los diez cuadernos, la documentación y la correspondencia que encontré en la caja!

-Ahorita nos da lo que queremos y se me va para su casa, ¿me oyó?- decía con dulzura fingida-. Y mucho cuidadito con contarle a nadie, ¿ah?

No debería precipitarme en el relato, pero es el caso que aún me escuecen las bofetadas que me propinaron al alimón el vicecónsul y otro sujeto que le acompañaba, sujeto a quien en un principio creí ciego, a juzgar por sus gafas negras y su bastón, aunque el tino con que después me golpeaba me desengañó completamente.

Debo confesar que en un principio yo no sabía, ni podía imaginar, lo que esos señores pretendían de mí. Justo al día siguiente de abrir la caja me abordaron desde un cochazo negro dos individuos con pinta de chuloputas, ataviados con impecables trajes oscuros y cargados de oro hasta las orejas; el pelo negro, crespo, corto, engominado y con mechones teñidos de rubio que apuntaban hacia las alturas como alegoría, supongo, de sus almas tendentes a lo eterno. Detuvieron el haiga a la altura del escaparate que yo estaba contemplando y, sin apearse ni quitarse sus gafas oscuras, llamaron mi atención.

Repito que todo esto ocurrió al día siguiente de abrir la caja Ni siquiera había tenido tiempo de echar a su contenido un vistazo atento. Lo único que recordaba entonces era el pasaporte y la sorpresa que me llevé al constatar cuál era la república que lo había emitido. Las cartas ni las miré, y con respecto a los cuadernos lo único que podía recordar entonces era el escaso espacio de los márgenes y el más breve interlineado que he visto en mi vida. Amén de un montón de borrones, tachaduras y esquinas dobladas. Aquello, desde luego, no era más que un borrador mecanografiado.

También recuerdo el exótico acento con que esos dos macarras me invitaron a subir al vehículo. Sus culos medio negros chirriaron sobre la tapicería de reluciente cuero veige claro cuando se giraron para hablarme. Con toda amabilidad rechacé su ofrecimiento porque mi madre siempre me advirtió de que no debía hablar con desconocidos, y porque mi fino instinto de sabueso me prevenía contra el oro, las gafas oscuras y los cochazos cuando se presentan juntos. Sin embargo, uno de ellos me mostró con todo disimulo las cachas de lo que debía de ser una pistola, y como no tengo tan exigua imaginación que no pudiera representarme lo que venía a continuación de ellas, me vi obligado a cambiar de opinión. En consecuencia, el copiloto se apeó, me abrió la portezuela trasera y se sentó a mi lado para hacerme compañía.

Me llevaron al viceconsulado, un enorme piso de un edificio que debió de ser elegante en la época en que mi bisabuelo meaba pañales, pero que ahora aparecía medio destartalado y preso en una callejuela tan estrecha que no se podía cruzar a la carrera. Recuerdo que temblaba, pero si no dije nada no fue tanto por el susto que llevaba como por puro miedo de que el revestimiento de la fachada se desplomase sobre mí si abría la boca. Allí mantuvimos la entrevista a la que me he referido, en un cuarto sin ventilación que olía más a porquería que a humedad y que estaba iluminado con un flexo con cuyo pobre haz de luz quisieron intimidarme dirigiéndolo a mis ojos. La verdad, no hacía falta, porque ya estaba intimidado. De lo contrario me habría muerto de la risa y ellos se habrían visto en la obligación de saquear la casa de Raimundo. Para cuando me enteré de lo que querían ya me habían zurrado un poco; pero, entre el escozor de las bofetadas y el constante peligro de que mi miedo trascendiese por donde menos falta hacía, no acerté a decirles que lo había encontrado. Y para cuando ellos se enteraron de que yo estaba plenamente dispuesto a satisfacer sus deseos, ya era demasiado tarde.

-Pero no lo llevo encima -gemí.
-Claro -respondió el ciego con voz cantarina y cascada-, ya lo comprendemos.

No tuvieron los redaños suficientes para meterme de nuevo en el coche en el que me habían traído. Me pusieron de patitas en la calle con el encargo de ir a casa y hacer un paquete con los papeles de Raimundo y se citaron a primera hora de la mañana para recogerlo a domicilio. Tampoco yo tuve el valor de coger un taxi, un elemental pudor me lo impedía. Regresé andando por las calles que creí menos transitadas, aunque a esa hora la precaución era ya inútil, con los cinco sentidos puestos en el empeño de caminar erguido y en línea recta. Y cuando llegué hice lo que cualquier persona habría hecho en mi lugar: asearme y tratar por todos los medios de que dejase de sangrarme la nariz y los dos cortes que la vara del ciego me había hecho en las mejillas. Después empaqueté todos los papeles y me senté a esperar que llegase la visita, incapaz de dormir tanto por los nervios que me atenazaban el estómago como por la imposibilidad material de cerrar el ojo izquierdo.

Llegaron antes del amanecer, en la hora más silenciosa, cuando las almas de los muertos ya no se atreven a deambular por las calles y las de los vivos aún no han despertado. No les permití entrar en casa; en cuanto oí su llamada me precipité a la puerta con el paquete en la mano y se lo entregué en silencio. Eran los dos matones que me habían secuestrado la tarde anterior a quienes acompañaba el falso ciego, aunque su aspecto había venido un tanto a menos. Ellos, en cuanto tuvieron los papeles en la mano, los revisaron bastante por encima, después los rociaron con un líquido que olía a aguarrás y finalmente les prendieron fuego a medio metro de mi inmaculada puerta. Con una vara atizaban de cuando en cuando el hato para que ardiese por completo, y mostraban sus dientes entre muecas que podían pasar por sonrisas. Por último se fueron y no les he vuelto a ver, de donde deduzco que son tontos y que quedaron satisfechos.

A mí me quedó la tarea de limpiar los restos de la fogata, la ceniza que aún no había dispersado el viento y el hollín de la entrada. Después me preparé un desayuno desangelado, cogí mi bicicleta y fui a dar un paseo. A escasa distancia de mi casa la carretera describe una curva pronunciada a la izquierda, en fuerte descenso, con una profunda cuneta y un tupido zarzal detrás; una zona húmeda donde el sol sólo entra a mediodía y en verano, un magnífico escoñadero que me venía ni que pintado. Mi intención no era otra que salirme por la tangente y proveerme de ese modo de una causa más o menos verosímil que explicase mis heridas. Desde luego, no tenía intención de denunciar lo ocurrido; cualquier cosa antes que exponerme a otro episodio como el que acababa de vivir.

Tal como lo planeé, lo lleve a cabo con notable éxito. Tuve la suerte de que en el momento en que yo bajaba por la endemoniada cuesta subía en sentido contrario un coche patrulla de la policía municipal. Mi actuación debió de resultar convincente, pues los agentes me atendieron, avisaron a una ambulancia y mientras llegaba estuvimos comentando el peligro de la curva. Ni se les pasó por la cabeza que el accidente pudiera ser intencionado. Tampoco en el centro de salud al que me llevaron, y donde limpiaron y cosieron mis heridas, hicieron demasiadas preguntas, a pesar de que los cortes de la cara no se correspondían del todo con el tipo de accidente sufrido. Mediaba el testimonio de la policía, y por lo visto la gente no tiene una imaginación lo suficientemente retorcida como para sospechar la verdad.

-Ya es mala suerte, esas heridas -dijo el enfermero encargado de coserlas-. Quedará cicatriz.
-Algo se podrá hacer -objeté pensando en esos cirujanos capaces de dejar a una octogenaria como la reproducción en cera de una jovencita de veinte años.

Debo confesar que de ese día guardo sobre todo el recuerdo de un extraordinario remordimineto de conciencia, y no tanto por la comedia desplegada como por la buena voluntad con que fue recompensado mi engaño. Aquella mañana me reconcilié con mis impuestos a pesar de los costurones, que aún están pendientes de tratamiento. El personal sanitario se deshizo en atenciones conmigo, y los agentes que me atendieron aguardaron en el centro de salud hasta que terminaron conmigo. Además rescataron los restos de la bicicleta y se ofrecieron para acercarme a casa en el coche patrulla, lo que me evitó cargar con la bici a cuestas durante media hora larga. Quizá se pueda pedir más de los servicios públicos, pero hasta el momento a mí no se me ha ocurrido qué.

Recuerdo también la prisa que tenía por llegar a casa. Y no tanto por descansar de las últimas dieciocho horas, que fueron y aún son las más difíciles de mi vida, como por la comezón, la curiosidad por saber qué contenían los papeles de Raimundo, la causa, razón o motivo por los que me habían acarreado semejantes tribulaciones. Me proponía encerrarme el tiempo que hiciera falta para leerlos, para estudiarlos con toda la atención de que fuera capaz. Desde luego, me intrigaba el interés de los mafiosos del viceconsulado por los escritos de un científico chiflado; pero entiéndanme: mi curiosidad se dirigía sobre todo a los escritos mismos. El autor ya me había mostrado durante años la calidad de lo que podía albergar en la mollera; nadie que haya vivido lo que he vivido yo podría quedar indiferente en mi situación.

¿Que cómo podía, y puedo aún, leer documentos que fueron destruidos ante mis narices? Pues muy sencillo: los papeles fueron quemados como he descrito, pero no sus copias. Desde que murió Raimundo, una de mis tareas ha sido la de poner en orden todos los apuntes y las notas que me dejó. Lo reviso y lo transcribo todo, depuro la gramática y la ortografía, clasifico los documentos... De otro modo me hubiera sido imposible penetrar en ellos. Y para mayor comodidad, tomé la precaución de fotocopiarlos todos según me iban llegando. Por fortuna, la misma tarde en que pude abrir la caja me vino a la mano proceder de igual modo con su contenido. Así pues, conservo las copias y cualquiera puede verlas.

¿Que cómo no se les ocurrió a los botarates del viceconsulado que pudiera haber copias de los documentos que destruyeron? Pues verán, eso habrán de preguntárselo a ellos. De todos modos, yo les ruego a ustedes que se abstengan de hacerlo, no sea que se repita el episodio.

En cuanto al contenido de las cartas, poco hay que decir. Se trata de correspondencia antigua que cruzaba Raimundo con profesores y amigos en su época de estudiante, en su mayor parte sin interés, pero donde esboza ya su novedoso plan de clasificación de los animales. El conjunto abarca un lapso de tiempo considerable, pero siempre escribe desde Mérida. Sólo hay correspondencia emitida por mi amigo, ninguna respuesta a sus planteamientos. La verdad es que las esperanzas de novedad que infundía la tercera que leí ya me compensaron en un periquete por lo sufrido. Se trata de una de las más antiguas, del año seseintaitantos, y por el contenido y el tono creo que está dirigida a un compañero de estudios, no a un profesor. Pero no puedo estar seguro, ya que todo el manojo lo componen o borradores o copias apresuradas. Me da la impresión de que Raimundo primero escribía la carta y luego decidía a quién la enviaba, aunque ello le obligara a reescribirla. Gracias a ello, supongo, han podido llegar hasta mis manos, pues no me imagino a Raimundo conservando metódicamente nada.

En ella, en una observación marginal, mi amigo manifiesta su intención de elaborar una clasificación del reino animal atendiendo a la “conducta observada de las especies”. No aclara más, y el resto son cuestiones personales sin interés (sin interés, ¿me entienden?, nada de faldas). La verdad es que mis escasos conocimientos de la historia de la ciencia no me alcanzan para decidir si Raimundo ya había podido oír hablar de ella, o si, por el contrario, la etología no era aún más que la larva de un sueño en la mente inquieta de algún sociobiólogo locuaz. Tampoco sé cuál era el alcance de sus intenciones. Quiero decir que no lo sé ni siquiera ahora, después de haber leído y releído los diez cuadernos que encontré. Ignoro qué quería decir con el término “especie”, pues si lo que pretendía era una nueva clasificación dicho concepto debería ser redefinido radicalmente. Desconozco también la referencia de “clasificación”, y la sospecha de que lo único que consigue con ella es un catálogo de conductas animales distintas enturbia de vez en cuando la admiración que siempre he sentido por mi amigo. La cuestión no carece de importancia, pues, en contra de la opinión que los hechos que he revelado aquí me indujeron, la exclusión de la profesión de un individuo de innegable talento pudo deberse más a un error metodológico que a la persecución de que fue objeto posteriormente.

En cualquier caso, Raimundo cayó en la cuenta de que determinados rasgos conductuales podían corresponderse unívocamente a las peculiaridades anatómicas de los individuos. Si, por ejemplo, nunca vemos a las vacas golpearse el pecho como hacen los gorilas quizá no sea tanto por un rechazo específico a ese tipo de conducta como por la distinta configuración de las articulaciones de los cuartos delanteros de los ungulados en comparación con las de los miembros superiores de los primates. De modo que la presunta clasificación conductual de mi amigo sería paralela a la tradicional, pero lastrada con múltiples dificultades derivadas de la novedad. Todo el que esté familiarizado con la figura de Raimundo advertirá la coherencia de estas cuestiones tempranas con su trabajo posterior.

Pero el hecho de que se haya percatado explícitamente de esta dificultad no bastó para apartarle de su idea. Primeramente trató de definir rasgos conductuales básicos que no se correlacionasen con los morfológicos, aunque con posterioridad, y quizá de modo inadvertido, fue abandonando tales precauciones. Así, cuando define la odontofanía no le preocupa que sólo pudiese aplicarse propiamente a animales con dientes, sino que, obstinado en su empeño, clasifica a todos los animales sin dientes como no odontofánticos. Taxon que, a la sazón, comparten los protozoos y buena parte de los vertebrados.

Si me entretengo en estas cuestiones un tanto áridas y, finalmente, estériles es porque constituyen el tema de los diez cuadernos. Desde que los descubrí y los salvé de las llamas los he leído muchas veces, primero por la simple curiosidad por lo escrito, y después, no sin perplejidad, por si podía, a través de ellos, descubrir la causa por la que fueron objeto de tan enconada persecución. Debo suponer que la persecución fue ardua porque se prolongó mucho en el tiempo. Raimundo los debió de escribir en su país de origen, y habrá que imaginar que hablaría del tema con alguien (o profesor o estudiante, quizá un alumno suyo). Y teniendo en cuenta sus dotes para elegir confidentes, es evidente que se los dió a leer a quien menos convenía. No es una suposición descabellada. Las leyes naturales están llenas de constantes: la de la gravitación, la de la atracción electrostática, la velocidad de la luz, la proporción constante de cretinos en las sociedades humanas... El que en todas partes hay un porcentaje mínimo de imbéciles es una ley natural de rango superior, y el encontrarse a menudo con alguno de ellos es algo que a todo el mundo le ha de ocurrir.

Esto lo tengo por cierto: alguien, de seguro muy celoso de la integridad del régimen político recién estrenado, leyó los cuadernos y denunció su contenido presuntamente subversivo. La verdad es que en determinadas circunstancias políticas fáciles de imaginar basta una simple denuncia para convertirse en objeto de persecución, es algo que observamos con frecuencia y que incluso hemos padecido en propia carne no hace tanto tiempo. Hasta aquí mi suposición es plausible. Lo que desconozco, o al menos no conozco a ciencia cierta es qué texto de Raimundo ha podido ser considerado como subversivo. Al respecto sólo puedo aventurar hipótesis más o menos inverosímiles.

Los diez cuadernos, aunque tratan todos ellos de temas íntimamente relacionados, forman dos grupos bien diferenciados. Los seis primeros, los más antiguos, describen de manera detallada y excesivamente prolija el conato de clasificación animal atendiendo a la conducta de los individuos. En ellos hay harto más historia que teoría y de su contenido he emitido un juicio sucinto y suficiente hace muy poco. Aparte de lo dicho, se encuentra muy poco más que un conjunto arbitrario de tipos básicos de conducta, que no me cansaré en enumerar, ilustrados con abundante copia de ejemplos de todo tipo y procedencia.

Para nosotros, los más interesantes son los cuatro últimos, que hablan todos ellos de una de las formas básicas de conducta animal: la odontofanía. De ella distingue dos modalidades, a saber: la natural y la cultural que, sabe Dios por qué, Raimundo denomina “odontofanía vocacional”. La odontofanía es el rasgo conductual “propio de los animales que enseñan los dientes” (cuaderno séptimo, pag. 16). A la odontofanía natural no le dedica más que un puñado de páginas destinadas sólo a destacar varios ejemplos (el más significativo es el de los lobos). La odontofanía vocacional, ejemplificada sobre todo con los primates, es el tema único del inmenso resto, en el que estudia sus causas y consecuencias y la somete a un análisis más exhaustivo que riguroso. Estos cuatro últimos cuadernos tienen toda la pinta de ser una tesis abortada, y como tal los considero. Ignoro de ellos la fecha de redacción, pero son con toda seguridad los más recientes. Todos los cuadernos están numerados, pero el tono escasamente amarillento de los cuatro últimos no permite suponer que se remonten más allá de los años noventa, de donde se colige que al menos su transcripción no es muy anterior a su llegada a españa.

Repito que yo no veo en ellos nada que pueda considerarse subversivo, salvo, claro está, que se empeñe uno en encontrarlo. Ya se sabe que toda interpretación tiene algo de intencional, pero en este caso se necesita también una dosis de mala leche. Como muestra vale un botón; consideremos el siguiente párrafo extraído del cuaderno octavo, página 78:

Algunos primates del Nuevo Mundo utilizan este peculiar rasgo conductual para situarse en la cúspide de la jerarquía social y, una vez allí, conservar el status. Por tal motivo carece de sentido hablar de castas dominantes entre estos simios, muy al contrario de la creencia popular arraigada según la cual la prole del macho dominante heredará de su padre una posición de privilegio. Esto quizá sea cierto entre los grandes antropiodes del Viejo Mundo, que ascienden a la jerarquía merced a demostraciones efectivas de fuerza, si se confirma que la descendencia de los dominantes recibe más y mejor alimento que el resto. Pero, entre nosotros, es la amenaza dirigida hacia los miembros del grupo, más que la represión (que es poco frecuente, aunque no del todo carente de importancia) la que determina la posición del individuo. Bien entendido que la amenaza ha de ser verosímil. En consecuencia, cualquiera puede acceder al liderazgo.”

Hay que adimitir, puestos en la piel de un dictador celoso o de un colaborador suyo, que este texto se presta a cierto tipo de interpretaciones interesadas que, a mi juicio, se alejan muchísimo de su verdadero sentido. Concedo que es fácil hacer aparecer aquí una doble intención entre líneas, y es aún más fácil si consideramos que el subrayado es de Raimundo. Y si, además, prestamos oídos a una humorada fuera de lugar, pero inocente, que podemos leer sólo unas líneas más abajo en la que el autor compara las hordas de simios arborícolas del Amazonas con las repúblicas iberoamericanas surgidas tras la revolución de Bolívar, y a las monarquías europeas con la posible herencia del status entre los gorilas y los chimpancés del Congo, entonces
tal interpretación es menos arbitraria. Esta tonta broma puede muy bien ser considerada como un ataque ad hominem contra el dictador de turno. Añádase el uso del “cualquiera”, que se puede hacer pasar por “un cualquiera” (en el sentido que tiene “una cualquiera”) y compárese con el gusto morboso de los gerifaltes de las repúblicas bananeras por destacar sus humildes ascendencias incluso con la austeridad de la propia indumentaria a fin de presentarse al pueblo como uno más. Yo no afirmo que Raimundo no pensase las democracias populistas iberoamericanas como el gobierno del más vulgar, del más vocinglero, del que mejor enseña los dientes, sólo digo que no se trasluce en sus escritos.

Hay otro pasaje en el cuaderno séptimo, página 13, en el que se puede sospechar una alusión personal más evidente. Raimundo no restringe el patrón odontofántico a los monos antropomorfos, pero sí asegura que es en este grupo donde cobra una importancia decisiva, “y tanto es así -afirma- que si alguien me pidiese que adivinara la especie de un individuo que, a fin de llegar a la cumbre de la jerarquía del grupo o para mantenerse en ella, se viese obligado constantemente a la ostentación de fuerza, a la amenaza y a la intimidación, yo diría al punto que se trata de un gorila”. Y prácticamente a renglón seguido concluye que “el recelo y el miedo a perder el status es el rasgo conductual más característico de los machos dominantes entre las hordas de los simios antropomorfos”.

Insisto en que es preciso un esfuerzo plenamente consciente para malinterpretar estos escritos hasta el punto de considerarlos subversivos, aunque no ignoro que todo tirano es algo paranoico. Además, ahora que conozco la tribu de la que procedía mi amigo, no me sorprende que su macho dominante se haya sentido molesto. La verdad es que, visto lo que hay por el mundo, lo extraño sería que nadie se hubiera dado por aludido. Naturaleza obliga.



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