martes, 25 de marzo de 2014

Física social y química social. Trilogía de La Fundación

Mea culpa. Quiero comenzar esta reseña confesando dos pecados. El primero de ellos, y supongo que el menos grave, consiste en no ceñirme exclusivamente al libro que se menciona. En primer lugar, no se trata de una trilogía (es decir, de tres novelas relacionadas o complementarias), sino de un conjunto de relatos que se pueden ordenar cronológicamente y cuya lectura se podría acometer de manera independiente, pues en cada uno de ellos son abundantes y suficientes las referencias a los anteriores. Ninguno de los tres títulos que conforman la trilogía ("Fundación", "Fundación e imperio" y "Segunda fundación"), y que algunas ediciones han publicado en volúmenes separados, son novelas propiamente dichas. En segundo lugar, hay dos novelas muy posteriores que, no sólo cierran un hilo argumental abierto en "Segunda fundación" sino que abren otros que son recurrentes en nuestro autor (v.g. los robots). Las novelas a las que me refiero son "Los límites de la Fundación" y "Fundación y Tierra". El problema es que no me parece que quede completo un comentario que se refiera únicamente a la trilogía, además de que, por la propia naturaleza de la obra, se ve uno impelido a pecar de este modo.
Mi segundo pecado -éste sí verdaderamente grave- es un lamentable defecto de documentación. Quiero que conste que he tratado de subsanarlo, pero es el caso que no he encontrado ninguna biografía autorizada del autor, que los articulitos a los que he tenido acceso en la Red, incluida la Wikipedia, no son unánimes en una cuestión y que esa cuestión es precisamente la que quería traer a consideración. No es que este defecto anule mi opinión personal de que ésta es una obra de lectura imprescindible para todo aquél que pretenda tener una panorámica de lo que se ha escrito y pensado en la segunda mitad del siglo pasado, pero sí que constituye un apoyo importante para calificar la competencia del autor en los temas que trata.
En efecto, queda en el aire la cualificación académica de Asimov en materia de filosofía y humanidades. Algunas de las fuentes (la verdad es que este término les queda grande a todas ellas) que he consultado le conceden a nuestro americanizado ruso el título de doctor en filosofía, otras aluden sólo al hecho de que en buena parte de su extensa obra de dedicó a tratar cuestiones históricas. Otras, en fin, no hacen ninguna mención al respecto. Me llama la atención este desacuerdo en un asunto que debería ser fácilmente verificable.
Lo que sí es un hecho incontrovertible es que en el momento de escribir estas erráticas líneas tengo ante mí un librito que publica Alianza Editorial titulado "Constantinopla" y que firma nuestro ínclito Isaac. Esta misma editorial ha publicado otros seis títulos que el autor dedica a "divulgación histórica", o, si se prefiere, a Historia. He de confesar que yo no he leído ninguno de ellos, pero opiniones cercanas y fiables me los han encomiado repetidamente. Y a ellas me atengo.
Se trata de un aspecto de Asimov que me interesaba destacar porque, al margen de la peripecia de los personajes, de la ambientación futurista de la obra que comento y de los tópicos del género de la ciencia ficción, que en este caso son puramente accidentales, nada más que mero decorado, lo que el autor nos trae a consideración son cuestiones que tratan de ahondar en las causas de la evolución social e histórica de la humanidad, junto con otras que atañen a universales problemas éticos y políticos y que nos llevan a las eternas preguntas de la filosofía: ¿qué somos, de dónde venimos y adónde vamos? No creo estar proponiendo un criterio de lectura fuera de lugar, porque si de algo ha de servirnos la ciencia-ficción es para poner en escena cuestiones que hacen referencia al destino de la humanidad, y toda consideración sobre el destino alude tanto al futuro como al presente y el pasado.
La primera reflexión que le asalta al lector es de índole meramente histórica. El inmenso imperio galáctico, que desde hace milenios ha crecido, florecido y proporcionado estabilidad a los millones de mundos poblados por la humanidad, se desmorona víctima de su propio desarrollo y de un creciente desinterés por la ciencia (dice Asimov) y en general por la cultura. El imperio es, simplemente, demasiado grande, y adolece de todos los males que acarrea una administración corrupta, ensimismada, nepotista y más atenta a sus propios privilegios que a las necesidades reales del estado. En estas circunstancias, los poderes locales, en quienes -en estricta justicia- delega su autoridad el emperador , son los que protagonizan las crecientes tensiones centrífugas que sacuden las distintas provincias. Digo "los poderes locales" y no "el pueblo", que asiste como sujeto paciente del proceso.
No quisiera dejar de lado las evidentes similitudes con nuestra época actual. Desde el siglo XIX, los distintos nacionalismos han surgido como respuesta a un estado despótico cuya extensión territorial y fronteras son fruto del caprichoso azar de las conquistas. El Estado, en consecuencia, llegó a ser arbitrario y abstracto, y flotaba sobre la masa de los individuos como una quimera fabulada por los filósofos. Completamente dislocado del hombre concreto, el Estado se confundía con su administración. El nacionalismo, con lo que supone de arraigo del individuo en su nación, es el modo en que se supera esta distancia. A condición, claro está, de que se hagan coincidir las fronteras del estado con los límites de la nación. De este modo, el cuerpo político ya no emana de la razón -ni puede apelar a ella para organizar la convivencia de los hombres- sino de las tripas. En definitiva, se ha hecho irracional. Si el estado constituía una estructura orgánica (es decir, organizada) sin intersecciones con la masa individual, la nación es una estructura mecánica que aglutina a cada uno de sus hijos en una entidad de rango superior en la que el individuo se disuelve. De manera que el único modo de racionalizar la relación del individuo con la nación es el totalitarismo. El todo nacional es una entidad que trasciende el mero agregado de los individuos que la componen, del mismo modo que el cuerpo es algo más que el conjunto de sus células. El totalitarismo de nación es el paso previo a los totalitarismos de raza, de clase o de empresa.
Sin embargo, Asimov explota el paralelismo entre la caída del imperio galáctico y la del Imperio Romano. Ambos son demasiado grandes; en ambos el poder central se debilita frente a los poderes locales, lo que en ambos casos acarrearía la consecuencia de invasiones exteriores si no fuese porque no hay poderes externos a la galaxia; en ambos se dan esfuerzos póstumos de restablecimiento de la integridad (recuérdese el paralelismo entre la figura del general bizantino Belisario y su homólogo galáctico Bel Riose). Finalmente, en ambos encontramos el mismo desinterés por la ciencia, la cultura y el imperio de la razón. Durante la República, el ciudadano romano aún podía mantener la ilusión de que el control de los destinos humanos quedaba a su alcance en virtud de la posibilidad que se le ofrecía de intervenir en la política, pero al súbdito del Imperio, anonadado virtualmente por su misma enormidad, no le queda sino refugiarse en ideologías de orden moral o arrojarse al seno de religiones mistéricas, que comienzan a proliferar en la época. La tercera opción, para quien se lo puede permitir, es abandonarse a un hedonismo irreflexivo y despreocupado. En suma, y en cualquier caso, una desoladora desmoralización. Lejos de la simple reacción y acomodo a lo externo, la razón lo crea como proyección del individuo, del sujeto, y a esta creación es a lo que llamamos cultura y ciencia. Pero entonces ya no estamos en el Imperio, ni en sus cenizas, sino en la Fundación.
Si pudiésemos combinar estos dos paralelismos del relato de Asimov con el pasado y con el presente, quizá podamos esbozar qué rondaba por su cabeza cuando decidió aceptar el encargo de dar continuidad a la trilogía con una verdadera novela ("Los límites de la Fundación") y otra inmediata que cierra la serie ("Fundación y Tierra"). La secuencia histórica que obtendríamos sería la de una disgregación feudal del Imperio seguida del establecimiento de estados nacionales de extensión más o menos arbitraria y una posterior reordenación (hay que entender que los nacionalismos tanto son centrífugos como centrípetos) de fronteras, proceso en el que aún estamos inmersos. El resurgimiento de un nuevo imperio global estaría asociado a un germen de racionalidad representado por la Fundación, cuyo paralelismo en nuestra época sería el auge de organizaciones internacionales regidas por los ideales democráticos y los Derechos Humanos. Ahora bien, la confianza en la Razón (y ahora lo escribo con mayúsculas) no deja de tener vestigios de irracionalidad. Cualquier plan que se trace está sujeto a múltiples imponderables y expuesto a la ocurrencia de sucesos singulares capaces de arruinarlo.Éste es, en el relato, el significado del personaje de El Mulo. Para hacer frente a todas estas dificultades se precisa de un poder capaz de encaminar las fuerzas disgregantes en la dirección adecuada (la segunda Fundación). Nuestro mundo actual carece de este segundo poder, por mucho que le pese a la Iglesia Católica y a las superpotencias. De todos modos, para evitar su yugo, Asimov propondrá el establecimiento consensuado de una entidad mecánica supraindividual regida por una conciencia universal participada por la totalidad de las conciencias particulares, lo que en realidad supone un totalitarismo absoluto y definitivo. Tal organismo es Gaia, de la que no tenemos noticia hasta la cuarta novela de la serie: "Los límites de la fundación". Sobre Gaia, y la propuesta que representa, volveré más adelante.
Otra de las ideas rectoras de la trilogía es la posibilidad de formular una teoría del desarrollo social sobre la base de la estadística y la matemática. La idea no es del todo novedosa. Ya en la primera mitad del siglo XIX, tomando como ejemplo el extraordinario desarrollo de la física y los éxitos de la mecánica de Newton, Comte y los positivistas habían propuesto una "física social" que ofreciese un conocimiento inequívoco y preciso de la sociedad y su dinámica. Por lo que sé, la propuesta de Comte no pasó de ser simplemente eso: una propuesta de aplicar las ideas positivistas y el método inductivo sobre la base de una matematización débil, de tipo estadístico, al estudio de la sociedad. El propio Comte acuñó el término "sociología", que finalmente tuvo éxito. Supongo que esta pretensión positivista estuvo en la base de la distinción que Engels hacía entre el socialismo utópico de Saint Simon, Fourier, Owen o Proudhom, y el socialismo científico que desarrolló junto con Marx. El marxismo era más dialéctico (en el sentido de Hegel) que matemático y -hasta donde alcanzan mis luces- la única ciencia social verdaderamente matematizada es la Economía, con la capacidad de predicción que todos le suponemos. Como se ha hecho referencia a la Física (cuyo método es el hipotético-deductivo, y no el inductivo como pretendía Comte), me permitiré el lujo de señalar que, a mi juicio, la principal diferencia entre la ciencia natural y la ciencia social no estriba tanto en el método como en el tipo de explicación de los fenómenos que nos ofrecen. Para la ciencia natural, al menos para la matematizada, la forma lógica de la explicación coincide con la de la predicción; en tanto que en ciencia social no tiene mucho sentido hablar de predicciones. Precisamente éste es el criterio de demarcación entre lo que se considera ciencia y lo que no se considera ciencia más extendido desde Popper. Imre Lakatos, filósofo de la ciencia de origen húngaro, consideró tanto el marxismo como el psicoanálisis como pseudociencias por correr siempre detrás de los hechos y ser incapaces de anticipar ninguno. Sea como fuere, muy a pesar de los positivistas, es necesario concluir que ciencia natural y ciencia social se distinguen por su capacidad de adelantar predicciones de hechos observables, supongo que porque en el último caso la acción individual de algunos humanos -impredecible de por sí- puede resultar de gran relevancia.
En el relato de Asimov, la ciencia de la Psicohistoria, desarrollada por el matemático Hari Seldon en la época final del imperio galáctico, supera esta limitación porque puede referirse a la acción conjunta de muchos miles de millones -de billones,incluso- de seres humanos. Todos los habitantes de los millones de planetas que, a lo largo y ancho de la Vía Láctea, están bajo el dominio y administración de Trántor. El primer supuesto es que, cuanto mayor sea el número de individuos en la muestra, tanta menor trascendencia revestirá la acción de uno solo, por poderoso que sea. El segundo supuesto es que ningún individuo de la muestra posea de la Psicohistoria más que nociones fundamentales que, en definitiva, se reducen a estas dos premisas. Sólo si se cumplen estas dos condiciones se puede asimilar el individuo humano a un átomo de un gas noble, que mantiene con el resto la mínima interacción que el estar confinados en un mismo espacio les permite: el mero choque. En explícita comparación con la Teoría cinética de los gases, la Psicohistoria se nos presenta como una especie de teoría cinética de los individuos humanos. Y, del mismo modo que aquélla no puede dar cuenta del movimiento o de la posición de una partícula aislada, en ésta no se puede predecir el comportamiento de un individuo concreto. De hecho, el individuo, como el átomo, es una mera abstracción, su realidad concreta se pierde sumida en la enormidad del número de sus semejantes.
Sin embargo, al final de la segunda entrega de la trilogía, Asimov cae en la cuenta de que existe, a pesar del número, una diferencia fundamental e irreductible entre átomos e individuos humanos: la inercia. El átomo es inerte, pero el individuo es una persona y su interacción con el resto es mucho más compleja. Y, sobre todo, más variada. En resumidas cuentas, la universalidad de los seres humanos no constituye un gas noble, sino a lo sumo un vapor cuyas partículas se congregan o se disgregan dependiendo de factores diversos. Hay, pues, además de la física social, también una química social.
Hasta los mismos albores de nuestra edad contemporánea, todas las teorías racionales acerca de la sociedad suponían un contrato implícito entre individuos que se mueven por su interés personal. La diferencia entre ellos radicaba en la naturaleza del contrato, en la índole de los individuos y en el modo en que de ellos emanaban las leyes. Pero esta luminosa ideología de la razón se sacude a partir de la época romántica. Nunca como entonces se han exaltado los grandes ideales de la Ilustración: la libertad, la igualdad de todos los hombres, la solidaridad entre todos los pueblos; pero, al mismo tiempo, adquirieron en esa época un sentido abstracto y dejaron de tener valor personal.Nuestro mundo no es más que representación, dicen los idealistas, incluido Kant. Los filósofos románticos alemanes, a la estela de Hegel, destacan el valor del espíritu, lo hipostatizan y le privan de su dimensión individual. Schopenhauer prescinde del espíritu y lo substituye por la Voluntad, sólo que ésta es ciega e irracional y, dentro de sus múltiples modos de imponerse se encuentra la razón, que no es más que una modalidad de la representación, pura ideología. En consecuencia, el poder que ha de hacer valer el contrato ya no puede apelar a ella y no puede conformarse con la simple obediencia de los individuos, sino que precisa de su adhesión, su vinculación emocional al cuerpo social. Un pensador como Foucault ha destacado que a partir del siglo XIX el estado, en cumplimiento de los valores de libertad y humanitarismo, renunció a la posesión física de los individuos pero reclamó para sí su control ideológico. Y este control sólo puede verificarse desde el plano emocional.
El personaje de El Mulo supone, por una parte, el individuo capaz de desestabilizar los planes basados en cálculos; por otra, ilustra de manera ejemplar la necesidad que tiene el poder de controlar las reacciones emocionales tanto de las personas como de las masas y la ventaja que tal control le confiere. La ideología nunca apela a la razón, sino a la persuasión, y El Mulo, con su capacidad telepática de manejar las emociones ajenas, persuade de la manera más eficaz posible. Su intención no es otra que instaurar, por la vía rápida y con el poder que le confieren sus asombrosas facultades, un segundo imperio galáctico.
Al dominio de El Mulo cabe oponerle dos objeciones. En primer lugar, como sus facultades son únicas, su imperio durará lo que dure el emperador. En segundo lugar, se advierte el rechazo que inspira a quienes aún no están bajo su yugo. Es cosa clara que el individuo desaparece porque impera una única voluntad individual que ha sido capaz de utilizar el resto para sus fines. Contra esta voluntad, y precisamente con sus propias armas, luchará -y vencerá- la Segunda Fundación. Lo que ocurre es que, a pesar del compromiso de la Segunda Fundación con el bien común, su tutela le merece al autor consideraciones análogas a las que nos hacemos acerca d El Mulo. El bien común es asunto lo suficientemente impreciso como para que esté justificado recelar de él. Y por ello, en el cuarto título de la serie, Asimov nos presenta otra opción: Gaia.
Gaia es una superconciencia que integra todas las conciencias particulares del planeta homónimo y que se ha formado con las técnicas telepáticas que dominaba perfectamente El Mulo y que comienza a dominar la Segunda Fundación. La diferencia es, no ya que cuide de todas sus criaturas, sino que, al estar constituida por todas ellas, todas participan de su vida (digo que "participan de..." y no que "participan en..."). Asimov dedica la cuarta novela a mostrarnos el modo de esta participación. La conciencia individual no desaparece en Gaia, pero tampoco decide. No vota sino que asume las decisiones del superorganismo. El protagonista, Golan Trevize, es llevado a la situación de tener que decidir, por toda la galaxia, por qué modelo de imperio se ha de optar: si el que propone la Primera Fundación, basado en la razón y la individualidad; si el de la Segunda Fundación, basado en la guía amorosa pero autoritaria de un Consejo que domina por persuasión; o la extensión de la superconciencia de Gaia a toda la galaxia. O, lo que es lo mismo: entre un liberalismo democrático sobre la base de los derechos humanos o algún tipo de totalitarismo bondadoso y protector. Desde luego, se ha excluido de las opciones cualquier tipo de totalitarismo opresor.
La última novela de la serie es una excusa para exponer los argumentos en que el protagonista fundamenta su decisión, y con los que el autor parece identificarse. Creo que, por lo dicho aquí y en algún otro de mis comentarios, no necesito extenderme acerca de este asunto. Sí me gustaría destacar la honradez de Asimov al exponerlos, porque se hace eco de todas las objeciones posibles. Simplemente, Trevize opta por el modelo que supone acarreará menos males.Y, de cualquier manera, al final nos confiesa el carácter inhumano de la opción elegida. Sencillamente, la solución a los problemas de la humanidad no está en nuestras manos.El clímax del pesimismo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario