Mea
culpa. Quiero comenzar esta reseña confesando dos pecados. El
primero de ellos, y supongo que el menos grave, consiste en no
ceñirme exclusivamente al libro que se menciona. En primer lugar, no
se trata de una trilogía (es decir, de tres novelas relacionadas o
complementarias), sino de un conjunto de relatos que se pueden
ordenar cronológicamente y cuya lectura se podría acometer de
manera independiente, pues en cada uno de ellos son abundantes y
suficientes las referencias a los anteriores. Ninguno de los tres
títulos que conforman la trilogía ("Fundación",
"Fundación e imperio" y "Segunda fundación"), y
que algunas ediciones han publicado en volúmenes separados, son
novelas propiamente dichas. En segundo lugar, hay dos novelas muy
posteriores que, no sólo cierran un hilo argumental abierto en
"Segunda fundación" sino que abren otros que son
recurrentes en nuestro autor (v.g. los robots). Las novelas a las que
me refiero son "Los límites de la Fundación" y "Fundación
y Tierra". El problema es que no me parece que quede completo un
comentario que se refiera únicamente a la trilogía, además de que,
por la propia naturaleza de la obra, se ve uno impelido a pecar de
este modo.
Mi
segundo pecado -éste sí verdaderamente grave- es un lamentable
defecto de documentación. Quiero que conste que he tratado de
subsanarlo, pero es el caso que no he encontrado ninguna biografía
autorizada del autor, que los articulitos a los que he tenido acceso
en la Red, incluida la Wikipedia, no son unánimes en una cuestión y
que esa cuestión es precisamente la que quería traer a
consideración. No es que este defecto anule mi opinión personal de
que ésta es una obra de lectura imprescindible para todo aquél que
pretenda tener una panorámica de lo que se ha escrito y pensado en
la segunda mitad del siglo pasado, pero sí que constituye un apoyo
importante para calificar la competencia del autor en los temas que
trata.
En
efecto, queda en el aire la cualificación académica de Asimov en
materia de filosofía y humanidades. Algunas de las fuentes (la
verdad es que este término les queda grande a todas ellas) que he
consultado le conceden a nuestro americanizado ruso el título de
doctor en filosofía, otras aluden sólo al hecho de que en buena
parte de su extensa obra de dedicó a tratar cuestiones históricas.
Otras, en fin, no hacen ninguna mención al respecto. Me llama la
atención este desacuerdo en un asunto que debería ser fácilmente
verificable.
Lo
que sí es un hecho incontrovertible es que en el momento de escribir
estas erráticas líneas tengo ante mí un librito que publica
Alianza Editorial titulado "Constantinopla" y que firma
nuestro ínclito Isaac. Esta misma editorial ha publicado otros seis
títulos que el autor dedica a "divulgación histórica",
o, si se prefiere, a Historia. He de confesar que yo no he leído
ninguno de ellos, pero opiniones cercanas y fiables me los han
encomiado repetidamente. Y a ellas me atengo.
Se
trata de un aspecto de Asimov que me interesaba destacar porque, al
margen de la peripecia de los personajes, de la ambientación
futurista de la obra que comento y de los tópicos del género de la
ciencia ficción, que en este caso son puramente accidentales, nada
más que mero decorado, lo que el autor nos trae a consideración son
cuestiones que tratan de ahondar en las causas de la evolución
social e histórica de la humanidad, junto con otras que atañen a
universales problemas éticos y políticos y que nos llevan a las
eternas preguntas de la filosofía: ¿qué somos, de dónde venimos y
adónde vamos? No creo estar proponiendo un criterio de lectura fuera
de lugar, porque si de algo ha de servirnos la ciencia-ficción es
para poner en escena cuestiones que hacen referencia al destino de la
humanidad, y toda consideración sobre el destino alude tanto al
futuro como al presente y el pasado.
La
primera reflexión que le asalta al lector es de índole meramente
histórica. El inmenso imperio galáctico, que desde hace milenios ha
crecido, florecido y proporcionado estabilidad a los millones de
mundos poblados por la humanidad, se desmorona víctima de su propio
desarrollo y de un creciente desinterés por la ciencia (dice Asimov)
y en general por la cultura. El imperio es, simplemente, demasiado
grande, y adolece de todos los males que acarrea una administración
corrupta, ensimismada, nepotista y más atenta a sus propios
privilegios que a las necesidades reales del estado. En estas
circunstancias, los poderes locales, en quienes -en estricta
justicia- delega su autoridad el emperador , son los que protagonizan
las crecientes tensiones centrífugas que sacuden las distintas
provincias. Digo "los poderes locales" y no "el
pueblo", que asiste como sujeto paciente del proceso.
No
quisiera dejar de lado las evidentes similitudes con nuestra época
actual. Desde el siglo XIX, los distintos nacionalismos han surgido
como respuesta a un estado despótico cuya extensión territorial y
fronteras son fruto del caprichoso azar de las conquistas. El Estado,
en consecuencia, llegó a ser arbitrario y abstracto, y flotaba sobre
la masa de los individuos como una quimera fabulada por los
filósofos. Completamente dislocado del hombre concreto, el Estado se
confundía con su administración. El nacionalismo, con lo que supone
de arraigo del individuo en su nación, es el modo en que se supera
esta distancia. A condición, claro está, de que se hagan coincidir
las fronteras del estado con los límites de la nación. De este
modo, el cuerpo político ya no emana de la razón -ni puede apelar a
ella para organizar la convivencia de los hombres- sino de las
tripas. En definitiva, se ha hecho irracional. Si el estado
constituía una estructura orgánica (es decir, organizada) sin
intersecciones con la masa individual, la nación es una estructura
mecánica que aglutina a cada uno de sus hijos en una entidad de
rango superior en la que el individuo se disuelve. De manera que el
único modo de racionalizar la relación del individuo con la nación
es el totalitarismo. El todo nacional es una entidad que trasciende
el mero agregado de los individuos que la componen, del mismo modo
que el cuerpo es algo más que el conjunto de sus células. El
totalitarismo de nación es el paso previo a los totalitarismos de
raza, de clase o de empresa.
Sin
embargo, Asimov explota el paralelismo entre la caída del imperio
galáctico y la del Imperio Romano. Ambos son demasiado grandes; en
ambos el poder central se debilita frente a los poderes locales, lo
que en ambos casos acarrearía la consecuencia de invasiones
exteriores si no fuese porque no hay poderes externos a la galaxia;
en ambos se dan esfuerzos póstumos de restablecimiento de la
integridad (recuérdese el paralelismo entre la figura del general
bizantino Belisario y su homólogo galáctico Bel Riose). Finalmente,
en ambos encontramos el mismo desinterés por la ciencia, la cultura
y el imperio de la razón. Durante la República, el ciudadano romano
aún podía mantener la ilusión de que el control de los destinos
humanos quedaba a su alcance en virtud de la posibilidad que se le
ofrecía de intervenir en la política, pero al súbdito del Imperio,
anonadado virtualmente por su misma enormidad, no le queda sino
refugiarse en ideologías de orden moral o arrojarse al seno de
religiones mistéricas, que comienzan a proliferar en la época. La
tercera opción, para quien se lo puede permitir, es abandonarse a un
hedonismo irreflexivo y despreocupado. En suma, y en cualquier caso,
una desoladora desmoralización. Lejos de la simple reacción y
acomodo a lo externo, la razón lo crea como proyección del
individuo, del sujeto, y a esta creación es a lo que llamamos
cultura y ciencia. Pero entonces ya no estamos en el Imperio, ni en
sus cenizas, sino en la Fundación.
Si
pudiésemos combinar estos dos paralelismos del relato de Asimov con
el pasado y con el presente, quizá podamos esbozar qué rondaba por
su cabeza cuando decidió aceptar el encargo de dar continuidad a la
trilogía con una verdadera novela ("Los límites de la
Fundación") y otra inmediata que cierra la serie ("Fundación
y Tierra"). La secuencia histórica que obtendríamos sería la
de una disgregación feudal del Imperio seguida del establecimiento
de estados nacionales de extensión más o menos arbitraria y una
posterior reordenación (hay que entender que los nacionalismos tanto
son centrífugos como centrípetos) de fronteras, proceso en el que
aún estamos inmersos. El resurgimiento de un nuevo imperio global
estaría asociado a un germen de racionalidad representado por la
Fundación, cuyo paralelismo en nuestra época sería el auge de
organizaciones internacionales regidas por los ideales democráticos
y los Derechos Humanos. Ahora bien, la confianza en la Razón (y
ahora lo escribo con mayúsculas) no deja de tener vestigios de
irracionalidad. Cualquier plan que se trace está sujeto a múltiples
imponderables y expuesto a la ocurrencia de sucesos singulares
capaces de arruinarlo.Éste es, en el relato, el significado del
personaje de El Mulo. Para hacer frente a todas estas dificultades se
precisa de un poder capaz de encaminar las fuerzas disgregantes en la
dirección adecuada (la segunda Fundación). Nuestro mundo actual
carece de este segundo poder, por mucho que le pese a la Iglesia
Católica y a las superpotencias. De todos modos, para evitar su
yugo, Asimov propondrá el establecimiento consensuado de una entidad
mecánica supraindividual regida por una conciencia universal
participada por la totalidad de las conciencias particulares, lo que
en realidad supone un totalitarismo absoluto y definitivo. Tal
organismo es Gaia, de la que no tenemos noticia hasta la cuarta
novela de la serie: "Los límites de la fundación". Sobre
Gaia, y la propuesta que representa, volveré más adelante.
Otra
de las ideas rectoras de la trilogía es la posibilidad de formular
una teoría del desarrollo social sobre la base de la estadística y
la matemática. La idea no es del todo novedosa. Ya en la primera
mitad del siglo XIX, tomando como ejemplo el extraordinario
desarrollo de la física y los éxitos de la mecánica de Newton,
Comte y los positivistas habían propuesto una "física social"
que ofreciese un conocimiento inequívoco y preciso de la sociedad y
su dinámica. Por lo que sé, la propuesta de Comte no pasó de ser
simplemente eso: una propuesta de aplicar las ideas positivistas y el
método inductivo sobre la base de una matematización débil, de
tipo estadístico, al estudio de la sociedad. El propio Comte acuñó
el término "sociología", que finalmente tuvo éxito.
Supongo que esta pretensión positivista estuvo en la base de la
distinción que Engels hacía entre el socialismo utópico de Saint
Simon, Fourier, Owen o Proudhom, y el socialismo científico que
desarrolló junto con Marx. El marxismo era más dialéctico (en el
sentido de Hegel) que matemático y -hasta donde alcanzan mis luces-
la única ciencia social verdaderamente matematizada es la Economía,
con la capacidad de predicción que todos le suponemos. Como se ha
hecho referencia a la Física (cuyo método es el
hipotético-deductivo, y no el inductivo como pretendía Comte), me
permitiré el lujo de señalar que, a mi juicio, la principal
diferencia entre la ciencia natural y la ciencia social no estriba
tanto en el método como en el tipo de explicación de los fenómenos
que nos ofrecen. Para la ciencia natural, al menos para la
matematizada, la forma lógica de la explicación coincide con la de
la predicción; en tanto que en ciencia social no tiene mucho sentido
hablar de predicciones. Precisamente éste es el criterio de
demarcación entre lo que se considera ciencia y lo que no se
considera ciencia más extendido desde Popper. Imre Lakatos, filósofo
de la ciencia de origen húngaro, consideró tanto el marxismo como
el psicoanálisis como pseudociencias por correr siempre detrás de
los hechos y ser incapaces de anticipar ninguno. Sea como fuere, muy
a pesar de los positivistas, es necesario concluir que ciencia
natural y ciencia social se distinguen por su capacidad de adelantar
predicciones de hechos observables, supongo que porque en el último
caso la acción individual de algunos humanos -impredecible de por
sí- puede resultar de gran relevancia.
En
el relato de Asimov, la ciencia de la Psicohistoria, desarrollada por
el matemático Hari Seldon en la época final del imperio galáctico,
supera esta limitación porque puede referirse a la acción conjunta
de muchos miles de millones -de billones,incluso- de seres humanos.
Todos los habitantes de los millones de planetas que, a lo largo y
ancho de la Vía Láctea, están bajo el dominio y administración de
Trántor. El primer supuesto es que, cuanto mayor sea el número de
individuos en la muestra, tanta menor trascendencia revestirá la
acción de uno solo, por poderoso que sea. El segundo supuesto es que
ningún individuo de la muestra posea de la Psicohistoria más que
nociones fundamentales que, en definitiva, se reducen a estas dos
premisas. Sólo si se cumplen estas dos condiciones se puede asimilar
el individuo humano a un átomo de un gas noble, que mantiene con el
resto la mínima interacción que el estar confinados en un mismo
espacio les permite: el mero choque. En explícita comparación con
la Teoría cinética de los gases, la Psicohistoria se nos presenta
como una especie de teoría cinética de los individuos humanos. Y,
del mismo modo que aquélla no puede dar cuenta del movimiento o de
la posición de una partícula aislada, en ésta no se puede predecir
el comportamiento de un individuo concreto. De hecho, el individuo,
como el átomo, es una mera abstracción, su realidad concreta se
pierde sumida en la enormidad del número de sus semejantes.
Sin
embargo, al final de la segunda entrega de la trilogía, Asimov cae
en la cuenta de que existe, a pesar del número, una diferencia
fundamental e irreductible entre átomos e individuos humanos: la
inercia. El átomo es inerte, pero el individuo es una persona y su
interacción con el resto es mucho más compleja. Y, sobre todo, más
variada. En resumidas cuentas, la universalidad de los seres humanos
no constituye un gas noble, sino a lo sumo un vapor cuyas partículas
se congregan o se disgregan dependiendo de factores diversos. Hay,
pues, además de la física social, también una química social.
Hasta
los mismos albores de nuestra edad contemporánea, todas las teorías
racionales acerca de la sociedad suponían un contrato implícito
entre individuos que se mueven por su interés personal. La
diferencia entre ellos radicaba en la naturaleza del contrato, en la
índole de los individuos y en el modo en que de ellos emanaban las
leyes. Pero esta luminosa ideología de la razón se sacude a partir
de la época romántica. Nunca como entonces se han exaltado los
grandes ideales de la Ilustración: la libertad, la igualdad de todos
los hombres, la solidaridad entre todos los pueblos; pero, al mismo
tiempo, adquirieron en esa época un sentido abstracto y dejaron de
tener valor personal.Nuestro mundo no es más que representación,
dicen los idealistas, incluido Kant. Los filósofos románticos
alemanes, a la estela de Hegel, destacan el valor del espíritu, lo
hipostatizan y le privan de su dimensión individual. Schopenhauer
prescinde del espíritu y lo substituye por la Voluntad, sólo que
ésta es ciega e irracional y, dentro de sus múltiples modos de
imponerse se encuentra la razón, que no es más que una modalidad de
la representación, pura ideología. En consecuencia, el poder que ha
de hacer valer el contrato ya no puede apelar a ella y no puede
conformarse con la simple obediencia de los individuos, sino que
precisa de su adhesión, su vinculación emocional al cuerpo social.
Un pensador como Foucault ha destacado que a partir del siglo XIX el
estado, en cumplimiento de los valores de libertad y humanitarismo,
renunció a la posesión física de los individuos pero reclamó para
sí su control ideológico. Y este control sólo puede verificarse
desde el plano emocional.
El
personaje de El Mulo supone, por una parte, el individuo capaz de
desestabilizar los planes basados en cálculos; por otra, ilustra de
manera ejemplar la necesidad que tiene el poder de controlar las
reacciones emocionales tanto de las personas como de las masas y la
ventaja que tal control le confiere. La ideología nunca apela a la
razón, sino a la persuasión, y El Mulo, con su capacidad telepática
de manejar las emociones ajenas, persuade de la manera más eficaz
posible. Su intención no es otra que instaurar, por la vía rápida
y con el poder que le confieren sus asombrosas facultades, un segundo
imperio galáctico.
Al
dominio de El Mulo cabe oponerle dos objeciones. En primer lugar,
como sus facultades son únicas, su imperio durará lo que dure el
emperador. En segundo lugar, se advierte el rechazo que inspira a
quienes aún no están bajo su yugo. Es cosa clara que el individuo
desaparece porque impera una única voluntad individual que ha sido
capaz de utilizar el resto para sus fines. Contra esta voluntad, y
precisamente con sus propias armas, luchará -y vencerá- la Segunda
Fundación. Lo que ocurre es que, a pesar del compromiso de la
Segunda Fundación con el bien común, su tutela le merece al autor
consideraciones análogas a las que nos hacemos acerca d El Mulo. El
bien común es asunto lo suficientemente impreciso como para que esté
justificado recelar de él. Y por ello, en el cuarto título de la
serie, Asimov nos presenta otra opción: Gaia.
Gaia
es una superconciencia que integra todas las conciencias particulares
del planeta homónimo y que se ha formado con las técnicas
telepáticas que dominaba perfectamente El Mulo y que comienza a
dominar la Segunda Fundación. La diferencia es, no ya que cuide de
todas sus criaturas, sino que, al estar constituida por todas ellas,
todas participan de su vida (digo que "participan de..." y
no que "participan en..."). Asimov dedica la cuarta novela
a mostrarnos el modo de esta participación. La conciencia individual
no desaparece en Gaia, pero tampoco decide. No vota sino que asume
las decisiones del superorganismo. El protagonista, Golan Trevize, es
llevado a la situación de tener que decidir, por toda la galaxia,
por qué modelo de imperio se ha de optar: si el que propone la
Primera Fundación, basado en la razón y la individualidad; si el de
la Segunda Fundación, basado en la guía amorosa pero autoritaria de
un Consejo que domina por persuasión; o la extensión de la
superconciencia de Gaia a toda la galaxia. O, lo que es lo mismo:
entre un liberalismo democrático sobre la base de los derechos
humanos o algún tipo de totalitarismo bondadoso y protector. Desde
luego, se ha excluido de las opciones cualquier tipo de totalitarismo
opresor.
La
última novela de la serie es una excusa para exponer los argumentos
en que el protagonista fundamenta su decisión, y con los que el
autor parece identificarse. Creo que, por lo dicho aquí y en algún otro de mis comentarios, no necesito extenderme acerca de este asunto.
Sí me gustaría destacar la honradez de Asimov al exponerlos, porque
se hace eco de todas las objeciones posibles. Simplemente, Trevize
opta por el modelo que supone acarreará menos males.Y, de cualquier
manera, al final nos confiesa el carácter inhumano de la opción
elegida. Sencillamente, la solución a los problemas de la humanidad no está en nuestras manos.El clímax del pesimismo.
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