lunes, 4 de febrero de 2013

El nombre de la rosa, de U. Eco



No me interesa la cuestión de por qué tiene tanto éxito la novela histórica, sino más bien para qué la queremos. Como supongo que cada cual tiene al respecto sus opiniones y sus preferencias, yo me voy a limitar, antes de comentar la obra a que se refieren estas líneas, a exponer las mías sin más preámbulo. Se me ocurre adelantar que una novela de este género no debe tener nada de fantástica. Lo que espero de ella es que el autor haya reflejado, a través de la peripecia de los personajes, la cabal realidad de la época en que está ambientada. Es decir -teniendo en cuenta que el autor seguramente no es omnipotente-, que con la mayor exactitud sea capaz de transcribir en ella la imagen que, con la honradez que se le supone a un intelectual, se haya podido forjar. Esto implica la exigencia de que el autor no sólo se haya documentado, sino que haya pensado y comprendido del modo más amplio posible el contexto histórico en que se desarrolla su acción, todo el entramado cultural, ideológico y político cuyas fibras atraviesan y componen el espíritu de los protagonistas. Y en esta comprensión ha de incluirse el diálogo que tanto el autor como nosotros, que lo contemplamos a través de la novela, podemos mantener con el pasado. Sólo si se cumplen estas condiciones la consideraré una novela histórica, y sólo con respecto a ellas me atreveré a juzgarla.
Que Umberto Eco "dialoga" con la época en que ambienta la novela es indiscutible, sobre todo si tenemos en cuenta que, al final, introduce una cita, en lengua vernácula, de Wittgenstein, a quien califica de místico. Además, también al final, alude -según creo- al tema nietzscheano de la muerte de Dios. Y si, por último, consideramos sus constantes alusiones al método científico, que tan modernas resultan, no podremos sino convenir en ello. Eco está pensando el presente a través del pasado. No es que el pasado determine el presente, simplemente lo hace comprensible.
Una observación se hace ahora pertinente. Como reflejo de la "cabal realidad de la época en que está ambientada", esta novela cojea por una pata: el autor ha obviado el modo de vida del común de las gentes. Salvo alguna observación marginal del protagonista, motivada por su caridad de franciscano, las vicisitudes de los campesinos y de los burgueses -de los "simples", como se repite con frecuencia- quedan relegadas a la esfera externa de lo desconocido. Y de lo innecesario. Dos son las causas que el autor podría alegar en su defensa. En primer lugar, el contexto que elige para el desarrollo de la trama es el de la vida retirada de una abadía benedictina del norte de Italia, perdida entre montañas, cuyos monjes desconocen el siglo y limitan sus relaciones con el mundo a un conocimiento genérico y -siguiendo las doctrinas nominalistas del protagonista- consecuentemente vago. En segundo lugar, la "historia" a la que se refiere el adjetivo que califica el nombre del género al que pertenece esta novela, es una historia de ideas; y los "simples", por definición, carecen de ellas.
Al igual que ocurre en la actualidad, en el siglo XIV el acto de concebir ideas (y ha de tenerse en cuenta que tanto la concibe el primero que lo hace como quienes la reciben de él) queda restringido a una ínfima minoría. Jamás el pensamiento conceptual fue cosa de la masa. Y, sin embargo, la vida de las ideas (porque las ideas viven) ejerce una innegable influencia en la vida en general. Y, por lo tanto, en términos más particulares, también en la vida del pueblo. En consecuencia, la gente no protagoniza una parte tremendamente importante de su propia vida. Así pues, el novelista, obligado a encarnar en sus personajes a los verdaderos protagonistas de su trama, prescinde de las gentes del común. Nos las vemos, según lo dicho, con una novela de ideas y no de personas.
Sin embargo, ocurre a menudo que la ilación entre distintas ideas olvida su interdependencia lógica y se refiere mayormente a su relación histórica. Por mucho que analicemos el concepto de omnipotencia divina, por mucho -incluso- que queramos tergiversar sus notas características, difícilmente lograremos incrustarlo en alguna secuencia lógica que nos permita concluir la independencia del poder político y del poder espiritual. Más bien , dicha relación deberá buscarse en intereses políticos particulares, en la lucha entre instituciones antagonistas (el Imperio y el papado) por acaparar el poder. De ahí la pertinencia de una novela de ideas. Es cosa clara que la vida de las ideas no es independiente de la vida de los hombres que las esgrimen, y éstos tratarán de justificar sus intereses acudiendo, cuando el recurso a las armas no es aún el único, al ideario que tienen a su disposición. La explanación de estas relaciones requiere, por lo tanto, un relato que puede ser histórico o novelado, o ambas cosas.
Umberto Eco nos propone con esta novela tres líneas argumentales diferenciadas y hábilmente interconectadas por una secuencia anecdótica de asesinatos ocurridos en el seno de una abadía benedictina. Podemos distinguir, en primer lugar, una disputa de orden teológico e histórico, argumentada sobre la Sagrada Escritura, en torno a la pobreza de Cristo y los bienes terrenales de la Iglesia. En segundo lugar, la querella entre el papa y el emperador acerca de quién debe ostentar el poder terrenal. Ambas cuestiones se entrelazan históricamente por el hecho de que poder político, posesión del territorio y jurisdición sobre las gentes coincidían en la época feudal. En la época en que se ambienta la acción comienza a disolverse esta identidad con el ascenso del poder económico, político y cultural de las ciudades. También la Iglesia se resiente de estos cambios sociales bajo la forma de una creciente tensión entre la iglesia secular, comandada por los obispos, y las órdenes monacales. En medio quedan las órdenes mendicantes (franciscanos y dominicos), cuya adscripción a uno u otro bando nos la pinta Eco con tonos escasamente teológicos.
La tercera línea argumental es la que, en mi opinión, ocupa un lugar preeminente en las intenciones de Umberto Eco. Podríamos tratar de resumir afirmando que se trata de una exposición de las tesis nominalistas, muy cercanas a los doctores franciscanos de Oxford, cuya figura capital es la de Guillermo de Occam. De hecho, el protagonista -Guillermo de Baskerville- puede pasar como un trasunto literario del Guillermo histórico. Como digo, podríamos resumir de este modo y yo no me vería obligado a proseguir con esta reseña, recomendaría la lectura atenta de la novela y me limitaría después a hecer mutis del modo más elegante posible. Pero, en ese caso, quedaría oscurecida en estas líneas la que considero que es la intención principal del novelista: la proyección hacia el futuro -hasta nuestros días- de una serie de ideas del siglo XIV. La historia -ya sea social, política económica o ideológica- sería una actividad estúpida si no fuera porque nos permite comprendernos mejor a nosotros mismos. Por eso cambian las interpretaciones que se elaboran sobre el pasado, porque los intereses con vistas a los cuales se conciben nunca permanecen estables. Por eso, también, resulta tan adecuada la reconstrucción del nominalismo.
En su exposición el autor adopta un método inductivo muy coherente con las tesis que pretende explicar. Deja para el final el fundamento, que no es otro que la idea de la omnipotencia de Dios, y comienza con el modo en que se produce el conocimiento humano. No es que los nominalistas sean también inductivistas. Hay una sutil diferencia entre unos y otros: el inductivista piensa que todo conocimiento parte de la experiencia y procede en sentido ascendente de lo particular a lo universal; el nominalista, en cambio, considera que el único conocimiento humanamente posible es el conocimiento sensible de las cosas. El conocimiento conceptual es confuso. El concepto está alejado de la cosa, por tanto el conocimiento conceptual es un conocimiento lejano. De manera que, cuando atisbamos un animal en la distancia, al principio sólo podemos decir de él que se trata de un animal negro; al acercarnos un poco más quizá podamos determinar que se trata de un caballo; y sólo cuando estemos a la distancia adecuada podremos concluir que se trata de Brunello. A medida que nos acercamos hemos ido disminuyendo la generalidad de nuestro conocimiento hasta llegar a la claridad y distinción del animal concreto. Todos nuestros conceptos (y, por extensión, también nuestras teorías, que no son sino el modo en que relacionamos unos conceptos con otros) suponen sólo un modo confuso de conocimiento. Como diría Jesús Mosterín, "la realidad se nos escapa entre la malla de nuestras teorías", como la arena entre los dedos.
Que esto sea así depende del hecho de que todo nuestro tejido conceptual resulta ser una proyección de nuestro entendimiento en las cosas, con el fin de establecer sobre ellas una apariencia de control que nos permita comprenderlas, manejarlas y, en última instancia, sobrevivir. Umberto Eco ve en el nominalismo una anticipación del método hipotético-deductivo que es el propio de la ciencia moderna. La ciencia, en contra de la opinión popular, no es inductiva: no parte de la experiencia para llegar al conocimiento teórico. Más bien, en consonancia con los nominalistas, que le niegan realidad al concepto (en la versión más extrema sería sólo un "flatus vocis"), la teoría es sólo una anticipación, una invención que ha de cumplir el requisito ineludible de ser coherente con la experiencia.
El científico procede en la elaboración de teorías como el detective que investiga un crimen: partiendo de los indicios que encuentra ha de componer una hipótesis que tiene que mostrarse coherente con posteriores descubrimientos experimentales. La investigación en el laboratorio, lo mismo que las pesquisas detectivescas, se dirigen a la confirmación de la tesis previamente pergeñada, cosida de retales de observaciones, de certezas fragmentarias pero inequívocas y que nunca la determinan por completo. En definitiva, el hombre es ciego para la Verdad, a la que sólo Dios puede acceder. La idea de la inconmensurabilidad entre Dios y sus criaturas, típicamente protestante, está ya anticipada en el nominalismo del siglo XIV.
La querella de los universales reproduce, a distinto nivel y en circunstancias diferentes, la discusión, iniciada por Platón, sobre el status ontológico de las ideas. Los platónicos, que curiosamente dominan el pensamiento europeo hasta los albores del siglo XIV, consideran la existencia real de las ideas universales, ideas que estaban en la mente de Dios en el momento de la Creación. Este supuesto, en opinión de los nominalistas, pone en entredicho una de sus tesis fundamentales: la omnipotencia divina. "Dios puede hacer, piensa Occam, todo lo que, al ser hecho, no implica contradicción". Lo que significa que su acción creadora no puede estar limitada por idea previa alguna. A lo sumo, las ideas serían también creación divina, producto de su absoluta espontaneidad, de su infinita disponibilidad con respecto a todas las opciones. Lo que, a su vez, significa que las ideas, al menos, no tienen mayor estatus ontológico que el que poseen las cosas mismas para los platónicos. Sólo los hombres piensan sujetos a conceptos, el conocimiento que Dios tiene de las cosas nos es por completo extraño: Los caminos del Señor son inexcrutables.
Sólo porque me interesa aludir a Aristóteles debo señalar que, con todo, la gnoseología nominalista tiene alguna semejanza con la platónica que la aleja irremisiblemente de la aristotélica. Para Platón, el conocimiento es conocimiento de las ideas. Sin embargo, ocurre que de las cosas naturales, como meras copias de ideas que son (y hechas, además, con la indúctil materia bruta), no cabe ciencia exacta. Nuestro conocimiento de la naturaleza debe ser hipotético, tal y como Eco nos pinta la doctrina nominalista. Para Aristóteles, en cambio, la ciencia procede deductivamente partiendo de primeros principios indubitables establecidos por inducción, aunque por este término no entienda lo mismo que los modernos inductivistas (quienes, curiosamente, a este respecto mantienen una deuda mayor con Roger Bacon que con el estagirita). "Adso -dice Guillermo dirigiéndose hacia su amanuense- resolver un misterio no es como deducir a partir de primeros principios. Y tampoco es como recoger un montón de datos particulares para inferir después una ley general" (Cuarto día. Vísperas).
Decía que interesaba aludir a Aristóteles por dos motivos. El primero es que la propia trama de la novela nos lleva al Segundo Libro de la Poética, que El Filósofo supuestamente dedicó a la comedia y que no nos ha llegado. El segundo es que, al hilo de la comedia y de la risa, a lo largo de toda la novela, Guillermo de Baskerville y Jorge de Burgos mantienen una jugosa discusión que pone de manifiesto, por decirlo de alguna manera, su concepción general sobre el mundo. "La risa, dice Jorge, es la debilidad, la corrupción, la insipidez de nuestra carne". La risa, y también el arte en definitiva, sería un arma en manos del Diablo, que aprovecha la negatividad de la materia, para subvertir el orden establecido por Dios. Para Jorge, el mundo natural es algo imperfecto y no perfectible, un engendro ontológicamente inferior, y su actitud con respecto de él recuerda la de los fundamentalistas musulmanes. Me viene ahora a la memoria la demolición de las gigantescas estatuas de Buda en Afganistán por parte de los talibanes, y también la masacre reciente de diecisiete hombres y mujeres que osaron festejar una boda (creo) bailando juntos. Horrendo delito. Jorge es un enemigo de la vida, tal y como diagnosticó Nietzche. "Eres el diablo", le espeta Guillermo. Desde luego, tampoco éste es el Superhombre, pero reconoce en la comedia y en el arte en general una cierta potencia reveladora de la verdad. El de Baskerville va un poco más lejos cuando afirma que no reconoce leyes generales ni orden alguno en la Naturaleza -como por otra parte se espera de un nominalista-, aunque sin caer en ningún relativismo. Guillermo es un optimista que cree en la posibilidad que nos brindan las ciencias naturales para mejorar la condición humana, y esto basta para situarlo en las antípodas de la posición de su oponente.
Esta tesis nominalista de la omnipotencia divina abre dos cuestiones que ahora nos interesan: la relación de Dios con la ley moral y con la ley natural. En un pasaje de la novela, Guillermo de Baskerville afirma que no reconoce ni leyes generales ni orden en la naturaleza, y tampoco un plan para la creación que limite la infinita libertad de Dios. "La libertad de Dios es nuestra condena" afirma. Entonces, su amanuense, Adso de Melk, osa extraer la única conclusión teológica de su vida: "¿Pero cómo puede existir un ser necesario totalmente penetrado de posibilidad? ¿Qué diferencia hay entonces entre Dios y el caos primigenio? Afirmar la absoluta omnipotencia de Dios y su absoluta disponibilidad respecto de sus propias opciones, ¿no equivale a demostrar que Dios no existe?". Adso es sagaz, según el principio de identidad de los indiscernibles -que formuló Leibniz, según creo- si no es posible distinguir entre dos ideas, si sus notas características coinciden, entonces estamos tratando de la misma idea. De este modo, el concepto de Dios resulta ser inconsistente. Por distinta vía, Adso ha llegado a la conclusión de Nietzsche: los antiguos valores ya no rigen y es preciso inventar otros nuevos. Más aún, es el propio Guillermo el que está negando a Dios y quien pretende establecer un orden ficticio pero útil. El párrafo final de la novela, que no transcribiré, es la consecuencia natural de todas estas disquisiciones.

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