Siempre
me he preguntado qué le impulsa al héroe, o al soldado,
a no huir ante el peligro. En el caso de una guerra moderna tengo la
fundada sospecha (yo he hecho la mili, y la revelación del
misterio forma parte de la instrucción del recluta) de que
tiene algo que ver con el famoso "tiro por la espalda" con
que el oficial premia a quienes no muestran el suficiente ardor
guerrero en batalla, dan la espalda al enemigo y toman el camino más
natural y más deseado por todos. La verdad, no me atrevo a
censurar la conducta del oficial, porque, dadas las circunstancias
del combate, la indisciplina de unos pocos puede suponer la vida de
muchos. Tampoco me atrevo a aprobarla, como es fácil adivinar
dado mi rango. Pero no quiero ahora hablar de ello. Lo que en este
momento debe preocuparme es la motivación del que
voluntariamente no huye.
Podemos,
en primer lugar, adoptar un tono poético, apelar a la épica
y considerar eso que la gente de armas denomina con el egregio nombre
de la "Gloria", o el más modesto, pero moralmente
más poderoso "Honor". O el deshonor, que viene a ser
lo mismo. También podemos hablar de ese concepto tan
calvinista que es el "Deber". Y, por supuesto, no podemos
olvidarnos del luchador altruista. En cualquier caso, no nos será
difícil encontrar tras todos ellos el enorme peso de la
presión social, eso que los freudianos conocían con el
sugestivo apelativo del "Super-yo".
Podemos
afirmar, incluso sin hacerle demasiado caso a Freud, que la presión
de la sociedad sobre los individuos se manifiesta en primer lugar en
la educación, y que es la familia la institución que
hace de puente. La familia es, por lo tanto, la primera instancia
socializadora. Por supuesto, también la escuela, pero para
cualquiera que haya visto "Mary Poppins" (supongo que la
mayoría) será evidente que este último caso
encierra para nosotros menor interés.
La
película nos muestra, en primer lugar, a los supuestos
protagonistas: una pareja de hermanos de corta edad, Jane y Michael
Banks, hijos de un matrimonio perteneciente al estrato superior de la
burguesía acomodada londinense. Sus padres, un directivo de un
reputado banco y una activista en favor de los derechos políticos
de las mujeres, confían su educación a una serie de
institutrices salidas, en apariencia, de las filas del Ejército
de Salvación y que abandonan su puesto en el preciso momento
en que se convencen de que no hay modo humano de inculcar en los
traviesos infantes la menor traza de los valores que representan.
Mujeres feas, desprovistas de cualquier vestigio de feminidad,
mujeres bajo cuyas cuadradas faldas se esconde únicamente el
engranaje de las piernas, con toda la apariencia y el carácter
de un sargento instructor de reclutas. Orden, disciplina, sentido del
deber y la moralidad, rígidos patrones de conducta, obsesión
por la decencia, el decoro y las formas, absoluta impermeabilidad con
respecto a toda fantasía que les desvíe del supremo fin
de la existencia: ganar dinero, como se verá en la más
sublime escena de la película. Estos son los valores a los que
los niños se muestran refractarios y en los que es preciso
embutirlos a toda costa.
El
matrimonio Banks está compuesto también por una pareja
de individuos asexuados. La esposa del banquero, Winifred, es una
idiotizada activista política que ha sido cuidadosamente
despojada por la guionista de cualquier atributo y función
maternal y cuya vida conyugal se reduce a una completa sumisión
a la autoridad del esposo, con desprecio absoluto de las ideas que
dice defender. En lo que menos pensaría un hombre al verla es
en una mujer, y en lo que menos pensaría un niño es en
una madre. El personaje parece calculado en la superficialidad exacta
necesaria para el mantenimiento del orden establecido. Cualquier
sentimiento o idea transgresora se mantiene en la periferia, alejada
del ombligo, del centro de gravedad del ser humano que la encarna, de
modo que resulta absolutamente inocua. En suma, Winifred Banks es un
fraude.
Otro
tanto podemos afirmar de George W. Banks. Este sujeto representa la
estabilidad del burgués acomodado y de su estrecho mundo. Un
hombre cuya única vocación parece reducirse a la
puntualidad. Dicen de Kant (que fue educado en el pietismo) que en
Koenisberg se le consideraba el patrón horario más
preciso, por encima incluso de los relojes de los campanarios a pesar
de su mecánica marcha. El señor Banks posee toda la
apariencia de un perfecto caballero inglés, tanto en el porte
como en su atuendo. Gobierna su casa como un rey su reino, con
inflexible disciplina pero con una generosa dosis de amorosa
condescendencia hacia las flaquezas de su familia. Siempre regresa
del banco a las seis de la tarde, justo cuando su vecino el almirante
se apresta a lanzar su último cañonazo, en la seguridad
de que sus hijos estarán ya dispuestos a regalarle con un
vespertino y candoroso ósculo de buenas noches, como vasallos
que constantemente han de rendir homenaje a su señor. Pero
todo su aplomo, su seguridad y su autoridad dependen, en última
instancia, de circunstancias que él no puede controlar. Basta
con que sus hijos se demoren, solo es preciso el mínimo
desorden en su rutina, para que su mundo se desplome. Es un pelele en
manos de poderes lejos de su alcance, como se verá luego en el
banco, ante los que no le cabe sino capitular vergonzantemente y
agachar la cabeza. No se trata pues, de un caballero, de un
gentleman, de un gentilhombre, sino de una pieza más en un
inmenso mecanismo cuyo impersonal pulso se ha convertido en la única
razón de su existencia y que se ve obligado a atender con toda
la exactitud de un engranaje de excelente precisión.
En
esa tesitura se encuentra una tarde nuestro impecable padre de
familia.Sus hijos se han retrasado. Se han extraviado en el parque y
la institutriz, harta ya de sus indisciplinas, ha claudicado ante sus
constantes travesuras y se ha despedido llena de justa indignación.
No valen contra su resolución las súplicas de la madre
de las criaturas, más preocupada por el empleo del aya que por
la seguridad del fruto de su vientre, ni las protestas de la criada,
que teme que la responsabilidad del cuidado de los niños
recaiga sobre ella al menos hasta que se pueda encontrar una
sustituta. Al señor Banks no le cabe más remedio que
hacerse cargo de la situación y, en un elocuente despliegue de
sus facultades de mando y organización racional, encarga un
anuncio en el "Times" en el que no se digna incluir ninguno
de los requisitos que sus vástagos, felizmente aparecidos
gracias a la eficiencia de la policía, le sugieren con
inocente ternura. Rapidez, eficacia, consecución del fin: he
aquí las virtudes de una máquina, que nuestro ínclito
ejecutivo hace suyas con evidente satisfacción.
Lo
que menos nos debe preocupar a nosotros, llegados a este punto, es si
el fracaso en la gestión del señor Banks se ha debido a
una cuestión puramente mágica -como es el caso- o sólo
al cúmulo de circunstancias adversas que frecuentemente hacen
zozobrar los asuntos humanos. En lo que sí debemos centrar
nuestra atención, por el contrario, es en el hecho cierto de
que el control sobre los resultados de su acción se le ha
escapado de las manos. Una cierta perplejidad desdeñosa es el
artificio con que nuestro caballero trata de encubrir su impotencia
frente a los envites del azar, ante los que no le cabe sino
resignarse, y una pequeña dosis de indiferencia flemática
que le permite mantener las formas.
En
vez de la austera y áspera institutriz que espera el señor
Banks, quien hace su aparición es la infantilmente guapa y
también asexuada Mary Poppins. Si duda, su atuendo revela la
existencia de alguna forma femenina, como la luz de su rostro, pero
al margen de los inocentes requiebros de Bert, el deshollinador, lo
cierto es que Mary podría ser un ángel, un hada sin
lentejuelas o una niña algo más crecida de lo
ordinario. Al menos, no se trata de una mujer en el sentido más
cabal del término. Para llegar a serlo necesitaría
investirse de algún atributo del que carece, y despojarse de
algún otro que le sobra.
Mary
Poppins reúne los requisitos que el señor Banks ignoró
cuando sus hijos le comunicaron sus preferencias, pero de un modo que
éstos no pueden sospechar. Pese a las apariencias, la niñera
es un ser inflexible y despiadado.Sabe cantar, su rostro no es
verrugoso y trata a los niños con dulzura, pero carece de la
menor empatía. Mary Poppins es a la ternura lo que Robocop es
a la justicia. O, para ser más precisos, lo que Locomotoro es
a la aventura. No hay nada cálido en el interior de su
impecable epidermis, ni el menor rastro de conmiseración hacia
sus pupilos. Ante todo, Mary tiene un deber que cumplir. Su misión
consiste en forzar a cada miembro de la familia Banks a asumir sus
obligaciones, cuyo olvido les encamina al caos. Es preciso que,
siempre que los intereses personales choquen contra el sagrado deber,
éstos queden relegados.
Un
alma que fuese realmente caritativa, que sintiese algún afecto
hacia sus semejantes, se inclinaría naturalmente -es decir, no
forzada por la externa conciencia del deber- a su consideración.
El reconocimiento de que el otro, quienquiera que tengamos en frente,
es un ser humano como nosotros y sujeto de los mismos derechos que
nos arrogamos es la consecuencia inmediata del hecho de que lo amemos
como a nosotros mismos. A su vez, para que efectivamente podamos amar
al prójimo como a nosotros mismos, es absolutamente necesario
que nos amemos a nosotros mismos. Pero Mary Poppins no tiene hacia sí
ningún miramiento, como muy bien le recuerda el mango de su
paraguas al final de la película. Ante todo, el deber; y
después del deber, nada. Si hay algún soplo de vida
humana en su interior ha de ser inmediatamente reprimido. Así
ocurre, por ejemplo, con el leve rubor que le causan los galanteos
que le dedica el deshollinador: se desvanecen y se relegan al olvido.
Un
poco de azúcar en la píldora que hemos de tomar, en el
gusarapo que tenemos que tragarnos, es la fórmula de Mary
Poppins para inclinarnos a la resignación. Lo mismo que al
soldado del que hablaba al principio le sazonamos los balazos con el
señuelo de la gloria, los afanes diarios han de ser
administrados bajo el dulce recubrimiento del juego (incluso la Bolsa
y las finanzas son un juego, de riesgo en este caso). Que cada cual
cargue con su cruz y siga. Y, como en la mentalidad calvinista no
tiene cabida nada que no sea el deber, resulta de ello que todo ha
sido trivializado, desde la lucha por los derechos cívicos
hasta las pulsiones eróticas. El objeto de nuestros deseos se
nos ha expropiado y ha sido substituido por adecuados sucedáneos:
la verdadera alegría por las burbujas, el calor humano por la
pornografía, el disfrute de lo obtenido en el trabajo por la
ganancia, el dolor de quienes han sido atropellados por el afán
de lucro por una deportiva derrota en el juego. En definitiva, si la
anciana que vende migas de pan para las palomas permanece en la
miseria, se debe a que la inversión que propone no resulta
suficientemente rentable. Está jugando mal al juego, con lo
que se hace culpable de su desgracia.
Bajo
la forma de una parodia que pretende, al menos, arrancar la sonrisa
del espectador se nos presenta una de las escenas más duras y
violentas de la historia del cine (seamos modestos: de la historia
del cine que conozco). La inversión de los dos peniques de
Michael llega a ser un asunto que compromete la estabilidad del
banco, los fundamentos del capitalismo. El capitalismo depende de la
certeza de la revalorización del capital, cualquiera que sea
su cuantía, que a su vez depende de sólo dos factores:
una inversión adecuada y tiempo. Cualquier capital no
adecuadamente colocado (el que se guarda bajo el colchón, por
ejemplo) supone un torpedo bajo la línea de flotación
del barco y socava gravemente los fundamentos de la sociedad. Sólo
así se explica la sofocante presión a que nos someten
los medios bajo la forma del culto al éxito, que en definitiva
depende siempre del éxito económico. Se nos hace
perentorio lograr que fructifiquen nuestros talentos, que se
acreciente el número de nuestros táleros, que la masa
de nuestros denarios rinda su interés.
Pero
la realidad se empeña constantemente en distinguirse de la
idealidad, y he aquí que todo inversor se ha de enfrentar
tarde o temprano a la conciencia angustiosa del riesgo. No hay nadie
con el poder suficiente para controlar todas las circunstancias, lo
mismo el grande que el pequeño. La abrumadora pequeñez
de cualquier agente, comparado con la masa de factores distintos que
pueden hacer fracasar una empresa, o con la insondable y
absolutamente despiadada voluntad divina -que viene a ser lo mismo- ,
junto con el estigma del fracaso y la ruina, someten al capitalista a
intolerables tensiones y lo abocan a la neurosis.
También
para estos males encontramos alivio en el azúcar de Mary
Poppins. Contra el riesgo de neurosis grave, o simplemente contra el
estrés, se nos propone una pequeña dosis de ciclotimia.
La risa compulsiva del tío Albert, ante la que la niñera
muestra una artificiosa condescendencia, lo mismo que el paseo por el
parque, supone un remanso para la tensión diaria, una
distracción necesaria incluso para esa caricatura de judío
usurero que es el señor Dawes, el director del banco. Es
tremendamente significativa la escena del despido del señor
Banks, en la que éste, después de haber sido humillado
por sus superiores sin la menor muestra de defensa o de rebeldía
por su parte, decide ceder a la tentación de tomarse su
lenitivo de risa y cuenta el chiste que le refiriera su hijo, que
procede del ciclotímico tío Albert. El viejo Dawes
morirá de risa esa misma noche, en cuanto su atrofiado sentido
del humor se reavive lo suficiente para caer en el doble sentido de
la historieta, y su muerte deja una vacante que permite la readmisión
inmediata del despedido. Al fin y al cabo, su falta le procuró
una buen final al anciano.
He
aquí la eficacia del remedio de Mary Poppins. La institutriz
nos enseña que podemos ignorar las normas en la medida
estrictamente necesaria para conseguir que nada cambie. Y mientras
nos tomamos nuestro respiro, resulta de buen tono que el resto de los
mortales mire para otro lado. Al fin y al cabo, nada del orden
establecido va a ser removido un ápice del lugar que en
justicia le corresponde. Así las cosas, una vez cumplido su
cometido, Mary ya puede marcharse tal como vino.
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