miércoles, 20 de febrero de 2013

Niñeras, deshollinadores, banqueros y neuróticos. Mary Poppins.


Durante siglos, a lo largo y ancho de la antigua Grecia, los poemas homéricos sirvieron de reflejo de la "areté", la nobleza, el conjunto de valores, actitudes y comportamientos que se consideraban propios de la aristocracia guerrera en primer lugar, y de la abnegación y entrega del ciudadano libre para con su ciudad y sus conciudadanos en la época clásica. El valor del héroe, que no retrocede nunca ante el enemigo por mucho que éste le supere, que arrostra el peligro de muerte y se sobrepone a la suprema incertidumbre en lo tocante al desenlace del combate, tiene su parangón y continuidad en la entereza del hoplita, del soldado que ha de mantener la línea en la formación sin flaquear ante las hordas enemigas, sosteniendo incluso al compañero muerto para no descomponer la fila. La cohesión es la fuerza de la falange, y depende de manera eminente del temple del individuo.
Siempre me he preguntado qué le impulsa al héroe, o al soldado, a no huir ante el peligro. En el caso de una guerra moderna tengo la fundada sospecha (yo he hecho la mili, y la revelación del misterio forma parte de la instrucción del recluta) de que tiene algo que ver con el famoso "tiro por la espalda" con que el oficial premia a quienes no muestran el suficiente ardor guerrero en batalla, dan la espalda al enemigo y toman el camino más natural y más deseado por todos. La verdad, no me atrevo a censurar la conducta del oficial, porque, dadas las circunstancias del combate, la indisciplina de unos pocos puede suponer la vida de muchos. Tampoco me atrevo a aprobarla, como es fácil adivinar dado mi rango. Pero no quiero ahora hablar de ello. Lo que en este momento debe preocuparme es la motivación del que voluntariamente no huye.
Podemos, en primer lugar, adoptar un tono poético, apelar a la épica y considerar eso que la gente de armas denomina con el egregio nombre de la "Gloria", o el más modesto, pero moralmente más poderoso "Honor". O el deshonor, que viene a ser lo mismo. También podemos hablar de ese concepto tan calvinista que es el "Deber". Y, por supuesto, no podemos olvidarnos del luchador altruista. En cualquier caso, no nos será difícil encontrar tras todos ellos el enorme peso de la presión social, eso que los freudianos conocían con el sugestivo apelativo del "Super-yo".
Podemos afirmar, incluso sin hacerle demasiado caso a Freud, que la presión de la sociedad sobre los individuos se manifiesta en primer lugar en la educación, y que es la familia la institución que hace de puente. La familia es, por lo tanto, la primera instancia socializadora. Por supuesto, también la escuela, pero para cualquiera que haya visto "Mary Poppins" (supongo que la mayoría) será evidente que este último caso encierra para nosotros menor interés.
La película nos muestra, en primer lugar, a los supuestos protagonistas: una pareja de hermanos de corta edad, Jane y Michael Banks, hijos de un matrimonio perteneciente al estrato superior de la burguesía acomodada londinense. Sus padres, un directivo de un reputado banco y una activista en favor de los derechos políticos de las mujeres, confían su educación a una serie de institutrices salidas, en apariencia, de las filas del Ejército de Salvación y que abandonan su puesto en el preciso momento en que se convencen de que no hay modo humano de inculcar en los traviesos infantes la menor traza de los valores que representan. Mujeres feas, desprovistas de cualquier vestigio de feminidad, mujeres bajo cuyas cuadradas faldas se esconde únicamente el engranaje de las piernas, con toda la apariencia y el carácter de un sargento instructor de reclutas. Orden, disciplina, sentido del deber y la moralidad, rígidos patrones de conducta, obsesión por la decencia, el decoro y las formas, absoluta impermeabilidad con respecto a toda fantasía que les desvíe del supremo fin de la existencia: ganar dinero, como se verá en la más sublime escena de la película. Estos son los valores a los que los niños se muestran refractarios y en los que es preciso embutirlos a toda costa.
El matrimonio Banks está compuesto también por una pareja de individuos asexuados. La esposa del banquero, Winifred, es una idiotizada activista política que ha sido cuidadosamente despojada por la guionista de cualquier atributo y función maternal y cuya vida conyugal se reduce a una completa sumisión a la autoridad del esposo, con desprecio absoluto de las ideas que dice defender. En lo que menos pensaría un hombre al verla es en una mujer, y en lo que menos pensaría un niño es en una madre. El personaje parece calculado en la superficialidad exacta necesaria para el mantenimiento del orden establecido. Cualquier sentimiento o idea transgresora se mantiene en la periferia, alejada del ombligo, del centro de gravedad del ser humano que la encarna, de modo que resulta absolutamente inocua. En suma, Winifred Banks es un fraude.
Otro tanto podemos afirmar de George W. Banks. Este sujeto representa la estabilidad del burgués acomodado y de su estrecho mundo. Un hombre cuya única vocación parece reducirse a la puntualidad. Dicen de Kant (que fue educado en el pietismo) que en Koenisberg se le consideraba el patrón horario más preciso, por encima incluso de los relojes de los campanarios a pesar de su mecánica marcha. El señor Banks posee toda la apariencia de un perfecto caballero inglés, tanto en el porte como en su atuendo. Gobierna su casa como un rey su reino, con inflexible disciplina pero con una generosa dosis de amorosa condescendencia hacia las flaquezas de su familia. Siempre regresa del banco a las seis de la tarde, justo cuando su vecino el almirante se apresta a lanzar su último cañonazo, en la seguridad de que sus hijos estarán ya dispuestos a regalarle con un vespertino y candoroso ósculo de buenas noches, como vasallos que constantemente han de rendir homenaje a su señor. Pero todo su aplomo, su seguridad y su autoridad dependen, en última instancia, de circunstancias que él no puede controlar. Basta con que sus hijos se demoren, solo es preciso el mínimo desorden en su rutina, para que su mundo se desplome. Es un pelele en manos de poderes lejos de su alcance, como se verá luego en el banco, ante los que no le cabe sino capitular vergonzantemente y agachar la cabeza. No se trata pues, de un caballero, de un gentleman, de un gentilhombre, sino de una pieza más en un inmenso mecanismo cuyo impersonal pulso se ha convertido en la única razón de su existencia y que se ve obligado a atender con toda la exactitud de un engranaje de excelente precisión.
En esa tesitura se encuentra una tarde nuestro impecable padre de familia.Sus hijos se han retrasado. Se han extraviado en el parque y la institutriz, harta ya de sus indisciplinas, ha claudicado ante sus constantes travesuras y se ha despedido llena de justa indignación. No valen contra su resolución las súplicas de la madre de las criaturas, más preocupada por el empleo del aya que por la seguridad del fruto de su vientre, ni las protestas de la criada, que teme que la responsabilidad del cuidado de los niños recaiga sobre ella al menos hasta que se pueda encontrar una sustituta. Al señor Banks no le cabe más remedio que hacerse cargo de la situación y, en un elocuente despliegue de sus facultades de mando y organización racional, encarga un anuncio en el "Times" en el que no se digna incluir ninguno de los requisitos que sus vástagos, felizmente aparecidos gracias a la eficiencia de la policía, le sugieren con inocente ternura. Rapidez, eficacia, consecución del fin: he aquí las virtudes de una máquina, que nuestro ínclito ejecutivo hace suyas con evidente satisfacción.
Lo que menos nos debe preocupar a nosotros, llegados a este punto, es si el fracaso en la gestión del señor Banks se ha debido a una cuestión puramente mágica -como es el caso- o sólo al cúmulo de circunstancias adversas que frecuentemente hacen zozobrar los asuntos humanos. En lo que sí debemos centrar nuestra atención, por el contrario, es en el hecho cierto de que el control sobre los resultados de su acción se le ha escapado de las manos. Una cierta perplejidad desdeñosa es el artificio con que nuestro caballero trata de encubrir su impotencia frente a los envites del azar, ante los que no le cabe sino resignarse, y una pequeña dosis de indiferencia flemática que le permite mantener las formas.
En vez de la austera y áspera institutriz que espera el señor Banks, quien hace su aparición es la infantilmente guapa y también asexuada Mary Poppins. Si duda, su atuendo revela la existencia de alguna forma femenina, como la luz de su rostro, pero al margen de los inocentes requiebros de Bert, el deshollinador, lo cierto es que Mary podría ser un ángel, un hada sin lentejuelas o una niña algo más crecida de lo ordinario. Al menos, no se trata de una mujer en el sentido más cabal del término. Para llegar a serlo necesitaría investirse de algún atributo del que carece, y despojarse de algún otro que le sobra.
Mary Poppins reúne los requisitos que el señor Banks ignoró cuando sus hijos le comunicaron sus preferencias, pero de un modo que éstos no pueden sospechar. Pese a las apariencias, la niñera es un ser inflexible y despiadado.Sabe cantar, su rostro no es verrugoso y trata a los niños con dulzura, pero carece de la menor empatía. Mary Poppins es a la ternura lo que Robocop es a la justicia. O, para ser más precisos, lo que Locomotoro es a la aventura. No hay nada cálido en el interior de su impecable epidermis, ni el menor rastro de conmiseración hacia sus pupilos. Ante todo, Mary tiene un deber que cumplir. Su misión consiste en forzar a cada miembro de la familia Banks a asumir sus obligaciones, cuyo olvido les encamina al caos. Es preciso que, siempre que los intereses personales choquen contra el sagrado deber, éstos queden relegados.
Un alma que fuese realmente caritativa, que sintiese algún afecto hacia sus semejantes, se inclinaría naturalmente -es decir, no forzada por la externa conciencia del deber- a su consideración. El reconocimiento de que el otro, quienquiera que tengamos en frente, es un ser humano como nosotros y sujeto de los mismos derechos que nos arrogamos es la consecuencia inmediata del hecho de que lo amemos como a nosotros mismos. A su vez, para que efectivamente podamos amar al prójimo como a nosotros mismos, es absolutamente necesario que nos amemos a nosotros mismos. Pero Mary Poppins no tiene hacia sí ningún miramiento, como muy bien le recuerda el mango de su paraguas al final de la película. Ante todo, el deber; y después del deber, nada. Si hay algún soplo de vida humana en su interior ha de ser inmediatamente reprimido. Así ocurre, por ejemplo, con el leve rubor que le causan los galanteos que le dedica el deshollinador: se desvanecen y se relegan al olvido.
Un poco de azúcar en la píldora que hemos de tomar, en el gusarapo que tenemos que tragarnos, es la fórmula de Mary Poppins para inclinarnos a la resignación. Lo mismo que al soldado del que hablaba al principio le sazonamos los balazos con el señuelo de la gloria, los afanes diarios han de ser administrados bajo el dulce recubrimiento del juego (incluso la Bolsa y las finanzas son un juego, de riesgo en este caso). Que cada cual cargue con su cruz y siga. Y, como en la mentalidad calvinista no tiene cabida nada que no sea el deber, resulta de ello que todo ha sido trivializado, desde la lucha por los derechos cívicos hasta las pulsiones eróticas. El objeto de nuestros deseos se nos ha expropiado y ha sido substituido por adecuados sucedáneos: la verdadera alegría por las burbujas, el calor humano por la pornografía, el disfrute de lo obtenido en el trabajo por la ganancia, el dolor de quienes han sido atropellados por el afán de lucro por una deportiva derrota en el juego. En definitiva, si la anciana que vende migas de pan para las palomas permanece en la miseria, se debe a que la inversión que propone no resulta suficientemente rentable. Está jugando mal al juego, con lo que se hace culpable de su desgracia.
Bajo la forma de una parodia que pretende, al menos, arrancar la sonrisa del espectador se nos presenta una de las escenas más duras y violentas de la historia del cine (seamos modestos: de la historia del cine que conozco). La inversión de los dos peniques de Michael llega a ser un asunto que compromete la estabilidad del banco, los fundamentos del capitalismo. El capitalismo depende de la certeza de la revalorización del capital, cualquiera que sea su cuantía, que a su vez depende de sólo dos factores: una inversión adecuada y tiempo. Cualquier capital no adecuadamente colocado (el que se guarda bajo el colchón, por ejemplo) supone un torpedo bajo la línea de flotación del barco y socava gravemente los fundamentos de la sociedad. Sólo así se explica la sofocante presión a que nos someten los medios bajo la forma del culto al éxito, que en definitiva depende siempre del éxito económico. Se nos hace perentorio lograr que fructifiquen nuestros talentos, que se acreciente el número de nuestros táleros, que la masa de nuestros denarios rinda su interés.
Pero la realidad se empeña constantemente en distinguirse de la idealidad, y he aquí que todo inversor se ha de enfrentar tarde o temprano a la conciencia angustiosa del riesgo. No hay nadie con el poder suficiente para controlar todas las circunstancias, lo mismo el grande que el pequeño. La abrumadora pequeñez de cualquier agente, comparado con la masa de factores distintos que pueden hacer fracasar una empresa, o con la insondable y absolutamente despiadada voluntad divina -que viene a ser lo mismo- , junto con el estigma del fracaso y la ruina, someten al capitalista a intolerables tensiones y lo abocan a la neurosis.
También para estos males encontramos alivio en el azúcar de Mary Poppins. Contra el riesgo de neurosis grave, o simplemente contra el estrés, se nos propone una pequeña dosis de ciclotimia. La risa compulsiva del tío Albert, ante la que la niñera muestra una artificiosa condescendencia, lo mismo que el paseo por el parque, supone un remanso para la tensión diaria, una distracción necesaria incluso para esa caricatura de judío usurero que es el señor Dawes, el director del banco. Es tremendamente significativa la escena del despido del señor Banks, en la que éste, después de haber sido humillado por sus superiores sin la menor muestra de defensa o de rebeldía por su parte, decide ceder a la tentación de tomarse su lenitivo de risa y cuenta el chiste que le refiriera su hijo, que procede del ciclotímico tío Albert. El viejo Dawes morirá de risa esa misma noche, en cuanto su atrofiado sentido del humor se reavive lo suficiente para caer en el doble sentido de la historieta, y su muerte deja una vacante que permite la readmisión inmediata del despedido. Al fin y al cabo, su falta le procuró una buen final al anciano.
He aquí la eficacia del remedio de Mary Poppins. La institutriz nos enseña que podemos ignorar las normas en la medida estrictamente necesaria para conseguir que nada cambie. Y mientras nos tomamos nuestro respiro, resulta de buen tono que el resto de los mortales mire para otro lado. Al fin y al cabo, nada del orden establecido va a ser removido un ápice del lugar que en justicia le corresponde. Así las cosas, una vez cumplido su cometido, Mary ya puede marcharse tal como vino.



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