domingo, 24 de febrero de 2013

Vocación o llamada.


En el capítulo tercero del libro primero de Samuel, el inspirado redactor de la palabra divina nos cuenta cómo el protagonista, apenas un muchacho, recibe la llamada de Yaveh y cómo se pone a su servicio. "Habla, Señor, que tu siervo escucha" , responde el interpelado siguiendo las instrucciones de su maestro Elí. Samuel es elegido, del mismo modo que lo habían sido antes Abraham y Moisés, como instrumento en manos de Dios para la instauración de su Reino. Lo peculiar de la vocación de Samuel, lo que le diferencia de Moisés, por ejemplo, es que el muchacho no recibe un mandato concreto. Lo único que se requiere de él es su disponibilidad. No se trata, en este caso, de un conductor de hombres, de un jefe, un líder o un caudillo, sino de un humilde siervo de Dios cuya misión es entronizar a Saúl, primer rey de Israel, y después a David. Es preciso crear en la Tierra Prometida un reino terrenal a imagen y semejanza del reino celestial.
El libro primero de Samuel, aunque narra hechos históricos reconocibles y acontecidos a finales del siglo XI antes de Cristo, se redactó muy probablemente a mediados del siglo VI antes de nuestra era a partir de tradiciones orales antiguas o quizá de algún escrito previo. Por esas mismas fechas, unos griegos asentados en el Asia Menor -los jonios- estaban pariendo la idea de que bajo el aparente carácter aleatorio de los acontecimientos de tejas abajo se escondía un orden ("logos") que, milagrosamente, transformaba el caos en un cosmos. Tales de Mileto vivió a caballo de los siglos VII y VI, Anaximandro y Anaxímenes -aunque más jóvenes- fueron sus contemporáneos y paisanos, a Pitágoras y a Jenófanes podemos fecharlos a mediados del VI, a Parménides y Heráclito a finales y principios del siguiente. Empédocles, y Anaxágoras vivieron ya en el siglo V.
Comoquiera que lo entendamos, el "logos" -la razón- es algo que el sujeto inteligente comparte con el mundo que ha de comprender. Nos resultaría radicalmente imposible pensar el mundo y razonar acerca de él si no poseyese un elemento racional que lo emparentase con nuestro espíritu. Que el parentesco sea consanguíneo o sólo político es asunto que no nos preocupa ahora, por el momento nos basta con reconocer que existe. Me atengo a la conocida sentencia de Hegel según la cual todo lo real es racional, y viceversa.
Pero, entre los jonios, enseguida caló la idea de que la razón no sólo está emparentada con el cosmos sino que lo dirige. La filosofía se centró en primer lugar en indagar acerca del "arché", el principio, el elemento, la esencia primordial de la que todo deriva. Sin embargo, ya Tales lo pensó como algo vivo porque era preciso señalar el carácter cambiante de cuanto existe. "Todo está lleno de dioses", o de espíritus, decía. Y casi desde el principio -o incluso desde el mismo principio- quedó claro que este elemento primordial no podía corresponderse con ninguna de las substancias materiales que se encuentran en la naturaleza, porque el arché debe servir para explicar la existencia de todas ellas y en ese caso quedaría una (el mismo arché) sin explicación. La consecuencia es que este "elemento" inició una deriva hacia la abstracción que terminó por alejarlo definitivamente de la naturaleza. Tales no propuso como elemento el agua, sino "lo húmedo". Anaximandro hablaba de una substancia indeterminada que llamó apeiron (a-peiron significa "sin límite", ni físico ni conceptual). Anaxímenes propuso el aire, pero no era tanto el aire que respiramos como el pneuma que exhalamos con nuestro último suspiro en el momento de la muerte (el vaho de la respiración contiene humedad). En Anaxímenes el principio ya es espíritu, principio vital, la diferencia entre un animal vivo y su cadáver.
Desde su mismo origen, el concepto griego de "Physis" incluye una nota de animación interna, de poseer vida propia, que es ajena a nuestro concepto de "Naturaleza". O, al menos, a la mayor parte de nuestras concepciones sobre la naturaleza (obsérvese la diferencia entre escribir el término con mayúscula o con minúscula). A partir de las enseñanzas de Pitágoras -muy influenciado por las tradiciones místicas orientales- y su escuela se abre camino la idea de que esta unidad viva de la physis posee naturaleza divina. El mismo Pitágoras habla de un fuego central que anima el cosmos cuya naturaleza parece superar lo puramente físico; Heráclito ve un logos que subyace bajo la aparente mutabilidad de lo real y lo identifica también con el fuego probablemente por su capacidad de ascender a las regiones superiores; Parménides prescinde de los cambios -que considera aparentes- y le confiere a la unidad del Ser los atributos de la divinidad (el Ser es uno, inmutable, perfecto y esférico).
(Aunque quede ahora fuera de tema, no me resisto a insistir sobre el carácter esférico del Ser. La importancia de la esfera en la cosmología de todas las épocas es capital y se deja ver incluso en la Teoría de la Gravitación de Newton. La Ley del inverso del cuadrado de la distancia se corresponde muy bien con el hecho de que la superficie de una esfera sea directamente proporcional al cuadrado del radio).
A pesar del evidente carácter divino de la physis, aún no está claro su carácter personal. La idea de un Dios personal que gobierna el mundo es extraña a Grecia, procede de Oriente. Para estos primeros filósofos griegos rige la idea de la "Necesidad", que el famoso fragmento de Anaximandro nos describe con una claridad y una belleza conmovedoras: "Ahora bien, nos dice, a partir de donde hay generación para las cosas, hacia allí se produce también la destrucción, según la necesidad; en efecto, pagan la culpa unas a otras y la reparación de la injusticia, de acuerdo con el ordenamiento del tiempo" (C. Eggers Lan y V.E. Juliá, "Los filósofos presocráticos", fragmento 134). Anaximandro nos asegura que el punto inicial del movimiento coincide con su punto final, y sólo una figura cerrada cumple esa premisa. El carácter ciego de la necesidad se nos aparece con la idea del devenir cíclico. Lo que se repite carece de sentido, no se dirige a ninguna parte, no progresa hacia ningún fin.
Lo genuinamente griego es la trágica idea del devenir cíclico y la concepción solidaria de que el mundo es accesible a la razón. Si no lo fuese no podríamos siquiera reconocer un patrón cíciclo en el devenir, ni ningún otro. Ya hemos visto que la razón es lo que convierte el caos en un cosmos. Pero, como la razón es un atributo personal, por esta vía puede introducirse el personalismo en la concepción de Dios. El pensador que inicia esta tradición es, probablemente, Pitágoras. El testigo lo recoge Jenófanes, que pasa por ser el fundador de la escuela eleática, aunque su concepción de Dios, según muchos estudiosos, no tiene por qué coincidir con la nuestra. Empédocles afirmaba que eran dos las fuerzas que movía el mundo: el amor y el odio. Pero, aunque claramente aluden a seres personales, su alternancia no escapa a la concepción cíclica. Anaxágoras de Clazomene nos habla de un espíritu, o pensamiento (nous) que gobierna el mundo. Sin embargo, nuestro platónico Sócrates se queja de que, entusiasmado en su juventud por tan revolucionario aserto, enseguida se percata de que "en absoluto hacía intervenir al intelecto y que no daba causa alguna respecto de la ordenación de las cosas, sino que la imputaba al aire, al éter y al agua, y otras muchas cosas insólitas" (Platón, "Fedón").
En un exceso de caridad nosotros podríamos disculpar el defecto de Anaxágoras alegando aquello que decía Occam: "Dios puede inmediatamente hacer por sí mismo, en el orden de la causa eficiente, todo lo que puede mediante la causa segunda" (Tratado sobre los principios de la teología). Es decir: Dios podría prescindir de cualquier instrumento, incluido el mundo mismo, para realizar su obra. Pero, puesto que el mundo existe y tiene una Historia, hay que suponer que prefiere actuar mediante las causas segundas, que son las que operan en el mundo natural. A este respecto, es pertinente recordar cómo continúa el texto de Occam:"Puesto que puede mediante alguna creatura realizar tal precepto, se sigue que también lo puede realizar por sí mismo; así pues, la voluntad obediente a tal precepto, establecido por Dios, merecería la beatitud".
De este texto hay que destacar, además de lo dicho, el hecho de que el precepto está establecido, de antemano, por Dios. Este aserto depende de la interpretación escolástica del finalismo aristotélico. Como es sabido, Aristóteles, además de ser uno de los dos filósofos capitales -si no el primero- de la tradición occidental, fue el biólogo más importante de la antigüedad. Sus doctrinas acerca del movimiento (es decir: del cambio en general) no pueden ser comprendidas al margen del desarrollo observado de los seres vivos. Una planta, por ejemplo, se encuentra toda ella preformada en la semilla, y su vida no es otra cosa que el despliegue -el desarrollo- de esta forma previa hasta alcanzar la madurez. Este estado final es considerado por el estagirita como "causa", la famosa causa final.
Restringido al ámbito de los seres vivos, el finalismo aristotélico, su teleología, es ciego, queda ayuno de Dios. Precisamente esa es su pretensión, no duplicar innecesariamente los entes con mundos suprasensibles al modo de Platón. "Entia non sunt multiplicanda", decía Occam al aplicar su famosa navaja. La idea, la forma, es inmanente, está en la cosa misma y no fuera de ella. Pero cuando se aplica a todo el abanico de la realidad se hace susceptible de alguna otra interpretación. En efecto, es posible imaginar la existencia de una causa final que rija el conjunto del cosmos y, dado el carácter divino que se atribuye a la Naturaleza, personalizar la causa en un Dios que gobierna todo el orbe.
La gentil Grecia clásica, con el lastre de su trágica concepción cíclica del devenir, no podía ella sola arribar a tales puertos. Es cierto que llegó a barruntar la idea y que estuvo realmente cerca de ella con la concepción platónica de un demiurgo que construye el mundo material a semejanza del ideal. Pero no creo que la idea platónica pueda considerarse causa -ni formal ni final- de las cosas. El dios que imagina el ateniense no es dueño del mundo ideal, lo conoce de forma eminentísima, pero no distinta del modo en que pueda llegar a conocerlo el filósofo. Y tampoco domina el sustrato material con el que ha de construir su mundo. Materia e idea pertenecen a esferas que son completamente ajenas la una para la otra. En consecuencia, el mundo es una mera copia imperfecta que se desmorona y que, supongo, deberá ser apuntalada periódicamente. El mundo de Platón es genuinamente griego.
Lo que se necesitaba era una concepción lineal de la Historia junto con un Dios personal todopoderoso. Esa es la aportación al pensamiento occidental de la tradición cristiana y hebrea. Sin esto, no se entiende cómo ha podido transformarse el finalismo de Aristóteles en, por ejemplo, la quinta vía de Santo Tomás de Aquino. Dios tiene un plan, y el mundo progresa hacia su logro bajo la atenta mirada del Creador. Cada una de las criaturas es un instrumento en sus manos, y -como Samuel- está llamada a desempeñar su papel. Dios nos llama, nos invoca, y nosotros hemos de responder a su vocación. La vocación, como la fe, es un don, y supone un concepto prohibido para la mentalidad pagana. La premisa básica de la relación de Dios con su creación es que la Gracia la impregna por entero, desciende y cala en ella. Para un griego, sin embargo, a pesar de que el mundo se hace accesible a la razón -y precisamente porque el mundo se hace accesible a la razón- el movimiento es el inverso. Es el hombre el que ha de ascender hasta la idea. En tanto que un cristiano cree en la coincidencia final entre el mundo ideal y material, en la superación postrera de todas las contradicciones, y participa en el proceso, el pagano los imagina absolutamente disjuntos. Quizá por eso la ciencia moderna ha enunciado leyes universales, en tanto que la cosmología clásica mantenía la distinción entre las regiones celestes y las sublunares.
Sea como fuere, lo cierto es que una ciencia que trate de explicar los hechos no puede prescindir de los hechos en sus explicaciones. Y si aprendemos a observarlos desnudos de ideas previas -o casi desnudos, tal como exige el método- entonces no apreciaremos finalidad ninguna. Los fines que concebimos son siempre parciales (los designios de Dios son inescrutables), y por lo tanto arbitrarios. Si aplicamos un punto de vista lo suficientemente amplio veremos que la suma total de todas las cosas es siempre cero. La muerte sigue a la vida, la destrucción a la generación. Esta es la venganza que, finalmente, el mundo gentil perpetra contra la tiranía del cristiano.
El desmoronamiento de la cosmovisión teológica del mundo es un hecho, y yo sospecho que se ha debido, al menos en parte, a la erradicación de las causas finales en la ciencia. El mismo movimiento ideal que nos llevó a postular la idea del fin universal último a partir de las causas finales particulares nos lleva ahora a postular su negación. Hay autores, como Nietzsche, que han teorizado incluso acerca de lo inevitable del proceso. El propio despliegue de la Idea termina negándola. Pero lo innegable es que, dado que disponemos de dos modos radicalmente diferentes e irreductibles de considerar el mundo, se impone la idea de que ambos son arbitrarios. En consecuencia, no hay fin, no hay designio, el concepto de llamada o de vocación carece de contenido y la vida no posee ningún sentido fuera de sí misma.
Este es precisamente el punto al que quería llegar y donde concluyo.

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