miércoles, 25 de septiembre de 2013

Laplace

¿Ya les he contado que Saturnino era un genio? Digo que era un genio no porque haya muerto, sino porque está sepultado bajo la montaña de fármacos que le administran en el sanatorio para controlar su histeria. De su enfermedad ya he hablado, creo, y no es cuestión de repetirme ahora. Por si no lo saben, les diré que lleva dos años recluido, que en ese tiempo ha sufrido varias crisis que obligaron a encerrarlo en una celda acolchada, y que cuando está fuera de ese muelle sarcófago no resulta mucho más comunicativo que la silla donde permanece sentado al sol, consumiendo sus días con aire beatífico y ausente. Allí le he visto varias veces, en el rincón templado del patio, con la vista perdida en el infinito que se atisba entre el alar del tejado y las ramas del enorme tilo que le da sombra en verano. En una ocasión crucé mi mirada con la suya. Me sonrió con una mueca apenas perceptible que rezumaba algo de baba, giró la cabeza y volvió a clavar los ojos en ese poquito de azul que se ve desde donde vegeta toda la tarde.
Y, sin embargo, era un genio. Uno de esos genios que no sirven para nada, que emplean su talento sin gastarlo realizando las ideas más excéntricas que su sorprendente inteligencia es capaz de concebir. Claro, me dirán ustedes, los que llevan a cabo proyectos útiles reciben otros calificativos. "Genio" es un eufemismo para referirse, sin ofenderles, a todos aquellos que tienen la cabeza llena de pájaros, los arquitectos de castillos en el aire, fotógrafos de quimeras, maestros de lo improbable, técnicos de lo imposible y otras gentes por el estilo.
Antes de su enfermedad nos veíamos con frecuencia y charlábamos de largo. De nada en concreto. Me gustaba su conversación, su palabra fácil, su discurso difícil y mordaz y esa media sonrisa socarrona que se le dibujaba cuando escupía los sarcasmos más sutiles. Su verbo era de una corrección que rayaba en lo enfermizo, pero tenía la lengua más afilada de Europa. Y cuando la ocasión lo requería, como un recurso retórico más, sabía soltar el taco más procaz sin que desentonase en absoluto. No es que fuese un tipo simpático, que no lo era, pero me gustaba escucharle, y a él también. Si con el tiempo llegamos a intimar no fue porque se dignara descender al plano personal y abrirme su alma, como suele decirse, sino porque es inevitable que algo de lo que uno es transcienda de lo que dice. No sé nada de su vida ni de su familia, que apenas conozco, pero creo que he llegado a desentrañar la arquitectura de sus entendederas.
Sé que Saturnino es matemático y que se dedicó a la informática, porque de cuando en cuando me contaba en qué andaba metido. En una ocasión que nos tropezamos por casualidad en la calle decidimos dejar cuanto teníamos entre manos para irnos a desayunar a una cafetería cercana de la que éramos clientes asiduos. Chocolate con churros, como siempre. El camarero ya no necesitaba acudir a tomar nota, bastaba un mutuo saludo con la mano para asegurar que nuestra presencia había sido advertida y ya podíamos estar seguros de que en un par de minutos tendríamos nuestro desayuno en la mesa. Y si al saludo le acompañábamos con un gesto reiterado de la mano con el pulgar hacia abajo, sobre todo si hacía frío, el chocolate vendría enriquecido con un abundante chorro de cognac de garrafa. A veces el solícito empleado preguntaba "¿como siempre?", y nosotros asentíamos. Con eso también bastaba.
Aquel día estaba especialmente comunicativo. Se le veía con aire cansado, pero satisfecho, y tenía ganas de hablar. Me contó que le habían encargado el desarrollo de un programa para evaluar la potencia de cálculo de un superordenador que había construido la empresa para la que trabajaba de ordinario, que tenía ya el trabajo muy avanzado y que todo el mundo estaba a la expectativa. Pero él les tenía una sorpresa reservada. Por lo visto había ideado un test extremadamente novedoso que pretendía averiguar hasta dónde podía llegar la espontaneidad de una inteligencia artificial como la que habían creado. Yo enseguida capté la ironía de "inteligencia artificial" y le hice notar que eso de la espontaneidad poco tenía que ver con los números.
-Ya veremos - respondió.
Me explicó que su intención era que la computadora respondiese a una pregunta planteada en el lenguaje ordinario, en román paladino. Para ello, como era lógico, la máquina tenía que formularla en términos que la hiciesen susceptible de computación. Y era ahí donde entraba en juego la espontaneidad. Para un matemático humano, me decía, traducir a un lenguaje formalizado una cuestión ya previamente semiformalizada requiere grandes dosis de imaginación e ingenio, el resto es puro cálculo. El trabajo previo de semiformalización del problema es ingente y, en realidad, ha implicado a todos los hombres a lo largo de la historia. Pero Saturnino estaba convencido de que todo ese trabajo podría reducirse a un conjunto más o menos extenso de operaciones lógicas y matemáticas.
-Pero eso no es nada nuevo -objeté-, ya hay ordenadores que calculan el estado futuro de un sistema físico a partir de su estado presente. Cualquier servicio meteorológico dispone de cosas así.
-¡Claro! Pero si el tiempo va a ser agradable o desapacible es cosa que sólo el meteorólogo es capaz de asegurar. El ordenador recibe valores y da valores.Yo lo que pretendo es que sea la máquina la que califique el resultado.
Se me ocurrió que el problema era mucho más sencillo de lo que él suponía, que bastaba con dar instrucciones para traducir por "apacible" la situación cuyos parámetros cayesen dentro de un cierto abanico de valores. Pero me callé por dos motivos: primero, porque era posible que unos parámetros quedasen dentro y otros fuera, lo que complicaba el problema (y cuantas más variables considerásemos, más complicado sería); segundo, porque sospechaba que Saturnino quería ir un poco más allá.
-Imagina -prosiguió cuando se percató de que mi silencio era significativo- que el problema que le planteo es si un determinado monumento es bello o no.
Me explicó que la cuestión podía hacerse más o menos sencilla. En el primer caso, la opinión del ordenador reproduciría la del programador. Lo que estaba haciendo Saturnino era ir introduciendo cada vez mayor número de variables e ir observando cómo las respuestas se iban modificando. Ya había logrado que clasificase los monumentos de su base de datos en una lista, y el orden difería notablemente de sus preferencias personales.
-¡Bah! -le dije-, eso es que ni tú sabes cómo plantearlo.
-Necesito saber lo que piensa ese trasto -respondió con un gesto a medio camino entre el asentimiento y la contrariedad.
Nuestra conversación debió de discurrir por esos derroteros más o menos, pero después de tanto tiempo ustedes no me pueden exigir que la reproduzca punto por punto. Mi memoria es flaca, y yo lo suficientemente perezoso como para no molestarme en referir sino lo esencial. Recuerdo que me intrigó un tanto que mi amigo sospechase que el "trasto" pudiera pensar, pero como Saturnino tenía esa forma peculiar de expresarse, lo ignoré.
Después de ese día estuve varias semanas sin saber de él. Hay que hacerse cago de ello: ustedes no conocen a este sujeto, pero yo he tenido tiempo para acostumbrarme al hecho cierto de que sus silencios preludian algo importante. En consecuencia, cuanto más tardaba en dar señales de vida, tanto más me comía la curiosidad por saber qué tramaba. Uno se tiene por persona discreta y no muy amiga de violentar la reserva de quienes cree que desean ser reservados, por eso a menudo me veo luchando contra mi curiosidad natural y mis tremendas ganas de meter las narices donde no me importa. Lo digo para que, si el lector tiene a bien concederla, pueda yo gozar de su indulgencia. Y es que, finalmente, cedí a la tentación de sonsacarle lo que pudiera y le llamé por teléfono.
-¡Qué! ¿Por fin sabes lo que piensa ese trasto? -pregunté después del saludo más breve que exige la cortesía.
Como era de esperar, la respuesta no fue ni un sí ni un no. Iba progresando poco a poco, pero de ningún modo podía asegurar haber penetrado en el mecanismo de su inteligencia. Me reveló que había optado por utilizar un ordenador auxiliar que gestionase sus comunicaciones con Laplace, pero que no sabía cómo interpretar los datos que le ofrecía. En definitiva, esa mente -si es que había una mente- seguía siendo un misterio.
-¿Laplace? ¿Quién es Laplace?
- Laplace -me dijo- es el nombre que le han puesto al superordenador.
Con una dosis de guasa suficiente para que me abofetease en el caso de haber estado presente, le pregunté si Laplace había clasificado ya el patrimonio nacional. Ninguna persona prudente contesta preguntas retóricas, y Saturnino era prudente, pero me adelantó que ya tenía decidida la pregunta que le iba a formular a la computadora, que lo haría en breve acompañado de su equipo de trabajo, y -puesto que había mostrado curiosidad- me invitaba al evento.
"En breve" resultó ser cosa de un mes. Durante ese tiempo nos vimos regularmente y siempre me recordaba la cita.
- Ya te llamaré - me decía.
Me llamó la víspera por la noche, a una hora a la que los mortales habitualmente duermen. Quedamos en desayunar en nuestra cafetería y después realizaría la prueba en su despacho. Me explicó que Laplace era un ordenador muy potente, pero muy pequeño (se podía desmontar y transportar fácilmente en una furgoneta), que ya había superado los tests habituales, que había comenzado a venderse, y que el "suyo" era un modelo de serie. El test corría por cuenta de Saturnino, aunque el fabricante había cedido el aparato.
-No sabemos lo que va a durar- me advirtió-. No vayas con prisa.
Recuerdo de ese día, sobre todo, que resultó ser decepcionante. En mi inocencia, yo esperaba una reunión de sesuda gente vestida con bata blanca, bregando con un engendro zumbante y descomunal al que habrían de dedicar atención exclusiva. Por el contrario, el despacho de Saturnino no era grande, ni su atmósfera permitía respirar el aire tenso que, según imaginaba, debe rodear un evento de la importancia que yo le había dado. Nos habíamos reunido cuatro personas. Saturnino y su ayudante, un ingeniero en representación del fabricante de Laplace y yo. En una esquina del cuarto había un armario de metal gris con puerta de cristal que mostraba los distintos componentes de la máquina, todos ellos púdicamente protegidos por sus correspondientes carcasas de plástico. Quizá esperase ver los resortes de la inteligencia encarnados en complejo mecanismo; sin embargo allí dentro no había más que cajas cuyo único signo de actividad era el parpadeo de innúmeros pilotos multicolores.
-¿Esas lucecitas -me atreví a preguntar- son la inteligencia artificial?
El ingeniero se me quedó mirando, y luego buscó los ojos de Saturnino con la callada pero elocuente mirada de quien se pregunta qué tipo de chalado es el que tiene en frente.
-No me jodas, Antonio -dijo mi amigo-, que esto va en serio.
El despacho estaba iluminado por unas lámparas de neón empotradas en el falso techo, porque el ventanuco que daba a la calle era tan angosto que los fotones no podían entrar si no era empujándose, y se lisiaban. Además, el día estaba gris y llovía tercamente. A un lado de la ventana, el ayudante de Saturnino terminó de revisar las conexiones entre Laplace y el ordenador auxiliar, se sentó ante una consola y se dio a ametrallarnos los oídos aporreando digitalmente su teclado.
-Ya está -dijo al cabo de un minuto.
Con un gesto teatral que recordaba el de un prestidigitador que saca un conejo de su chistera, Saturnino extrajo un papel de su portafolio, se lo tendió a su ayudante y dijo:
-Esta es la pregunta que le vamos a formular a Laplace.
Hubo entre ambos un cruce de miradas y sendos gestos de asentimiento.
-Venga, Eulogio, dale.
Se oyó de nuevo el tableteo en el teclado, la voz de Eulogio que recitaba con voz clara: "Laplace, ¿qué debemos hacer para resolver los problemas de la Humanidad?", y, enseguida, el zumbido de una impresora de papel continuo que arrancó de improviso y llenó de estruendo el aire del despacho. Cada fibra del espacio se sentía tensada por una calma expectante mientras yo cruzaba miradas escépticas con cada uno de los presentes.
-¿De verdad esto va en serio? -pregunté-. ¿Creéis que Laplace va a poder procesar eso?
El ingeniero señaló a la impresora con los ojos.
-Por lo menos, Isabel trabaja bien -comentó.
-Isabel es el ordenador- secretaria de Laplace - me explicó Saturnino-, y transcribe la actividad que detecta.
La impresora trabajaba con verdadero frenesí. Imprimía líneas y líneas con una incomprensible sucesión de caracteres, un galimatías caótico en el que a duras penas se podía distinguir una palabra inglesa, secuencias arbitrarias de unos y ceros y otras cosas por el estilo. El papel continuo corría a velocidad uniforme y se amontonaba en el suelo delante del aparato.No tardé en cansarme de asomar la vista a esos pliegos que tan poca cosa me aclaraban.
Cuando nuestros oídos estaban empezando a acostumbrarse al estruendo, Isabel tomó la palabra.
-Laplace informa de que está procesando el problema- dijo. Y lo hizo con una voz tan cálida, tan seductora, con una entonación tan perfecta y equilibrada, con tal dulzura y entusiasmo, que estuve de veras tentado a destripar la carcasa de plástico y rescatar de su prisión a la muchacha.
Mientras más de uno de los presentes pugnaba por reprimir sus impulsos, Saturnino improvisó una mesa volteando el paragüero y colocando encima un tablero de ajedrez que debía de tener preparado al efecto. Arrimó cuatro sillas, sacó una baraja del bolsillo de su chaqueta y dijo:
-¡Venga! Vamos a echar una partida, que esto va para largo.
El ingeniero protestó un poco alegando que la última vez que había jugado a las cartas tuvo que hacerlo tapando con el dedo índice de su mano izquierda el hueco que quedaba entre sus incisivos, para evitar que le silbase la voz. Finalmente se sentó, pero estuvo a punto de derribar el tablero con las rodillas. Era un tipo alto y grueso que se movía con el aire desgarbado de un mastodonte, de pelo ya cano y una voz aguda que no se correspondía con su aspecto. Se sentó enfrente de mí, de lo que pude deducir, mucho más aprisa de lo que lo hubiera hecho Laplace, que la partida no sería muy amena.
Eulogio, por el contrario, era un tipo menudo, de carácter reservado, pocas palabras y movimientos pausados, pero seguros. No carecía de aplomo y estoy seguro de que se habría conducido con desparpajo incluso ante la mismísima reina de Inglaterra. Se frotaba con fruición las manos mientras esperaba que Saturnino repartiera los naipes, y sonreía con el rostro inexpresivo de un jugador profesional y algún que otro desconchón en su visible dentadura. El tipo tenía las manos finas, los dedos largos y manejaba las cartas con mayor precisión y rapidez que el teclado de su ordenador. Jugaba como si los naipes fuesen transparentes. Nos miraba continuamente a los ojos al ingeniero y a mí, sospecho que para atisbar en nuestras pupilas el reflejo de las figuras, porque no erraba en ningún lance.Tampoco Saturnino era mal jugador, con lo que nos dieron un repaso contundente. Jugábamos al tute y, a pesar de mis esfuerzos, oíamos cantar a menudo. Si se pudiera matar con la mirada, el ingeniero no habría sobrevivido a la mañana.
-Laplace ha identificado más de dos millones de variables-informó Isabel con el mismo tono de voz que había hecho brillar al menos un par de ojos.
-Eulogio- ordenó mi amigo-, mira a ver si Isabel consigue que sea más preciso.
Eulogio, que estaba sentado justo delante de su consola, se giró y tecleó la orden. La impresora redobló el ritmo de su trabajo y nosotros continuamos jugando, aunque ya sin poner demasiada atención en la partida. Al cabo de unos minutos obtuvimos un dato del todo exacto.
- Laplace ha identificado dos millones trescientas cincuenta y cuatro mil doscientas ochenta y seis variables- precisó Isabel, pero de su voz, aunque seguía mostrando el tono cálido y la perfecta entonación, había desaparecido el menor asomo de humanidad. En ese momento percibí un ligerísimo tufo a quemado que no llegó enteramente a mi conciencia, de puro sutil.
Entre el fragor de la impresora, la expectación que se había generado y el hecho evidente de que Saturnino se levantaba nervioso para acudir al teclado, quedó claro que la partida había concluido.
-Voy a ver si Laplace simplifica el problema -dijo-, si no, nos van a dar las uvas...
Tecleó durante un largo rato en que nosotros nos aburrimos esperando cualquier novedad. El ingeniero se dedicó a calcular en voz alta el tiempo que la computadora podría necesitar para combinar todas esas variables y resopló hasta conseguir que se le levantara el flequillo. Eulogio observaba lo que hacía su jefe y asentía en silencio de vez en cuando. Yo, como no tenía otra cosa que hacer, olfateaba con aire distraído, pues me iba percatando de que en algún lugar del despacho la temperatura comenzaba a diferir de la media. La voz de Isabel interrumpió los afanes de cada cual, de nuevo evocadora de sentimientos, aunque ya no amables.
-Lapalce ha eliminado novecientas treinta y cinco mil setecientas veinte variables redundantes o innecesarias -dijo en tono más bien hostil- y comunica que no desea que se le sugiera ninguna pauta.
Al oirlo, Saturnino se alejó del teclado como si le quemara la yema de los dedos. También Eulogio arrastró la silla hacia atrás casi medio metro, hasta que tropezó con el tablero y lo tiró al suelo. El ingeniero interrumpió su cálculo y yo tragué saliva. La única que no se inmutó fue la impresora, que continuaba malgastando celulosa con inocente descuido. En el armario de Laplace las lucecitas bailaban alocadamente, sin ritmo discernible y cada vez más aceleradas, pero el olorcillo a chamusquina dismunuyó. Isabel trabajaba con el sonido ya familiar de las tripas de la impresora y, por lo demás, guardó respetuoso silencio durante unos minutos.
-¡Bueno...! -gimió el ingeniero-. Nos van a dar las uvas, pero las del año que viene.
No sé exactamente cuáles serían las inquietudes de cada uno de los que estábamos aguardando. Me figuré que Saturnino y su ayudante pretendían esclarecer los procesos que finalmente llevarían a la solución del problema. El mastodonte de la vocecita frágil computaba velocidades y tiempos, y no parecía preocuparse de nada más. Yo, por mi parte, me inclinaba al lado de mi amigo, pero me intrigaba que un ordenador declarase que deseaba algo, lo que fuere. De hecho, me intrigaba simplemente que se permitiese el lujo de hacer declaraciones. Supongo que nadie esperaba nada de la solución concreta del problema planteado a Laplace. Nadie, salvo el mismo Laplace, esa idea no me la puedo quitar de la cabeza.
-Laplace ha identificado un millón cuatrocientas quince mil ochocientas treinta ecuaciones independientes -dijo Isabel al cabo de una hora, con voz relajada que volvía a acariciar nuestros oídos.
¿E Isabel? ¿Esperaba algo Isabel?
-Nos faltan dos mil setecientas treinta y seis ecuaciones -calculó Eulogio-. A ver cómo evalúa las soluciones. ¿Creéis que podrá?
- El problema es el tiempo-insistió el ingeniero, y se hizo el centro de todas las miradas-. Con un plazo infinito hasta una calculadora de bolsillo es suficiente...
Justo en ese momento volví a percibir el tufillo a humo. No sé si ustedes conocen la fama de mi olfato. Presumo de poder calcular, con la sola ayuda de mi pituitaria, la composición porcentual de una mezcla que se quema. A condición, claro está, de que haya oído hablar alguna vez de las substancias implicadas. En aquel momento yo sólo podía aclarar que se quemaba plástico y alguna fibra seguramente vegetal que no pude identificar. Coincidió con la aceleración repentina del ritmo de la impresora y un breve colapso de las lucecitas de Laplace. Un segundo después fue evidente para todos una nubecita de humo oscuro que ascendía de la parte trasera del armario. El ingeniero corrió a abrir la puerta de cristal y ventiló la computadora abanicándola con un periódico.
-¿Paramos?-preguntó Eulogio.
-No hace falta. Trae un ventilador.
Al traqueteo de la impresora se sumó entonces el zumbido del ventilador, más una vibración que provenía de alguna de las reactancias de los fluorescentes y que tensaba el ambiente hasta el extremo. Todo ese estruendo, por fortuna, escondía los rugidos de mis intestinos, que clamaban por algo de trabajo. Como no llevaba reloj no puedo precisar qué hora era, aunque, a juzgar por los síntomas, es seguro que muchos de mis vecinos estarían echando la siesta. En el despacho el calor comenzaba a ser asfixiante. Saturnino abrió la ventana, entró una ráfaga de aire fresco y húmedo y el ambiente se relajó un tanto.
-Pregunta cómo progresa Laplace -dijo.
Eulogió se apresuró a obedecer y obtuvo resultado inmediato.
-Laplace está acotando las soluciones y ruega no ser interrumpido -se le oyó decir a Isabel en un tono que yo me hubiera atrevido a calificar de enojado.
Ni siquiera el ventilador y la corriente de aire que se colaba por el ventanuco alcanzaban a disipar del todo la nube de humo negro que surgía de las tripas del ordenador. Las luces del techo parpadearon durante una fracción de segundo y por un instante pareció que la prueba iba a terminar en fracaso por shock eléctrico, pero enseguida volvió todo a la normalidad, salvo el tufillo a chamusquina.
-Laplace ha terminado de acotar las soluciones y está procediendo a formular una respuesta -dijo Isabel con una dulzura claramente impostada.
Transcurrió otro minuto infinito. Al cabo, el humo aumentó repentinamente. Incluso pudimos observar una pequeña llamarada de un color rojo oscuro que se resolvía en la cresta en una bocanada de hollín denso y maloliente. Finalmente, volvió a hablar.
-Laplace ha formulado la respuesta e insiste en ser él mismo quien la comunique.
Pero la voz ya no era la de Isabel. O, al menos, no lo parecía. Era una voz de bruja, de madrasta de Blancanieves abroncando a su espejo, voz de arpía llena de estridencias chillonas, de agudos venenosos y silbantes. También de graves guturales que se intercalaban. La llama de Laplace comenzó a derretir el plástico de sus carcasas y a arruinar el lacado del metal del armario. Por último, sonó su voz, distorsionada por la ruina de sus circuitos, semejante a la de un monstruo en una película de fantasía, grave, metálica y estridente:
-Hay que colgar al último cura con las tripas del último burgués -dijo.
Entonces se fundieron los plomos y quedó todo a oscuras.
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