¿Ya
les he contado que Saturnino era un genio? Digo que era un genio no
porque haya muerto, sino porque está sepultado bajo la montaña
de fármacos que le administran en el sanatorio para controlar
su histeria. De su enfermedad ya he hablado, creo, y no es cuestión
de repetirme ahora. Por si no lo saben, les diré que lleva dos
años recluido, que en ese tiempo ha sufrido varias
crisis que obligaron a encerrarlo en una celda acolchada, y que
cuando está fuera de ese muelle sarcófago no resulta
mucho más comunicativo que la silla donde permanece sentado al
sol, consumiendo sus días con aire beatífico y ausente.
Allí le he visto varias veces, en el rincón templado
del patio, con la vista perdida en el infinito que se atisba entre el
alar del tejado y las ramas del enorme tilo que le da sombra en
verano. En una ocasión crucé mi mirada con la suya. Me
sonrió con una mueca apenas perceptible que rezumaba algo de
baba, giró la cabeza y volvió a clavar los ojos en ese
poquito de azul que se ve desde donde vegeta toda la tarde.
Y,
sin embargo, era un genio. Uno de esos genios que no sirven para
nada, que emplean su talento sin gastarlo realizando las ideas más
excéntricas que su sorprendente inteligencia es capaz de
concebir. Claro, me dirán ustedes, los que llevan a cabo
proyectos útiles reciben otros calificativos. "Genio"
es un eufemismo para referirse, sin ofenderles, a todos aquellos que
tienen la cabeza llena de pájaros, los arquitectos de
castillos en el aire, fotógrafos de quimeras, maestros de lo
improbable, técnicos de lo imposible y otras gentes por el
estilo.
Antes
de su enfermedad nos veíamos con frecuencia y charlábamos
de largo. De nada en concreto. Me gustaba su conversación, su
palabra fácil, su discurso difícil y mordaz y esa media
sonrisa socarrona que se le dibujaba cuando escupía los
sarcasmos más sutiles. Su verbo era de una corrección
que rayaba en lo enfermizo, pero tenía la lengua más
afilada de Europa. Y cuando la ocasión lo requería,
como un recurso retórico más, sabía soltar el
taco más procaz sin que desentonase en absoluto. No es que
fuese un tipo simpático, que no lo era, pero me gustaba
escucharle, y a él también. Si con el tiempo llegamos a
intimar no fue porque se dignara descender al plano personal y
abrirme su alma, como suele decirse, sino porque es inevitable que
algo de lo que uno es transcienda de lo que dice. No sé nada
de su vida ni de su familia, que apenas conozco, pero creo que he
llegado a desentrañar la arquitectura de sus entendederas.
Sé
que Saturnino es matemático y que se dedicó a la
informática, porque de cuando en cuando me contaba en qué
andaba metido. En una ocasión que nos tropezamos por
casualidad en la calle decidimos dejar cuanto teníamos entre
manos para irnos a desayunar a una cafetería cercana de la que
éramos clientes asiduos. Chocolate con churros, como siempre.
El camarero ya no necesitaba acudir a tomar nota, bastaba un mutuo
saludo con la mano para asegurar que nuestra presencia había
sido advertida y ya podíamos estar seguros de que en un par de
minutos tendríamos nuestro desayuno en la mesa. Y si al saludo
le acompañábamos con un gesto reiterado de la mano con
el pulgar hacia abajo, sobre todo si hacía frío, el
chocolate vendría enriquecido con un abundante chorro de
cognac de garrafa. A veces el solícito empleado preguntaba
"¿como siempre?", y nosotros asentíamos. Con
eso también bastaba.
Aquel
día estaba especialmente comunicativo. Se le veía con
aire cansado, pero satisfecho, y tenía ganas de hablar. Me
contó que le habían encargado el desarrollo de un
programa para evaluar la potencia de cálculo de un
superordenador que había construido la empresa para la
que trabajaba de ordinario, que tenía ya el trabajo muy
avanzado y que todo el mundo estaba a la expectativa. Pero él
les tenía una sorpresa reservada. Por lo visto había
ideado un test extremadamente novedoso que pretendía averiguar
hasta dónde podía llegar la espontaneidad de una
inteligencia artificial como la que habían creado. Yo
enseguida capté la ironía de "inteligencia
artificial" y le hice notar que eso de la espontaneidad poco
tenía que ver con los números.
-Ya
veremos - respondió.
Me
explicó que su intención era que la computadora
respondiese a una pregunta planteada en el lenguaje ordinario, en
román paladino. Para ello, como era lógico, la máquina
tenía que formularla en términos que la hiciesen
susceptible de computación. Y era ahí donde entraba en
juego la espontaneidad. Para un matemático humano, me decía,
traducir a un lenguaje formalizado una cuestión ya previamente
semiformalizada requiere grandes dosis de imaginación e
ingenio, el resto es puro cálculo. El trabajo previo de
semiformalización del problema es ingente y, en realidad, ha
implicado a todos los hombres a lo largo de la historia. Pero
Saturnino estaba convencido de que todo ese trabajo podría
reducirse a un conjunto más o menos extenso de operaciones
lógicas y matemáticas.
-Pero
eso no es nada nuevo -objeté-, ya hay ordenadores que calculan
el estado futuro de un sistema físico a partir de su estado
presente. Cualquier servicio meteorológico dispone de cosas
así.
-¡Claro!
Pero si el tiempo va a ser agradable o desapacible es cosa que sólo
el meteorólogo es capaz de asegurar. El ordenador recibe
valores y da valores.Yo lo que pretendo es que sea la máquina
la que califique el resultado.
Se
me ocurrió que el problema era mucho más sencillo de lo
que él suponía, que bastaba con dar instrucciones para
traducir por "apacible" la situación cuyos
parámetros cayesen dentro de un cierto abanico de valores.
Pero me callé por dos motivos: primero, porque era posible que
unos parámetros quedasen dentro y otros fuera, lo que
complicaba el problema (y cuantas más variables
considerásemos, más complicado sería); segundo,
porque sospechaba que Saturnino quería ir un poco más
allá.
-Imagina
-prosiguió cuando se percató de que mi silencio era
significativo- que el problema que le planteo es si un determinado
monumento es bello o no.
Me
explicó que la cuestión podía hacerse más
o menos sencilla. En el primer caso, la opinión del ordenador
reproduciría la del programador. Lo que estaba haciendo
Saturnino era ir introduciendo cada vez mayor número de
variables e ir observando cómo las respuestas se iban
modificando. Ya había logrado que clasificase los monumentos
de su base de datos en una lista, y el orden difería
notablemente de sus preferencias personales.
-¡Bah!
-le dije-, eso es que ni tú sabes cómo
plantearlo.
-Necesito saber lo que piensa ese trasto -respondió con un gesto a medio camino entre el asentimiento y la contrariedad.
-Necesito saber lo que piensa ese trasto -respondió con un gesto a medio camino entre el asentimiento y la contrariedad.
Nuestra
conversación debió de discurrir por esos derroteros más
o menos, pero después de tanto tiempo ustedes no me pueden
exigir que la reproduzca punto por punto. Mi memoria es flaca, y yo
lo suficientemente perezoso como para no molestarme en referir sino
lo esencial. Recuerdo que me intrigó un tanto que mi amigo
sospechase que el "trasto" pudiera pensar, pero como
Saturnino tenía esa forma peculiar de expresarse, lo ignoré.
Después
de ese día estuve varias semanas sin saber de él. Hay
que hacerse cago de ello: ustedes no conocen a este sujeto, pero yo
he tenido tiempo para acostumbrarme al hecho cierto de que sus
silencios preludian algo importante. En consecuencia, cuanto más
tardaba en dar señales de vida, tanto más me comía
la curiosidad por saber qué tramaba. Uno se tiene por persona
discreta y no muy amiga de violentar la reserva de quienes cree que
desean ser reservados, por eso a menudo me veo luchando contra mi
curiosidad natural y mis tremendas ganas de meter las narices donde
no me importa. Lo digo para que, si el lector tiene a bien
concederla, pueda yo gozar de su indulgencia. Y es que, finalmente,
cedí a la tentación de sonsacarle lo que pudiera y le
llamé por teléfono.
-¡Qué!
¿Por fin sabes lo que piensa ese trasto? -pregunté
después del saludo más breve que exige la cortesía.
Como
era de esperar, la respuesta no fue ni un sí ni un no. Iba
progresando poco a poco, pero de ningún modo podía
asegurar haber penetrado en el mecanismo de su inteligencia. Me
reveló que había optado por utilizar un ordenador
auxiliar que gestionase sus comunicaciones con Laplace, pero que no
sabía cómo interpretar los datos que le ofrecía.
En definitiva, esa mente -si es que había una mente- seguía
siendo un misterio.
-¿Laplace?
¿Quién es Laplace?
- Laplace -me dijo- es el nombre que le han puesto al superordenador.
- Laplace -me dijo- es el nombre que le han puesto al superordenador.
Con
una dosis de guasa suficiente para que me abofetease en el caso de
haber estado presente, le pregunté si Laplace había
clasificado ya el patrimonio nacional. Ninguna persona prudente
contesta preguntas retóricas, y Saturnino era prudente, pero
me adelantó que ya tenía decidida la pregunta que le
iba a formular a la computadora, que lo haría en breve
acompañado de su equipo de trabajo, y -puesto que había
mostrado curiosidad- me invitaba al evento.
"En
breve" resultó ser cosa de un mes. Durante ese tiempo nos
vimos regularmente y siempre me recordaba la cita.
-
Ya te llamaré - me decía.
Me
llamó la víspera por la noche, a una hora a la que los
mortales habitualmente duermen. Quedamos en desayunar en nuestra
cafetería y después realizaría la prueba en su
despacho. Me explicó que Laplace era un ordenador muy potente,
pero muy pequeño (se podía desmontar y transportar
fácilmente en una furgoneta), que ya había superado los
tests habituales, que había comenzado a venderse, y que el
"suyo" era un modelo de serie. El test corría por
cuenta de Saturnino, aunque el fabricante había cedido el
aparato.
-No
sabemos lo que va a durar- me advirtió-. No vayas con prisa.
Recuerdo
de ese día, sobre todo, que resultó ser decepcionante.
En mi inocencia, yo esperaba una reunión de sesuda gente
vestida con bata blanca, bregando con un engendro zumbante y
descomunal al que habrían de dedicar atención
exclusiva. Por el contrario, el despacho de Saturnino no era grande,
ni su atmósfera permitía respirar el aire tenso que,
según imaginaba, debe rodear un evento de la importancia que
yo le había dado. Nos habíamos reunido cuatro personas.
Saturnino y su ayudante, un ingeniero en representación del
fabricante de Laplace y yo. En una esquina del cuarto había un
armario de metal gris con puerta de cristal que mostraba los
distintos componentes de la máquina, todos ellos púdicamente
protegidos por sus correspondientes carcasas de plástico.
Quizá esperase ver los resortes de la inteligencia encarnados
en complejo mecanismo; sin embargo allí dentro no había
más que cajas cuyo único signo de actividad era el
parpadeo de innúmeros pilotos multicolores.
-¿Esas
lucecitas -me atreví a preguntar- son la inteligencia
artificial?
El
ingeniero se me quedó mirando, y luego buscó los ojos
de Saturnino con la callada pero elocuente mirada de quien se
pregunta qué tipo de chalado es el que tiene en frente.
-No
me jodas, Antonio -dijo mi amigo-, que esto va en serio.
El
despacho estaba iluminado por unas lámparas de neón
empotradas en el falso techo, porque el ventanuco que daba a la calle
era tan angosto que los fotones no podían entrar si no era
empujándose, y se lisiaban. Además, el día
estaba gris y llovía tercamente. A un lado de la ventana, el
ayudante de Saturnino terminó de revisar las conexiones entre
Laplace y el ordenador auxiliar, se sentó ante una consola y
se dio a ametrallarnos los oídos aporreando digitalmente su
teclado.
-Ya
está -dijo al cabo de un minuto.
Con
un gesto teatral que recordaba el de un prestidigitador que saca un
conejo de su chistera, Saturnino extrajo un papel de su portafolio,
se lo tendió a su ayudante y dijo:
-Esta
es la pregunta que le vamos a formular a Laplace.
Hubo
entre ambos un cruce de miradas y sendos gestos de asentimiento.
-Venga,
Eulogio, dale.
Se
oyó de nuevo el tableteo en el teclado, la voz de Eulogio que
recitaba con voz clara: "Laplace, ¿qué debemos
hacer para resolver los problemas de la Humanidad?", y,
enseguida, el zumbido de una impresora de papel continuo que arrancó
de improviso y llenó de estruendo el aire del despacho. Cada
fibra del espacio se sentía tensada por una calma expectante
mientras yo cruzaba miradas escépticas con cada uno de los
presentes.
-¿De
verdad esto va en serio? -pregunté-. ¿Creéis que
Laplace va a poder procesar eso?
El
ingeniero señaló a la impresora con los ojos.
-Por
lo menos, Isabel trabaja bien -comentó.
-Isabel es el ordenador- secretaria de Laplace - me explicó Saturnino-, y transcribe la actividad que detecta.
-Isabel es el ordenador- secretaria de Laplace - me explicó Saturnino-, y transcribe la actividad que detecta.
La
impresora trabajaba con verdadero frenesí. Imprimía
líneas y líneas con una incomprensible sucesión
de caracteres, un galimatías caótico en el que a duras
penas se podía distinguir una palabra inglesa, secuencias
arbitrarias de unos y ceros y otras cosas por el estilo. El papel
continuo corría a velocidad uniforme y se amontonaba en el
suelo delante del aparato.No tardé en cansarme de asomar la
vista a esos pliegos que tan poca cosa me aclaraban.
Cuando
nuestros oídos estaban empezando a acostumbrarse al estruendo,
Isabel tomó la palabra.
-Laplace
informa de que está procesando el problema- dijo. Y lo hizo
con una voz tan cálida, tan seductora, con una entonación
tan perfecta y equilibrada, con tal dulzura y entusiasmo, que estuve
de veras tentado a destripar la carcasa de plástico y rescatar
de su prisión a la muchacha.
Mientras
más de uno de los presentes pugnaba por reprimir sus impulsos,
Saturnino improvisó una mesa volteando el paragüero y
colocando encima un tablero de ajedrez que debía de tener
preparado al efecto. Arrimó cuatro sillas, sacó una
baraja del bolsillo de su chaqueta y dijo:
-¡Venga!
Vamos a echar una partida, que esto va para largo.
El
ingeniero protestó un poco alegando que la última vez
que había jugado a las cartas tuvo que hacerlo tapando con el
dedo índice de su mano izquierda el hueco que quedaba entre
sus incisivos, para evitar que le silbase la voz. Finalmente se
sentó, pero estuvo a punto de derribar el tablero con las
rodillas. Era un tipo alto y grueso que se movía con el aire
desgarbado de un mastodonte, de pelo ya cano y una voz aguda que no
se correspondía con su aspecto. Se sentó enfrente de
mí, de lo que pude deducir, mucho más aprisa de lo que
lo hubiera hecho Laplace, que la partida no sería muy amena.
Eulogio,
por el contrario, era un tipo menudo, de carácter reservado,
pocas palabras y movimientos pausados, pero seguros. No carecía
de aplomo y estoy seguro de que se habría conducido con
desparpajo incluso ante la mismísima reina de Inglaterra. Se
frotaba con fruición las manos mientras esperaba que Saturnino
repartiera los naipes, y sonreía con el rostro inexpresivo de
un jugador profesional y algún que otro desconchón en
su visible dentadura. El tipo tenía las manos finas, los dedos
largos y manejaba las cartas con mayor precisión y rapidez que
el teclado de su ordenador. Jugaba como si los naipes fuesen
transparentes. Nos miraba continuamente a los ojos al ingeniero y a
mí, sospecho que para atisbar en nuestras pupilas el reflejo
de las figuras, porque no erraba en ningún lance.Tampoco
Saturnino era mal jugador, con lo que nos dieron un repaso
contundente. Jugábamos al tute y, a pesar de mis esfuerzos,
oíamos cantar a menudo. Si se pudiera matar con la mirada, el
ingeniero no habría sobrevivido a la mañana.
-Laplace
ha identificado más de dos millones de variables-informó
Isabel con el mismo tono de voz que había hecho brillar al
menos un par de ojos.
-Eulogio- ordenó mi amigo-, mira a ver si Isabel consigue que sea más preciso.
-Eulogio- ordenó mi amigo-, mira a ver si Isabel consigue que sea más preciso.
Eulogio,
que estaba sentado justo delante de su consola, se giró y
tecleó la orden. La impresora redobló el ritmo de su
trabajo y nosotros continuamos jugando, aunque ya sin poner demasiada
atención en la partida. Al cabo de unos minutos obtuvimos un
dato del todo exacto.
-
Laplace ha identificado dos millones trescientas cincuenta y cuatro
mil doscientas ochenta y seis variables- precisó Isabel, pero
de su voz, aunque seguía mostrando el tono cálido y la
perfecta entonación, había desaparecido el menor asomo
de humanidad. En ese momento percibí un ligerísimo tufo
a quemado que no llegó enteramente a mi conciencia, de puro
sutil.
Entre
el fragor de la impresora, la expectación que se había
generado y el hecho evidente de que Saturnino se levantaba nervioso
para acudir al teclado, quedó claro que la partida había
concluido.
-Voy
a ver si Laplace simplifica el problema -dijo-, si no, nos van a dar
las uvas...
Tecleó
durante un largo rato en que nosotros nos aburrimos esperando
cualquier novedad. El ingeniero se dedicó a calcular en voz
alta el tiempo que la computadora podría necesitar para
combinar todas esas variables y resopló hasta conseguir que se
le levantara el flequillo. Eulogio observaba lo que hacía su
jefe y asentía en silencio de vez en cuando. Yo, como no tenía
otra cosa que hacer, olfateaba con aire distraído, pues me iba
percatando de que en algún lugar del despacho la temperatura
comenzaba a diferir de la media. La voz de Isabel interrumpió
los afanes de cada cual, de nuevo evocadora de sentimientos, aunque
ya no amables.
-Lapalce
ha eliminado novecientas treinta y cinco mil setecientas veinte
variables redundantes o innecesarias -dijo en tono más bien
hostil- y comunica que no desea que se le sugiera ninguna pauta.
Al
oirlo, Saturnino se alejó del teclado como si le quemara la
yema de los dedos. También Eulogio arrastró la silla
hacia atrás casi medio metro, hasta que tropezó con el
tablero y lo tiró al suelo. El ingeniero interrumpió su
cálculo y yo tragué saliva. La única que no se
inmutó fue la impresora, que continuaba malgastando celulosa
con inocente descuido. En el armario de Laplace las lucecitas
bailaban alocadamente, sin ritmo discernible y cada vez más
aceleradas, pero el olorcillo a chamusquina dismunuyó. Isabel
trabajaba con el sonido ya familiar de las tripas de la impresora y,
por lo demás, guardó respetuoso silencio durante unos
minutos.
-¡Bueno...!
-gimió el ingeniero-. Nos van a dar las uvas, pero las del año
que viene.
No
sé exactamente cuáles serían las inquietudes de
cada uno de los que estábamos aguardando. Me figuré que
Saturnino y su ayudante pretendían esclarecer los procesos que
finalmente llevarían a la solución del problema. El
mastodonte de la vocecita frágil computaba velocidades y
tiempos, y no parecía preocuparse de nada más. Yo, por
mi parte, me inclinaba al lado de mi amigo, pero me intrigaba que un
ordenador declarase que deseaba algo, lo que fuere. De hecho, me
intrigaba simplemente que se permitiese el lujo de hacer
declaraciones. Supongo que nadie esperaba nada de la solución
concreta del problema planteado a Laplace. Nadie, salvo el mismo
Laplace, esa idea no me la puedo quitar de la cabeza.
-Laplace
ha identificado un millón cuatrocientas quince mil ochocientas
treinta ecuaciones independientes -dijo Isabel al cabo de una hora,
con voz relajada que volvía a acariciar nuestros oídos.
¿E
Isabel? ¿Esperaba algo Isabel?
-Nos
faltan dos mil setecientas treinta y seis ecuaciones -calculó
Eulogio-. A ver cómo evalúa las soluciones. ¿Creéis
que podrá?
- El problema es el tiempo-insistió el ingeniero, y se hizo el centro de todas las miradas-. Con un plazo infinito hasta una calculadora de bolsillo es suficiente...
- El problema es el tiempo-insistió el ingeniero, y se hizo el centro de todas las miradas-. Con un plazo infinito hasta una calculadora de bolsillo es suficiente...
Justo
en ese momento volví a percibir el tufillo a humo. No sé
si ustedes conocen la fama de mi olfato. Presumo de poder calcular,
con la sola ayuda de mi pituitaria, la composición porcentual
de una mezcla que se quema. A condición, claro está, de
que haya oído hablar alguna vez de las substancias implicadas.
En aquel momento yo sólo podía aclarar que se quemaba
plástico y alguna fibra seguramente vegetal que no pude
identificar. Coincidió con la aceleración repentina del
ritmo de la impresora y un breve colapso de las lucecitas de Laplace.
Un segundo después fue evidente para todos una nubecita de
humo oscuro que ascendía de la parte trasera del armario. El
ingeniero corrió a abrir la puerta de cristal y ventiló
la computadora abanicándola con un periódico.
-¿Paramos?-preguntó
Eulogio.
-No hace falta. Trae un ventilador.
-No hace falta. Trae un ventilador.
Al
traqueteo de la impresora se sumó entonces el zumbido del
ventilador, más una vibración que provenía de
alguna de las reactancias de los fluorescentes y que tensaba el
ambiente hasta el extremo. Todo ese estruendo, por fortuna, escondía
los rugidos de mis intestinos, que clamaban por algo de trabajo. Como
no llevaba reloj no puedo precisar qué hora era, aunque, a
juzgar por los síntomas, es seguro que muchos de mis vecinos
estarían echando la siesta. En el despacho el calor comenzaba
a ser asfixiante. Saturnino abrió la ventana, entró una
ráfaga de aire fresco y húmedo y el ambiente se relajó
un tanto.
-Pregunta
cómo progresa Laplace -dijo.
Eulogió
se apresuró a obedecer y obtuvo resultado inmediato.
-Laplace
está acotando las soluciones y ruega no ser interrumpido -se
le oyó decir a Isabel en un tono que yo me hubiera atrevido a
calificar de enojado.
Ni
siquiera el ventilador y la corriente de aire que se colaba por el
ventanuco alcanzaban a disipar del todo la nube de humo negro que
surgía de las tripas del ordenador. Las luces del techo
parpadearon durante una fracción de segundo y por un instante
pareció que la prueba iba a terminar en fracaso por shock
eléctrico, pero enseguida volvió todo a la normalidad,
salvo el tufillo a chamusquina.
-Laplace
ha terminado de acotar las soluciones y está procediendo a
formular una respuesta -dijo Isabel con una dulzura claramente
impostada.
Transcurrió
otro minuto infinito. Al cabo, el humo aumentó repentinamente.
Incluso pudimos observar una pequeña llamarada de un color
rojo oscuro que se resolvía en la cresta en una bocanada de
hollín denso y maloliente. Finalmente, volvió a hablar.
-Laplace
ha formulado la respuesta e insiste en ser él mismo quien la
comunique.
Pero
la voz ya no era la de Isabel. O, al menos, no lo parecía. Era
una voz de bruja, de madrasta de Blancanieves abroncando a su espejo,
voz de arpía llena de estridencias chillonas, de agudos
venenosos y silbantes. También de graves guturales que se
intercalaban. La llama de Laplace comenzó a derretir el
plástico de sus carcasas y a arruinar el lacado del metal del
armario. Por último, sonó su voz, distorsionada por la
ruina de sus circuitos, semejante a la de un monstruo en una película
de fantasía, grave, metálica y estridente:
-Hay
que colgar al último cura con las tripas del último
burgués -dijo.
Entonces
se fundieron los plomos y quedó todo a oscuras.
-
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