lunes, 30 de septiembre de 2013

Corrección política y totalitarismo

Ha llegado hasta mí un vídeo, o el fragmento de un vídeo, que recoge parte de una reciente sesión plenaria del ayuntamiento de Mijas. Ignoro la fecha, pero -aunque es un dato que no tiene mayor importancia- supongo que podría averiguarla sin demasiado trabajo. El tema que se debate en el momento de la grabación es la pertinencia o impertinencia de la denominación de “Avenida del Descubrimiento” a una calle de la localidad, y el vídeo se centra en la intervención de un concejal del grupo Los Verdes-Equo (cuyo nombre, por cierto, se cita, pero que yo me abstendré de repetir). Se trata, en realidad, de la pésima lectura de un discurso de redacción no mucho mejor en la que el ponente se manifiesta contrario a dicha denominación por considerar que celebra la conquista y exterminio de los indígenas amerindios a manos de una horda de aventureros españoles tan ávidos de riqueza como carentes de escrúpulos.

Al margen de la guasa con que responde otro edil (quizá el mismo alcalde, ni lo sé ni me importa), lo primero que podemos destacar de la sorprendente intervención del concejal ecologista es la consideración del concepto de “imperialismo”. Como todo el mundo sabe, éste es un concepto muy del siglo XX, y supongo que a nadie le costaría mucho esfuerzo datarlo con mayor precisión. Justo por ello, el discurso al que aludo incurre en una primera ambigüedad que anula su sentido. En efecto, de entrada desconocemos si se aplica a los conquistadores españoles -esos oportunistas sanguinarios que no tuvieron mayor empacho en masacrar toda una raza- o a los contemporáneos conciudadanos del ponente, culpables estos últimos de aplaudir con estólida complacencia tan vergonzosa gesta. En ambos casos, como cualquiera puede ver, la aplicación del concepto está fuera de lugar y en ella no se aprecia sino una burda triquiñuela de político aficionado que no tiene nada que ofrecer y que, sin embargo, desea convertirse en profesional.

Ni que decir tiene que la citada denominación de Avenida del Descubrimiento conmemora la que probablemente sea la mayor contribución de España a esa Europa de la que hace bien poco nos enorgullecíamos de formar parte, e incluso al mundo entero. Extinguidos ya -al menos de facto- los últimos rescoldos del Imperio Romano, las gestas que protagonizaron muchos navegantes portugueses y españoles durante la segunda mitad del siglo XV y la primera del XVI abrieron la llave a una globalización, mil años diferida, que lleva toda la pinta de convertirse en definitiva. El hecho es, por lo tanto, de orden mundial y, para bien o para mal, a todos atañe. Lo que es hoy el mundo se debe en buena medida a ese fervor marinero que agitaba nuestra península hace cinco siglos y que con tanta simpleza fue calificado de imperialista en el aludido pleno de Mijas.

Pero no es de gestas, ni de contribuciones, de lo que pretendo hablar. Ni de otros fervores que no sean los que bullen en el partido, los cuales no parece que contribuyan mayormente a proporcionar a sus integrantes el hervor del que carecen. Del partido quiero hablar, de ese ente abstracto y embrutecedor que -creo- nos arrastra a la ruina y que aglutina en torno a su centro a una masa de cuya inercia pretende servirse ni Dios sabe para qué fines. Hay que decirlo de antemano y sin ambages: que el partido pretenda contribuir a un bien general encierra una contradicción en términos. Y de una contradicción se sigue lógicamente cualquier cosa.

Sólo de un modo puede el partido lograr el sinsentido de aglutinar a la totalidad, y es mediante el uso de la propaganda. Desde la octavilla al lema publicitario, desde el histrionismo calculado (por asesores de imagen, naturalmente) hasta la brutalidad de la represión, desde la demagogia más desvergonzada hasta la empedernida rigidez de los comisarios políticos, todo se considera legítimo si se consagra al fin de que el interés de parte prevalezca como si fuera el general, y sobre el general. Con la salvedad de que la parte ya no tiene mucha relación con ningún sector de la sociedad y, en consecuencia, vive al margen de cualquiera de los intereses que dice representar. El partido sólo atiende a sus propios intereses, por ello se ha desprovisto de ideología y sus decisiones resultan siempre ad hoc.

Si consideramos ideología a un sistema de ideas cerrado y excluyente -como es el caso de las ideologías políticas del pasado siglo XX-, entonces su dilución es un hecho a celebrar. Al fin y al cabo, si existiese algo así como la Justicia (escrito con mayúsculas), de seguro que no podría entenderse cabalmente desde ninguna de ellas. Pero es el caso que muchos de los hombres y mujeres que en su momento las defendieron, incluso hasta el extremo de ofrecer la vida, lo hicieron desde el convencimiento de estar al lado de la verdad. Y este compromiso con la justicia, aunque sea con un concepto equivocado de justicia, es lo que un servidor de ustedes considera que ha desaparecido de nuestro postmoderno siglo XXI. En su lugar, el partido ha instalado su mero interés, muchas veces desnudo de disfraces. Yo, al menos, me declaro incapaz de entender desde cualquier otro punto de vista lo acontecido en nuestro país durante las dos últimas décadas, tan prolíficas ellas en vaivenes, penduleos, oscilaciones entre extremos, caminos desandados, deconstrucciones, derribos y destrucciones. Es cosa clara que las ideas han sido substituidas por su solo nombre, en tanto que la justicia se ha visto suplantada por lo correcto, lo políticamente correcto.

La corrección política trae como consecuencia la erradicación del pensamiento, y con el pensamiento desaparece la memoria. Al mismo tiempo se elimina también el concepto de injusticia y en su lugar se instala lo escandaloso, es decir: lo incorrecto. El hecho de que el escándalo haga las veces de una ponderación y discusión públicas acerca de lo justo y lo injusto (o de lo adecuado y lo inadecuado, lo procedente o lo improcedente, etc.) obra en interés del partido porque le permite la manipulación directa de las masas. Siempre ha resultado más fácil indignarse y rasgarse las vestiduras que hilvanar media docena de argumentos, por ello la mayor parte de la gente se deja escandalizar. Y, aprovechando un malentendido que el evangelio de san Mateo autoriza, se confunde al pecador con el escandalizador, y se le lapida. El verdadero escandalizador, el partido, construye el escándalo en torno a la incorrección ajena y arroja al pecador a la ira de las masas, seguro de que será linchado de la manera más inconsciente y con absoluta impunidad. Tarde o temprano, la razón, el olvido o un contraataque del oponente terminan imponiéndose, lo que hace necesario un nuevo escándalo. La vida política se convierte así en crispación crónica.

La indignación y el escándalo sólo tienen valor político si los protagoniza una masa suficiente. La implicación de las masas le confiere al partido alguna ventaja capital. En primer lugar, le permite una manipulación fácil y directa de sus apoyos mediante el uso de la propaganda, que se convierte en la herramienta básica. Y, como la propaganda consiste en muy poco más que en una serie de lemas publicitarios carentes de verdadero sentido y que no obstante substituyen al genuino pensamiento, el partido se garantiza con este recurso su control efectivo. La hoguera, el campo de concentración o el gulag, son reminiscencias de un pasado más o menos remoto en el que la técnica de dominación no estaba perfeccionada y en el que, en consecuencia, eran posibles varios sistemas ideológicos opuestos. La propaganda y la invención de la corrección política han conseguido para el partido (o, si lo desean ustedes, para los distintos partidos), por la vía de una supuesta humanización del ejercicio del poder, la anuencia de las masas y su necesario consentimiento para la asfixia de toda originalidad, del mismo modo que la cultura de masas y el auge de los medios de comunicación han acarreado también un empobrecimiento general de la cultura. Téngase en cuenta que lo más fácilmente predicable de la universalidad de los seres humanos es precisamente nada, y que este anonadamiento del espíritu le conviene al poder. La creación de un pensamiento universal, políticamente correcto con el que la totalidad pueda convenir y del que nadie pueda disentir, equivale a su anulación. La nada es lo único que de entrada, y de antemano, puede globalizarse sin necesidad de argumentación.

También es lo único radicalmente irracional, es decir: ni pensado ni pensable. Al fin y al cabo, como ocurre con la atribución de derechos, sólo lo que nace del individuo tiene acceso a la racionalidad. A la comunidad -que no a la masa- le corresponde la tarea de comunicarlo, discutirlo y hacerlo de esta manera racional. El cortocircuito de la corrección política y la consigna de partido escamotea la posibilidad de la discusión. De hecho, el moderno partido político existe, a lo que parece, para ahorrarle al común de los mortales la necesidad de considerar personalmente nada y exponerlo a la crítica. En suma, la frase pensamiento único es un contrasentido. A la totalidad, de suyo, no le pertenece nada, y sólo puede imponerse al individuo aniquilándolo.

¿Por qué censuramos, entonces, al edil de Mijas, si no pretende otra cosa que lo que es común en todo partido? Le censuramos por hacerlo mal. El éxito del proceso radica en una taimada ejecución, de manera que no se advierta la trampa. Nuestro edil evidencia demasiada bisoñez, quiere ser profesional pero deja al descubierto su carácter amateur. Entre la gente no produce ira, sino que provoca risa. Y entre los colegas la repulsa es general porque pone en evidencia con toda candidez los mecanismos de que se vale la profesión para lograr sus fines, no sea que a alguien se le ocurra la peregrina idea de que en los parlamentos no se representa la voluntad popular, sino la de los partidos, y comience a cavilar el modo de librarse de todos ellos.

Todo un ejemplo a seguir, vaya.





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