Ha
llegado hasta mí un vídeo, o el fragmento de un vídeo,
que recoge parte de una reciente sesión plenaria del
ayuntamiento de Mijas. Ignoro la fecha, pero -aunque es un dato que
no tiene mayor importancia- supongo que podría averiguarla sin
demasiado trabajo. El tema que se debate en el momento de la
grabación es la pertinencia o impertinencia de la denominación
de “Avenida del Descubrimiento” a una calle de la localidad, y el
vídeo se centra en la intervención de un concejal del
grupo Los Verdes-Equo (cuyo nombre, por cierto, se cita, pero que yo
me abstendré de repetir). Se trata, en realidad, de la pésima
lectura de un discurso de redacción no mucho mejor en la que
el ponente se manifiesta contrario a dicha denominación por
considerar que celebra la conquista y exterminio de los indígenas
amerindios a manos de una horda de aventureros españoles tan
ávidos de riqueza como carentes de escrúpulos.
Al
margen de la guasa con que responde otro edil (quizá el mismo
alcalde, ni lo sé ni me importa), lo primero que podemos
destacar de la sorprendente intervención del concejal
ecologista es la consideración del concepto de “imperialismo”.
Como todo el mundo sabe, éste es un concepto muy del siglo XX,
y supongo que a nadie le costaría mucho esfuerzo datarlo con
mayor precisión. Justo por ello, el discurso al que aludo
incurre en una primera ambigüedad que anula su sentido. En
efecto, de entrada desconocemos si se aplica a los conquistadores
españoles -esos oportunistas sanguinarios que no tuvieron
mayor empacho en masacrar toda una raza- o a los contemporáneos
conciudadanos del ponente, culpables estos últimos de aplaudir
con estólida complacencia tan vergonzosa gesta. En ambos
casos, como cualquiera puede ver, la aplicación del concepto
está fuera de lugar y en ella no se aprecia sino una burda
triquiñuela de político aficionado que no tiene nada
que ofrecer y que, sin embargo, desea convertirse en profesional.
Ni que
decir tiene que la citada denominación de Avenida del
Descubrimiento conmemora la que
probablemente sea la mayor contribución de España
a esa Europa de la que hace bien poco nos enorgullecíamos de
formar parte, e incluso al mundo entero. Extinguidos ya -al menos de
facto- los últimos
rescoldos del Imperio Romano, las gestas que protagonizaron muchos
navegantes portugueses y españoles durante la segunda mitad
del siglo XV y la primera del XVI abrieron la llave a una
globalización, mil años diferida, que lleva toda la
pinta de convertirse en definitiva. El hecho es, por lo tanto, de
orden mundial y, para bien o para mal, a todos atañe.
Lo que es hoy el mundo se debe en buena medida a ese fervor marinero
que agitaba nuestra península hace cinco siglos y que con
tanta simpleza fue calificado de imperialista en el aludido pleno de
Mijas.
Pero
no es de gestas, ni de contribuciones, de lo que pretendo hablar. Ni
de otros fervores que no sean los que bullen en el partido, los
cuales no parece que contribuyan mayormente a proporcionar a sus
integrantes el hervor del que carecen. Del partido quiero hablar, de
ese ente abstracto y embrutecedor que -creo- nos arrastra a la ruina
y que aglutina en torno a su centro a una masa de cuya inercia
pretende servirse ni Dios sabe para qué fines. Hay que decirlo
de antemano y sin ambages: que el partido pretenda contribuir a un
bien general encierra una contradicción en términos. Y
de una contradicción se sigue lógicamente cualquier
cosa.
Sólo
de un modo puede el partido lograr el sinsentido de aglutinar a la
totalidad, y es mediante el uso de la propaganda. Desde la octavilla
al lema publicitario, desde el histrionismo calculado (por asesores
de imagen, naturalmente) hasta la brutalidad de la represión,
desde la demagogia más desvergonzada hasta la empedernida
rigidez de los comisarios políticos, todo se considera
legítimo si se consagra al fin de que el interés de
parte prevalezca como si fuera el general, y sobre el general. Con la
salvedad de que la parte ya
no tiene mucha relación con ningún sector de la
sociedad y, en consecuencia, vive al margen de cualquiera de los
intereses que dice representar. El partido sólo atiende a sus
propios intereses, por ello se ha desprovisto de ideología y
sus decisiones resultan siempre ad hoc.
Si consideramos ideología a un sistema de ideas cerrado
y excluyente -como es el caso de las ideologías políticas
del pasado siglo XX-, entonces su dilución es un hecho a
celebrar. Al fin y al cabo, si existiese algo así como la
Justicia (escrito con mayúsculas), de seguro que no podría
entenderse cabalmente desde ninguna de ellas. Pero es el caso que
muchos de los hombres y mujeres que en su momento las defendieron,
incluso hasta el extremo de ofrecer la vida, lo hicieron desde el
convencimiento de estar al lado de la verdad. Y este compromiso con
la justicia, aunque sea con un concepto equivocado de justicia, es lo
que un servidor de ustedes considera que ha desaparecido de nuestro
postmoderno siglo XXI. En su lugar, el partido ha instalado su mero
interés, muchas veces desnudo de disfraces. Yo, al menos, me
declaro incapaz de entender desde cualquier otro punto de vista lo
acontecido en nuestro país durante las dos últimas
décadas, tan prolíficas ellas en vaivenes, penduleos,
oscilaciones entre extremos, caminos desandados, deconstrucciones,
derribos y destrucciones. Es cosa clara que las ideas han sido
substituidas por su solo nombre, en tanto que la justicia se
ha visto suplantada por lo correcto, lo políticamente
correcto.
La corrección política trae como consecuencia la
erradicación del pensamiento, y con el pensamiento desaparece
la memoria. Al mismo tiempo se elimina también el concepto de
injusticia y en su lugar se instala lo escandaloso, es decir:
lo incorrecto. El hecho de que el escándalo haga las veces de
una ponderación y discusión públicas acerca de
lo justo y lo injusto (o de lo adecuado y lo inadecuado, lo
procedente o lo improcedente, etc.) obra en interés del partido
porque le permite la manipulación directa de las masas.
Siempre ha resultado más fácil indignarse y rasgarse
las vestiduras que hilvanar media docena de argumentos, por ello la
mayor parte de la gente se deja escandalizar. Y, aprovechando un
malentendido que el evangelio de san Mateo autoriza, se confunde al
pecador con el escandalizador, y se le lapida. El verdadero
escandalizador, el partido, construye el escándalo en torno a
la incorrección ajena y arroja al pecador a la ira de las
masas, seguro de que será linchado de la manera más
inconsciente y con absoluta impunidad. Tarde o temprano, la razón,
el olvido o un contraataque del oponente terminan imponiéndose,
lo que hace necesario un nuevo escándalo. La vida política
se convierte así en crispación crónica.
La indignación y el escándalo sólo tienen valor
político si los protagoniza una masa suficiente. La
implicación de las masas le confiere al partido alguna ventaja
capital. En primer lugar, le permite una manipulación fácil
y directa de sus apoyos mediante el uso de la propaganda, que se
convierte en la herramienta básica. Y, como la propaganda
consiste en muy poco más que en una serie de lemas
publicitarios carentes de verdadero sentido y que no obstante
substituyen al genuino pensamiento, el partido se garantiza con este
recurso su control efectivo. La hoguera, el campo de concentración
o el gulag, son reminiscencias de un pasado más o menos remoto
en el que la técnica de dominación no estaba
perfeccionada y en el que, en consecuencia, eran posibles varios
sistemas ideológicos opuestos. La propaganda y la invención
de la corrección política han conseguido para el
partido (o, si lo desean ustedes, para los distintos partidos), por
la vía de una supuesta humanización del ejercicio del
poder, la anuencia de las masas y su necesario consentimiento para
la asfixia de toda originalidad, del mismo modo que la cultura de
masas y el auge de los medios de comunicación han acarreado
también un empobrecimiento general de la cultura. Téngase
en cuenta que lo más fácilmente predicable de la
universalidad de los seres humanos es precisamente nada, y que este
anonadamiento del espíritu le conviene al poder. La creación
de un pensamiento universal, políticamente correcto con el
que la totalidad pueda convenir y del que nadie pueda disentir,
equivale a su anulación. La nada es lo único que de
entrada, y de antemano, puede globalizarse sin necesidad de
argumentación.
También es lo único radicalmente irracional, es decir:
ni pensado ni pensable. Al fin y al cabo, como ocurre con la
atribución de derechos, sólo lo que nace del individuo
tiene acceso a la racionalidad. A la comunidad -que no a la masa- le
corresponde la tarea de comunicarlo, discutirlo y hacerlo de esta
manera racional. El cortocircuito de la corrección política
y la consigna de partido escamotea la posibilidad de la discusión.
De hecho, el moderno partido político existe, a lo que parece,
para ahorrarle al común de los mortales la necesidad de
considerar personalmente nada y exponerlo a la crítica. En
suma, la frase pensamiento único es un contrasentido. A
la totalidad, de suyo, no le pertenece nada, y sólo puede
imponerse al individuo aniquilándolo.
¿Por qué censuramos, entonces, al edil de Mijas, si no
pretende otra cosa que lo que es común en todo partido? Le
censuramos por hacerlo mal. El éxito del proceso radica en una
taimada ejecución, de manera que no se advierta la trampa.
Nuestro edil evidencia demasiada bisoñez, quiere ser
profesional pero deja al descubierto su carácter amateur.
Entre la gente no produce ira, sino que provoca risa. Y entre los
colegas la repulsa es general porque pone en evidencia con toda
candidez los mecanismos de que se vale la profesión para
lograr sus fines, no sea que a alguien se le ocurra la peregrina idea
de que en los parlamentos no se representa la voluntad popular, sino
la de los partidos, y comience a cavilar el modo de librarse de todos
ellos.
Todo un ejemplo a seguir, vaya.
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