Saturnino
nació el día seis de Junio del año sesenta y
seis a las nueve horas de la noche, dicho sea con toda la exactitud
que en estos casos es posible. Se trata sin duda de un dato
irrelevante que al propio interesado le tuvo sin cuidado la mayor
parte de su vida, pero que últimamente le obsesionaba un punto
más de lo razonable. Yo mismo estuve hablando con él
hace unos meses y, a la vista de lo que me contó, no me
extraña que le hayan recluido en el sanatorio. Creo que sé
de qué tipo de rosca es el tornillo que le falta, lo que
ocurre es que no me va a resultar fácil explicárselo a
ustedes. Adelantaré, no obstante, que considero tres tipos de
chifladuras: la primera es la locura de baba, oligofrenia profunda
que reduce a quien la padece a la categoría de mueble que mea;
la segunda es la insania del incoherente que deambula de un lado a
otro de su alma sin más ilación que el puro azar, lo
que vale lo mismo que decir “consciencia discreta”, a intervalos,
como las paradas de un ascensor que acude adonde le llaman, de un
piso a otro, con desprecio absoluto del orden y sucesión
naturales de los números naturales; la tercera –la de
Saturnino- es el producto de una mente ciertamente enferma, pero
atenta y de una lucidez que puede resultar apabullante, cuyo error no
es la producción misma de la manía sino algo previo a
ella: no se trata de una falta de sensatez, de sentido común o
de lógica, sino más bien del imperio de una lógica
morbosa. Discúlpenme si no puedo ser más preciso.
Saturnino
es un tipo normal. Perdón: era un tipo normal. Tenía
sus pequeñas rarezas, como supongo que tenemos todos, pero él
las había digerido estupendamente y las había asimilado
–eso al menos creía yo- como asimila un cuerpo sano el
alimento, criando mucha chicha y poca grasa. A mi modo de ver las
cosas, lo más reseñable de su persona –y no lo digo
por la trascendencia que ha mostrado tener- era su afición a
jugar con los números. En algún otro aspecto era
también un bicho raro. Una vez me contó que durante el
servicio militar, con el solo fin de entretenerse, inventó una
religión en la que él era el dios supremo, cuyo poder
divino derivaba de su facultad para cambiar el mundo –lo que ha
sido, es y será- a voluntad. Llamaba la atención que
pretendiese que, cuando cambiaba algo, el cambio obrase con efecto
retroactivo, que a cada momento el mundo estuviese reinventándose
desde el primer nanosegundo después del Big Bang hasta la
actualidad, de forma automática y sin que se precisase otra
causa que un simple capricho en un momento determinado de la
Historia. Quiero decir que si por ejemplo hiciese desaparecer ahora
esa piedra, no desaparecería sólo desde el presente
hacia el futuro, sino que lo haría también hacia el
pasado. En definitiva, no habría existido jamás. Esto
acarreaba dos consecuencias sumamente deseables para la supervivencia
de su religión: la primera es que nadie podría
enterarse jamás de los cambios acontecidos, de los milagros
sólo sabríamos lo que el dios tuviese a bien
revelarnos; la segunda es que su doctrina resulta irrefutable.
La
historia era un tanto complicada y yo no recuerdo bien los detalles.
El era el dios supremo, pero no el único. En su particular
panteón había otros doce dioses: Buda, Zoroastro,
Pitágoras, Platón, Alejandro Magno, Julio César,
Jesucristo, Atila, Carlomagno, Carlos V, Isaac Newton y Adolf Hitler.
Creo que eran estos doce, aunque no estoy seguro. Tampoco importa
demasiado, si quieren cambiar a Hitler por Stalin , o por la Madre
Teresa de Calcuta, háganlo sin cuidado de modificar algo
substancial. A Saturnino, como a los otros dioses, le era fácil
reconocer a sus colegas. Para ingresar en tan selecta nómina
basta con poseer la facultad del uso de la lengua divina, facultad
que coincide casi exactamente con la de cambiar el mundo.
A ver si puedo explicarlo con pocas palabras. Las cosas son como son a pesar de que podrían ser de otra manera, de donde se sigue que ha de haber una razón suficiente que las haga de este modo; por otra parte, está claro que esta razón suficiente, o causa, o lo que sea, no puede ser ella misma una cosa (sea lo que sea lo que entendamos por “cosa”) sino que ha de ser algo de algún modo previo a las “cosas”. Pues bien, a eso previo a las cosas Saturnino lo llamó el subéter. Queda claro que si introducimos un cambio en el subéter, por mínimo que sea, cambiará el estado de las cosas, es decir: el mundo. Y como el subéter es previo a todo cuanto en el mundo se nos puede mostrar, con cada cambio creamos un mundo que es en algún punto diferente al anterior desde su mismo origen. Además, la lengua divina es un sistema de signos que se transmiten como ondas en el subéter. Sencillo, ¿verdad?. Sólo pueden hablar el lenguaje divino los que pueden modificar el subéter. Sobra decir que, con esta doctrina tan enrevesada, Saturnino no consiguió ningún adepto. Quizá también ayudó a tan escaso éxito la poca caradura que tenía para predicar, más que una carencia de otras facultades. Y todo ello a pesar de que se decidió a considerar una serie indeterminada de semidioses, gente que no podía hablar el lenguaje divino, pero sí entenderlo, lo que les facultaba para estar en contacto permanente con la divinidad. Adivinen quienes eran los semidioses.
A ver si puedo explicarlo con pocas palabras. Las cosas son como son a pesar de que podrían ser de otra manera, de donde se sigue que ha de haber una razón suficiente que las haga de este modo; por otra parte, está claro que esta razón suficiente, o causa, o lo que sea, no puede ser ella misma una cosa (sea lo que sea lo que entendamos por “cosa”) sino que ha de ser algo de algún modo previo a las “cosas”. Pues bien, a eso previo a las cosas Saturnino lo llamó el subéter. Queda claro que si introducimos un cambio en el subéter, por mínimo que sea, cambiará el estado de las cosas, es decir: el mundo. Y como el subéter es previo a todo cuanto en el mundo se nos puede mostrar, con cada cambio creamos un mundo que es en algún punto diferente al anterior desde su mismo origen. Además, la lengua divina es un sistema de signos que se transmiten como ondas en el subéter. Sencillo, ¿verdad?. Sólo pueden hablar el lenguaje divino los que pueden modificar el subéter. Sobra decir que, con esta doctrina tan enrevesada, Saturnino no consiguió ningún adepto. Quizá también ayudó a tan escaso éxito la poca caradura que tenía para predicar, más que una carencia de otras facultades. Y todo ello a pesar de que se decidió a considerar una serie indeterminada de semidioses, gente que no podía hablar el lenguaje divino, pero sí entenderlo, lo que les facultaba para estar en contacto permanente con la divinidad. Adivinen quienes eran los semidioses.
Los
doce dioses, junto con el supremo, componían una congregación
conocida como “Saldyde”, nombre que responde a las siglas de
“Sociedad Anónima de Legisladores Divinos Y Diosecillos
Estelares”. Aunque la sociedad era nominalmente anónima,
cuando Saturnino accedió al cargo de Supremo la convirtió
en una sociedad de hecho limitada. Al cargo se accedía por
elección periódica (supongamos que cada milenio, por
ejemplo), pero Saturnino dio un golpe de estado desde el poder y
promulgó dos edictos: primero, el cargo de Supremo se
convertía en vitalicio (ya saben ustedes que los dioses son
inmortales); segundo, la lista de dioses quedaba definitivamente
cerrada. Además, el Supremo detentaba el control exclusivo e
intransferible de la gran computadora que administraba y gestionaba
los cambios en el subéter, cuya función consistía
básicamente en que tales cambios se ciñesen sólo
a lo deseado. Todo ello gracias a una previa modificación del
cómputo de votos en la asamblea: un voto para el Supremo, un
voto para el resto de la asamblea, en caso de empate se le concede al
Supremo el voto de calidad. En fin, los demás dioses no
murieron precisamente de risa al oír decir a uno de ellos que
era el único.
En
este tipo de sandeces se entretenía Saturnino. ¿Me
siguen?
Conozco
al Supremo desde hace mucho tiempo, y siempre le he oído
hablar –no sin cierta nostalgia- de sus dos vocaciones frustradas:
él quiso ser en primer lugar científico loco, y después
cazador de mamuts. La referencia exacta de estas dos extrañas
proferencias la desconozco, y moriré en la ignorancia porque
el que podía mostrarla ya no es capaz de hacerlo. Sin embargo,
quizá pueda aventurar alguna conjetura verosímil. En
cuanto a la afición a la caza del mamut, parece claro que
alude al gusto por los espacios abiertos y salvajes; lo difícil
es interpretar el significado de “científico loco”. Se me
ocurre decir que un científico loco no es lo mismo que un
ingeniero loco A un ingeniero se le pueden ocurrir cosas que a un
científico quizá ni se le pasen por la cabeza, como la
bobada de irse a vivir a Marte, transmutar el plomo en oro
bombardeándolo con partículas alfa o con lo que haga
falta (cosa que acarrearía sin duda la caída del precio
del oro y su consiguiente conversión en plomo), convertir una
especie viviente en otra jugueteando con sus genes, o adueñarse
del planeta en virtud de una técnica insuperable como
pretendía Fumanchú. De todos modos, al margen del
contenido de sus ilusiones, lo que el científico y el
ingeniero tienen en común es el alcance de sus propósitos
y el refinamiento de sus métodos. El ingeniero loco persigue
el control absoluto; el científico loco quiere el conocimiento
exhaustivo, exacto y definitivo. El ingeniero busca manipular, en
tanto que el científico desea la contemplación de la
verdad.
Cuando
se le oye decir a otra persona que su vocación frustrada es la
de científico loco, lo que procede en primer lugar es reírse
de la humorada y después quitarle al asunto toda importancia.
Pero tratándose de Saturnino es fuerza concluir que supone un
rasgo peculiar de su carácter. No es que al verle se le venga
a uno a la mente tal extravagancia, sino que más bien se deja
traslucir la coherencia con su modo de expresarse y conducirse.
Incluso ahora, con la mitad del disco duro fundida, si dice que su
vocación frustrada es esa, todo el que escuche ha de
comprender. Le imagino peleando con los más íntimos
secretos del Universo (los cuales, ignoro por qué, se empeñan
en no ser revelados). Le veo escudriñando lo grande y lo
pequeño, lo lejano y lo cercano, lo extraño y exótico
tanto como lo familiar, tratando de aclarar por qué las cosas
son como son y no de otra manera. Un calculador divino como el de
Laplace es el summum de sus ambiciones. Saturnino también
calcula, hace números, pero no siempre como un matemático
profesional. En otras ocasiones se me antoja un alquimista que
trasiega líquidos de unos matraces a otros, destilando
vapores, mezclando fluidos en tubos de ensayo que luego le estallan
en las manos, le dejan la cara llena de hollín y el aire
oliendo a pólvora quemada. Al fin y al cabo, un científico
loco es la imagen estereotipada de un científico, una
caricatura de ojos pequeños e hirsuto pelo revuelto, y la
vocación es cuestión de imagen. Uno se ve a sí
mismo rescatando lindas muchachas de las llamas, evangelizando
salvajes apenas cubiertos con un taparrabo, pilotando aviones o lo
que sea, y entonces, si le gusta lo que ve, dice que siente vocación.
Nadie se conforma con recetar aspirinas o confesar beaturronas.
(
La única profesión para la que dudo que valga esta
norma es la de poeta. ¿Qué puede haber en la mollera de
un aspirante a poeta para que desee convertirse en uno de ellos?)
Saturnino,
en efecto, había sentido la vocación de científico
loco, vocación cuyo cumplimiento, como todo el mundo puede
imaginar, es asunto imposible. Ahora bien, siempre que uno se plantea
metas imposibles es fuerza que antes o después termine
claudicando, conformándose con sucedáneos o tomando
atajos. Sospecho que de ahí le viene la afición de
jugar con los números –la numerología, como él
la llamaba-. Consistía la tal afición en buscar, unas
veces en las cosas y otras en los propios números, ciertas
regularidades las más de las veces triviales o inútiles,
cuando no carentes de sentido. Eso le divertía, aunque no
sería del todo honrado de mi parte, aun a riesgo de influir en
exceso en la opinión que ustedes se puedan formar de él,
ocultar que había un fondo de sinceridad en lo que hacía.
Si,
por poner un ejemplo, el número de los planetas es nueve, él
enseguida cavilaba y establecía el cuadrado de tres, número
que, ya sea por casualidad o por algún otro motivo, coincide
con el de las personas de la Santísima Trinidad. De ello
podría inferir dos conclusiones: la primera, que no puede
haber más planetas, o que en caso de encontrar otros habría
que considerarlos supernumerarios o sobrantes; la segunda, que la
divinidad se manifiesta en los seres naturales. Nunca ha habido nadie
más capaz que Saturnino para extraer conclusiones plausibles
de premisas declaradamente absurdas. Lejos de detenerse en este
punto, mi amigo continuaría sus pesquisas. Tres es también
el número de puntos que definen un plano, el número de
lados del polígono más sencillo, el número de
patas de un taburete que nunca cojee y el número exacto de
ejemplos que conviene poner. La misma edad de Cristo es una
repetición de treses: tres décadas y tres años.
¡Qué sé yo la de cosas que podría hacer
Saturnino con un tres! Si lo multiplicamos por cuatro (por cierto, el
número de evangelistas, el de los jinetes del Apocalipsis y el
de las estaciones del año) obtenemos el número doce,
que es el de los apóstoles, el de los meses del año, el
de los signos del zodíaco, el de las tribus de Israel, el de
las legiones de arcángeles, el doble de seis y el número
de huevos que caben en una docena.
Como
muestra vale un botón, y a mí no se me puede exigir una
imaginación tan florida como la de mi amigo. De todos modos,
estos malabares digitales dejan de sorprenderte cuando adviertes que
el secreto para obtener un número determinado de cualquier
otro es someterlo a una serie indefinida y arbitraria de operaciones.
Además, no es necesario que el algoritmo se utilice más
de una vez. Valga para ilustrar lo que digo otro ejemplo de mi
cosecha: si al tres le añades uno (número que
representa la mónada, la unidad divina) obtienes el cuatro,
cuyo sumatorio hasta uno equivale a la década, que es el
número de los dedos de ambas manos y la base de la mayoría
de los sistemas de numeración. También es el número
de los planetas más el Sol. Con esto ya somos doctores en la
ciencia de Saturnino. Diez es el resultado de sumar el siete (que es
el número de los días de la semana, la raíz
cuadrada del número de decenas de veces que es preciso
perdonar al prójimo y un contumaz número primo) y
nuevamente el tres. Y si, por añadidura, advertimos las
fructíferas posibilidades de interpretación que ganamos
al mezclar en nuestros cálculos las cifras que habitualmente
se repiten en las Sagradas Escrituras, entonces obtenemos la
calificación de cum laude.
Los
progresos es esta ciencia no son recogidos por ningún
galardón, ya sea de postín o no; pero si lo fuesen,
aseguro que Saturnino se habría llevado varios. El había
pasado ya de la fase en que se somete a los números a
operaciones sencillas y, cuando lo vi por penúltima vez hace
ya casi medio año, andaba indagando relaciones más
recónditas. Creo que lo que me reveló en aquella
ocasión no carece de importancia para calibrar su caso, y yo
procedo a referírselo a ustedes sin más preámbulos
y con toda la exactitud de que soy capaz.
Nos
veíamos con frecuencia, aunque no a diario, y, a pesar de no
ser yo un hombre muy observador, pude percibir la creciente agitación
de que era objeto. Se lo comenté un día por teléfono
y prometió contarme lo que le ocurría. Nos citamos el
día de su cumpleaños a las seis de la tarde en una
cafetería con el pretexto de celebrar, si bien modestamente,
su aniversario. Yo llegué antes que él, me senté
en una mesa, pedí un café y le esperé durante
unos minutos. Al cabo llegó él, desaliñado, sin
afeitar, con los ojos desorbitados, pequeños y rojos, que
miraban frenéticamente a todas partes no sé si para
buscarme o simplemente presas de los nervios. No saludó, se
sentó frente a mí, cogió una servilleta de papel
y un bolígrafo que llevaba en el bolsillo de su chaqueta y sin
pronunciar palabra escribió una serie de números:
1
2 3 4 5 6
-Ahora
–me dijo- escribiré otra serie tal que cada uno de sus
términos sea el cubo de los de la serie anterior.
En
efecto, escribió la serie descrita:
1
8 27 64 125 216
Hecho
esto, me pidió que fuese yo quien escribiera otra serie tal
que cada uno de sus términos fuese la diferencia de dos
términos consecutivos de la serie anterior. Lo hice como me
pedía y obtuve el siguiente resultado:
7
19 37 61 91
A
continuación me rogó que repitiera la operación.
Yo no tenía la menor idea de adónde quería ir a
parar, pero como lo vi tan nervioso juzgué prudente no
llevarle la contraria. Así pues escribí esta nueva
serie:
12
18 24 30
Por
último, a todas luces fuera de sí, me rogó que
sometiera esta última serie a la misma operación. Tengo
por cierto que, de haberme negado, me habría cogido por las
solapas y me habría abofeteado sin contemplaciones. No me
negué y escribí lo siguiente:
6
6 6
Cuando
hube concluido clavó su mirada en mis ojos como lo haría
un penado en la capucha de su verdugo. Daba la impresión de
que le costaba enorme esfuerzo mantener el orden de sus facciones, y
yo ahora dudo si habría perdido ya los nervios o si libraba
aún la última batalla por controlarlos. Sus manos,
blancas y menudas, se le iban a todas partes, ajenas a su voluntad, y
era incapaz de retener el culo sobre el asiento. Parecía un
ciclista con calzón de esparto. La significación de
esos dígitos la conocía bien, pero nunca creí
que Saturnino le concediera alguna importancia. Tuve la sensación
de no conocer a esa persona de la que me tenía por amigo. Se
trataba, cómo no, del número de la Bestia, con el que
tantas veces había bromeado y que ahora había
encontrado oculto –él dijo “agazapado”- en la serie de
los números cúbicos. Insistió en que reparara en
ese detalle. Un número cúbico no es un número
cualquiera, me explicó, se puede establecer una relación
inyectiva entre los objetos del mundo y los números cúbicos.
Ellos dan la magnitud del volumen de cada cosa, que es lo que de
ellas se nos presenta y con lo que se identifican, su extensión,
su ser. Ese era precisamente el lugar que el enemigo había
elegido para manifestarse a través de las insidiosas cifras
que habíamos obtenido. Decidí hacer caso omiso de su
crispación y de sus síntomas de histeria, que creí
fingida a tenor de lo desmesurado de su argumento, concluí que
me tomaba el pelo y le seguí la corriente.
-Pero
eso ocurrirá sólo con esos seis números, y por
casualidad –le dije como quien trata de restar peso a un asunto de
veras grave.
Sin
embargo Saturnino no bromeaba. Nadie que bromease se hubiera tomado
la molestia de responder como él lo hizo. Señaló
en primer lugar que el seis es ya de por sí un número
suficientemente significativo por varios motivos: es la mitad de
doce, el primer múltiplo común de dos y tres, el dígito
que se repite en el número de la Bestia, y su sumatorio hasta
uno es igual a veintiuno, cifra que es justamente el triple de siete.
Además, me aseguró, cualesquiera seis números
naturales consecutivos que eligiésemos arrojarían el
mismo resultado si los sometiésemos a las operaciones
anteriores. No hizo caso de las muestras que le dí de confiar
en su palabra, y se empeñó en demostrarlo. Le dio la
vuelta a la servilleta que habíamos usado y escribió la
siguiente serie:
(n)
(n+1) (n+2) (n+3) (n+4) (n+5)
Hecho
esto, elevó sus términos al cubo:
(n³)
(n³+3n²+3n+1) (n³+6n²+12n+8) (n³+9n²+27n+27)
(n³+12n²+48n+64) (n³+15n²+75n+125)
Procedió a calcular la diferencia entre términos consecutivos:
Procedió a calcular la diferencia entre términos consecutivos:
(3n²+3n+1)
(3n²+9n+7) (3n²+15n+19) (3n²+21n+37) (3n²+27n+61)
Repitió
la operación:
(6n+6)
(6n+12) (6n+18) (6n+24)
Y
repitió de nuevo:
6
6 6
No
había escapatoria. Cualquier serie de seis números
naturales consecutivos llevaba al mismo punto. Más aún,
cualesquiera seis números reales separados entre sí por
una diferencia igual a la unidad nos conduciría a lo mismo,
pues el “n” de las series anteriores puede ser substituido por
cualquier número. Saturnino insistía una y otra vez en
que los números cúbicos son los que miden el volumen de
las cosas reales. Señaló que, en la práctica,
existe un conjunto infinito de grupos de seis objetos cuyos volúmenes
fuesen tales que sus magnitudes arrojasen idéntico resultado,
y cada uno de esos grupos una manifestación del Enemigo, ya
que no posee otro modo de presentarse distinto de sus símbolos.
Tanto da decir que Satanás posee el atributo divino de la
ubicuidad, y difícilmente quien posee alguno de ellos puede
carecer de los demás.. En definitiva, Saturnino comparaba a
Dios con el Diablo.
-Está
en todas partes –chilló con un hilo de voz que no por tenue
dejó de ser estridente-, es como Dios y vencerá.
Ahora
me miraba con ojos hostiles. “¿Cuánto mides, cuánto
pesas, cuál es tu densidad?”, parecía preguntar a
gritos, “¿has comparado el volumen de tu cráneo con
el de tu cabeza, el de tu cabeza con el de tus brazos, el de tus
brazos con el de tu vientre, el de tu vientre con el de tus piernas,
el de tus piernas con el de tu tronco? ¿No serás tú
también una manifestación diabólica?” Y es
que, bien considerado, cualquier conjunto ordenado de seis objetos
que cumplan la condición de que las raíces cúbicas
de sus volúmenes difieran sucesivamente en una cantidad fija
es susceptible de convertirse en una manifestación diabólica,
habida cuenta de la arbitrariedad de las unidades de medida. Casi
cualquier media docena de trastos puede ser puesta en tal relación.
Más aún, en un todo pueden separarse idealmente seis
volúmenes que cumplan la condición exigida, con lo que
Satanás ya no deja espacio para ninguna manifestación
que no sea la suya.
Todo
esto lo explicaba aprisa, solapando unas palabras con otras,
omitiendo algunas sílabas y vocalizando del peor modo posible,
de manera que apenas pude entender lo que decía. Hablaba como
si seguir el hilo de su discurso fuese lo más fácil del
mundo. Sin embargo, para mí, que estaba menos ducho que él
en su ciencia y menos avezado a manejar números, era punto
menos que ininteligible. Me atreví, no obstante, a objetar
contra su última afirmación que la elección
arbitraria de volúmenes ideales era sólo eso: una
arbitrariedad. Saturnino, que no había tocado el café
que pedí por él, se dignó echarle una mirada,
aunque a mí no me hizo ni caso, y continuó
exteriorizando su pensamiento como si no me hubiese oído. Me
confesó que se sentía perseguido por el Monstruo. Luego
quiso matizar: no exactamente perseguido, pero sí en una
relación peculiar con él. Todo cuerpo, admitió,
es manifestación del Enemigo, pero él se había
percatado de que, además, ciertas cifras bailaban a su
alrededor con especial insistencia. Incluso en su incipiente locura
se mostró teatral. Me recordó que era su cumpleaños:
seis de junio, el sexto día del sexto mes del año. Era
un año más joven que yo, había nacido en el
sesenta y seis. De nada sirvió que le hiciese notar que en su
misma situación se encontrarían miles de personas, de
las cuales sólo él veía problema en ello. He de
confesar que yo comenzaba a tomar en serio el cuento que me quería
colar.
-Pero,
¿cuántos de ellos –replicó- habrán
nacido a las nueve de la noche?
Cometí
la torpeza de preguntar qué tenía que ver la hora de su
alumbramiento con el demonio. Todo el mundo sabe que las nueve de la
noche son las veintiuna horas del día, y veintiuno es el
sumatorio de seis hasta uno, además de ser un número en
el que confluyen toda suerte de casualidades, coincidencias y
curiosidades, como ustedes se podrán figurar. En fin, me dejó
sin armas. Ni siquiera podía contraatacar con la cantinela del
ciego azar, que reúne sin finalidad ni propósito tanta
cifra significativa en un solo elegido, pues lo último en lo
que creería un científico loco es en el azar. Otra de
las causas que lo impidieron fue la verborrea de Saturnino, que
continuaba con su peculiar cúmulo de argumentos peculiares
alegando que, para más inri, vivía en el número
veintiuno, cuarto izquierda. Aunque lo reprimí a tiempo, pues
finalmente acabé creyendo que hablaba sinceramente y que
estaba de veras afectado, he de confesar que tuve un momento de
malicia y que quise preguntarle cuántos seises tiene su carnet
de identidad o su número de teléfono. Por lo que se
refiere al D.N.I., no tengo ni la menor idea, pero sé que en
su teléfono no hay ninguno. Da igual, si no aparecen
explícitamente se les puede hacer aparecer ocultos tras una
fórmula cualquiera.
Para
colmo, Saturnino calzaba un treinta y nueve, que es el triple de
trece, el resultado de sumar el cuadrado de seis más tres, el
doble de diecinueve –que es un número primo- más uno.
Seiscientos sesenta y seis menos treinta y nueve arroja un valor de
seiscientos veintisiete, cifra que equivale al triple de doscientos
nueve, que a su vez es el mínimo común múltiplo
de dos números primos (once y diecinueve) que sumados dan tres
decenas.
¡Qué
quieren ustedes que les diga! Soy lo suficientemente pudoroso como
para guardarme de contarle a nadie tamaño montón de
estupideces, y me cuesta creer que alguien lo haga si tiene las
mientes bien atornilladas. Incluso, aunque las tuviera algo flojas,
el sentido común bastaría para disuadirle. El aspecto
de Saturnino, las maneras de orate con que se había
comportado, su desaliño, sus nervios, me persuadía de
que hablaba en serio. No obstante, me resistía a la conclusión
inevitable de que carecía de sentido común y que tenía
las entendederas desordenadas, quizá por la amistad que nos
unía y porque le había conocido largo tiempo en plena
posesión de sus facultades. No sabía qué decir
y, como siempre que no sé qué decir, metí la
pata. Creí que estaba en situación de curarle de sus
recelos aportando datos que los contrarrestasen, contraejemplos que
sembraran la duda en aquella certidumbre enfermiza, y le pregunté
cuánto pesaba, con la intención de jugar con las cifras
como lo había estado haciendo él. Yo iba sobre seguro
pues, aunque menudo, Saturnino era bastante grueso y sin duda pasaba
con holgura de los sesenta y seis kilos. . En efecto, pesaba setenta
y ocho. Exultante, le hice notar que en esa cifra no había
ningún rastro de seises. Supongo que acabé de creerle
loco cuando vi la mueca de alivio que se le dibujó en la cara.
De haber estado en sus cabales habría continuado la broma
buscando, y sin duda encontrando, los dichosos seises por algún
lado.
Así
pues, a Saturnino se le distendió el rostro, pero el remedio
le duró sólo un instante. Al cabo, consideró la
cifra más detenidamente y halló que ese peso equivalía
a seis arrobas de a trece quilos cada una. Ahogó un grito y
salió corriendo como si, en efecto, le persiguiese el diablo,
dejando en la mesa el café intacto, la cuenta y el periódico.
Como soy un poco bellaco y un tanto lento para hacerme cargo de
situaciones nuevas, pensé que todo era una pueril broma para
cargar el importe de su consumición a mi pecunio, aunque la
chanza le habría resultado más provechosa si además
se hubiera tomado el café. De todos modos, aunque estaba un
poco preocupado por mi amigo y otro poco porque casi había
logrado engañarme, olvidé lo ocurrido, tomé
posesión de su diario y lo estuve hojeando un rato.
La
prueba definitiva de su enfermedad la tuve esa misma tarde cuando, al
llegar a mi casa, le telefoneé para que me aclarase si me
había tomado el pelo o no. No contestó nadie en toda la
tarde, y tampoco de noche, ni a la mañana siguiente. Dos días
después me enteré de que al llegar a su portal el
portero quiso llamarle la atención para preguntarle no sé
qué, y como no le hizo ningún caso le siguió
hasta el ascensor. Saturnino, que ya debía de estar muy
transtornado, se asustó, se volvió y le propinó
un golpe que le hizo rodar por el suelo después de haberse
roto dos costillas contra el balaustre de la escalera. Al portero le
ingresaron en el hospital y a Saturnino en el psiquiátrico,
porque ante la policía, que acudió en auxilio del
herido, dio muestras evidentes de histeria aguda.
En
cuanto supe lo ocurrido quise acudir a visitarlo, pero los médicos
que le trataban no me permitieron verle. Desistí y no volví
a intentarlo hasta ayer. Quizá parezca una dejadez por mi
parte haber dejado pasar tanto tiempo. Confieso que no me atrevía
a encararme de nuevo con él y constatar la merma irrecuperable
de su espíritu. Loco también yo, quería idear un
modo de curarle aplicando una pequeña dosis del veneno que le
corroía, y di en la idea de que, si podía convencerle
de que todos los números son iguales, entonces toda su ciencia
se desvanecería. Ustedes, sin duda, saben que existe una
trampa aritmética que permite demostrar la igualdad de uno y
cero. A partir de esa igualdad, por inducción completa, se
puede mostrar que todos los números enteros son iguales. Si lo
son los enteros, entonces lo son también los racionales; y si
lo son los racionales, entonces cuesta muy poco trabajo convencerse
de que lo son también todos los números reales.
Con
intención de contarle todo eso fui a ver a mi amigo ayer. Pero
Saturnino no mordió el anzuelo. Probablemente ya conocía
la trampa aludida, pero despreció mi argumento por otros
motivos. Hubo un momento en que creí tener éxito, pues
sonrió como lo había hecho medio año antes en
nuestra última cita y le asomó un brillo húmedo
en los ojos. Sin embargo se encogió de hombros y, casi
indiferente, alegó que eso empeoraba las cosas porque, si
todos los números son iguales, entonces todos valen
seiscientos sesenta y seis. Y más aún, como todos son
iguales a cero, resulta evidente el triunfo definitivo de Satanás,
que ha conseguido perder y aniquilar toda la creación y
reducirla a la más espantosa nada.
No
hubo manera de que añadiese palabra alguna. Yo, que podía
haber argüido que victorias de ese pelo nada valen, ni siquiera
traté de retenerle cuando se levantó de su asiento y se
dirigió con paso cansado, y arrastrando los pies, a los
urinarios que estaban enfrente del área de visitas. Entró
sin preocuparse de cerrar tras él la puerta. Allí lo
dejé, cabizbajo, concentrado en la sencilla operación
de orinarse encima mientras hurgaba inútilmente en el atroz
abismo de su bragueta.
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