viernes, 6 de septiembre de 2013

SATURNINI PHILOSOPHIAE NATURALIS PRINCIPIA MATHEMATICA

Saturnino nació el día seis de Junio del año sesenta y seis a las nueve horas de la noche, dicho sea con toda la exactitud que en estos casos es posible. Se trata sin duda de un dato irrelevante que al propio interesado le tuvo sin cuidado la mayor parte de su vida, pero que últimamente le obsesionaba un punto más de lo razonable. Yo mismo estuve hablando con él hace unos meses y, a la vista de lo que me contó, no me extraña que le hayan recluido en el sanatorio. Creo que sé de qué tipo de rosca es el tornillo que le falta, lo que ocurre es que no me va a resultar fácil explicárselo a ustedes. Adelantaré, no obstante, que considero tres tipos de chifladuras: la primera es la locura de baba, oligofrenia profunda que reduce a quien la padece a la categoría de mueble que mea; la segunda es la insania del incoherente que deambula de un lado a otro de su alma sin más ilación que el puro azar, lo que vale lo mismo que decir “consciencia discreta”, a intervalos, como las paradas de un ascensor que acude adonde le llaman, de un piso a otro, con desprecio absoluto del orden y sucesión naturales de los números naturales; la tercera –la de Saturnino- es el producto de una mente ciertamente enferma, pero atenta y de una lucidez que puede resultar apabullante, cuyo error no es la producción misma de la manía sino algo previo a ella: no se trata de una falta de sensatez, de sentido común o de lógica, sino más bien del imperio de una lógica morbosa. Discúlpenme si no puedo ser más preciso.
Saturnino es un tipo normal. Perdón: era un tipo normal. Tenía sus pequeñas rarezas, como supongo que tenemos todos, pero él las había digerido estupendamente y las había asimilado –eso al menos creía yo- como asimila un cuerpo sano el alimento, criando mucha chicha y poca grasa. A mi modo de ver las cosas, lo más reseñable de su persona –y no lo digo por la trascendencia que ha mostrado tener- era su afición a jugar con los números. En algún otro aspecto era también un bicho raro. Una vez me contó que durante el servicio militar, con el solo fin de entretenerse, inventó una religión en la que él era el dios supremo, cuyo poder divino derivaba de su facultad para cambiar el mundo –lo que ha sido, es y será- a voluntad. Llamaba la atención que pretendiese que, cuando cambiaba algo, el cambio obrase con efecto retroactivo, que a cada momento el mundo estuviese reinventándose desde el primer nanosegundo después del Big Bang hasta la actualidad, de forma automática y sin que se precisase otra causa que un simple capricho en un momento determinado de la Historia. Quiero decir que si por ejemplo hiciese desaparecer ahora esa piedra, no desaparecería sólo desde el presente hacia el futuro, sino que lo haría también hacia el pasado. En definitiva, no habría existido jamás. Esto acarreaba dos consecuencias sumamente deseables para la supervivencia de su religión: la primera es que nadie podría enterarse jamás de los cambios acontecidos, de los milagros sólo sabríamos lo que el dios tuviese a bien revelarnos; la segunda es que su doctrina resulta irrefutable.
La historia era un tanto complicada y yo no recuerdo bien los detalles. El era el dios supremo, pero no el único. En su particular panteón había otros doce dioses: Buda, Zoroastro, Pitágoras, Platón, Alejandro Magno, Julio César, Jesucristo, Atila, Carlomagno, Carlos V, Isaac Newton y Adolf Hitler. Creo que eran estos doce, aunque no estoy seguro. Tampoco importa demasiado, si quieren cambiar a Hitler por Stalin , o por la Madre Teresa de Calcuta, háganlo sin cuidado de modificar algo substancial. A Saturnino, como a los otros dioses, le era fácil reconocer a sus colegas. Para ingresar en tan selecta nómina basta con poseer la facultad del uso de la lengua divina, facultad que coincide casi exactamente con la de cambiar el mundo. 

A ver si puedo explicarlo con pocas palabras. Las cosas son como son a pesar de que podrían ser de otra manera, de donde se sigue que ha de haber una razón suficiente que las haga de este modo; por otra parte, está claro que esta razón suficiente, o causa, o lo que sea, no puede ser ella misma una cosa (sea lo que sea lo que entendamos por “cosa”) sino que ha de ser algo de algún modo previo a las “cosas”. Pues bien, a eso previo a las cosas Saturnino lo llamó el subéter. Queda claro que si introducimos un cambio en el subéter, por mínimo que sea, cambiará el estado de las cosas, es decir: el mundo. Y como el subéter es previo a todo cuanto en el mundo se nos puede mostrar, con cada cambio creamos un mundo que es en algún punto diferente al anterior desde su mismo origen. Además, la lengua divina es un sistema de signos que se transmiten como ondas en el subéter. Sencillo, ¿verdad?. Sólo pueden hablar el lenguaje divino los que pueden modificar el subéter. Sobra decir que, con esta doctrina tan enrevesada, Saturnino no consiguió ningún adepto. Quizá también ayudó a tan escaso éxito la poca caradura que tenía para predicar, más que una carencia de otras facultades. Y todo ello a pesar de que se decidió a considerar una serie indeterminada de semidioses, gente que no podía hablar el lenguaje divino, pero sí entenderlo, lo que les facultaba para estar en contacto permanente con la divinidad. Adivinen quienes eran los semidioses.
Los doce dioses, junto con el supremo, componían una congregación conocida como “Saldyde”, nombre que responde a las siglas de “Sociedad Anónima de Legisladores Divinos Y Diosecillos Estelares”. Aunque la sociedad era nominalmente anónima, cuando Saturnino accedió al cargo de Supremo la convirtió en una sociedad de hecho limitada. Al cargo se accedía por elección periódica (supongamos que cada milenio, por ejemplo), pero Saturnino dio un golpe de estado desde el poder y promulgó dos edictos: primero, el cargo de Supremo se convertía en vitalicio (ya saben ustedes que los dioses son inmortales); segundo, la lista de dioses quedaba definitivamente cerrada. Además, el Supremo detentaba el control exclusivo e intransferible de la gran computadora que administraba y gestionaba los cambios en el subéter, cuya función consistía básicamente en que tales cambios se ciñesen sólo a lo deseado. Todo ello gracias a una previa modificación del cómputo de votos en la asamblea: un voto para el Supremo, un voto para el resto de la asamblea, en caso de empate se le concede al Supremo el voto de calidad. En fin, los demás dioses no murieron precisamente de risa al oír decir a uno de ellos que era el único.
En este tipo de sandeces se entretenía Saturnino. ¿Me siguen?
Conozco al Supremo desde hace mucho tiempo, y siempre le he oído hablar –no sin cierta nostalgia- de sus dos vocaciones frustradas: él quiso ser en primer lugar científico loco, y después cazador de mamuts. La referencia exacta de estas dos extrañas proferencias la desconozco, y moriré en la ignorancia porque el que podía mostrarla ya no es capaz de hacerlo. Sin embargo, quizá pueda aventurar alguna conjetura verosímil. En cuanto a la afición a la caza del mamut, parece claro que alude al gusto por los espacios abiertos y salvajes; lo difícil es interpretar el significado de “científico loco”. Se me ocurre decir que un científico loco no es lo mismo que un ingeniero loco A un ingeniero se le pueden ocurrir cosas que a un científico quizá ni se le pasen por la cabeza, como la bobada de irse a vivir a Marte, transmutar el plomo en oro bombardeándolo con partículas alfa o con lo que haga falta (cosa que acarrearía sin duda la caída del precio del oro y su consiguiente conversión en plomo), convertir una especie viviente en otra jugueteando con sus genes, o adueñarse del planeta en virtud de una técnica insuperable como pretendía Fumanchú. De todos modos, al margen del contenido de sus ilusiones, lo que el científico y el ingeniero tienen en común es el alcance de sus propósitos y el refinamiento de sus métodos. El ingeniero loco persigue el control absoluto; el científico loco quiere el conocimiento exhaustivo, exacto y definitivo. El ingeniero busca manipular, en tanto que el científico desea la contemplación de la verdad.
Cuando se le oye decir a otra persona que su vocación frustrada es la de científico loco, lo que procede en primer lugar es reírse de la humorada y después quitarle al asunto toda importancia. Pero tratándose de Saturnino es fuerza concluir que supone un rasgo peculiar de su carácter. No es que al verle se le venga a uno a la mente tal extravagancia, sino que más bien se deja traslucir la coherencia con su modo de expresarse y conducirse. Incluso ahora, con la mitad del disco duro fundida, si dice que su vocación frustrada es esa, todo el que escuche ha de comprender. Le imagino peleando con los más íntimos secretos del Universo (los cuales, ignoro por qué, se empeñan en no ser revelados). Le veo escudriñando lo grande y lo pequeño, lo lejano y lo cercano, lo extraño y exótico tanto como lo familiar, tratando de aclarar por qué las cosas son como son y no de otra manera. Un calculador divino como el de Laplace es el summum de sus ambiciones. Saturnino también calcula, hace números, pero no siempre como un matemático profesional. En otras ocasiones se me antoja un alquimista que trasiega líquidos de unos matraces a otros, destilando vapores, mezclando fluidos en tubos de ensayo que luego le estallan en las manos, le dejan la cara llena de hollín y el aire oliendo a pólvora quemada. Al fin y al cabo, un científico loco es la imagen estereotipada de un científico, una caricatura de ojos pequeños e hirsuto pelo revuelto, y la vocación es cuestión de imagen. Uno se ve a sí mismo rescatando lindas muchachas de las llamas, evangelizando salvajes apenas cubiertos con un taparrabo, pilotando aviones o lo que sea, y entonces, si le gusta lo que ve, dice que siente vocación. Nadie se conforma con recetar aspirinas o confesar beaturronas.
( La única profesión para la que dudo que valga esta norma es la de poeta. ¿Qué puede haber en la mollera de un aspirante a poeta para que desee convertirse en uno de ellos?)
Saturnino, en efecto, había sentido la vocación de científico loco, vocación cuyo cumplimiento, como todo el mundo puede imaginar, es asunto imposible. Ahora bien, siempre que uno se plantea metas imposibles es fuerza que antes o después termine claudicando, conformándose con sucedáneos o tomando atajos. Sospecho que de ahí le viene la afición de jugar con los números –la numerología, como él la llamaba-. Consistía la tal afición en buscar, unas veces en las cosas y otras en los propios números, ciertas regularidades las más de las veces triviales o inútiles, cuando no carentes de sentido. Eso le divertía, aunque no sería del todo honrado de mi parte, aun a riesgo de influir en exceso en la opinión que ustedes se puedan formar de él, ocultar que había un fondo de sinceridad en lo que hacía.
Si, por poner un ejemplo, el número de los planetas es nueve, él enseguida cavilaba y establecía el cuadrado de tres, número que, ya sea por casualidad o por algún otro motivo, coincide con el de las personas de la Santísima Trinidad. De ello podría inferir dos conclusiones: la primera, que no puede haber más planetas, o que en caso de encontrar otros habría que considerarlos supernumerarios o sobrantes; la segunda, que la divinidad se manifiesta en los seres naturales. Nunca ha habido nadie más capaz que Saturnino para extraer conclusiones plausibles de premisas declaradamente absurdas. Lejos de detenerse en este punto, mi amigo continuaría sus pesquisas. Tres es también el número de puntos que definen un plano, el número de lados del polígono más sencillo, el número de patas de un taburete que nunca cojee y el número exacto de ejemplos que conviene poner. La misma edad de Cristo es una repetición de treses: tres décadas y tres años. ¡Qué sé yo la de cosas que podría hacer Saturnino con un tres! Si lo multiplicamos por cuatro (por cierto, el número de evangelistas, el de los jinetes del Apocalipsis y el de las estaciones del año) obtenemos el número doce, que es el de los apóstoles, el de los meses del año, el de los signos del zodíaco, el de las tribus de Israel, el de las legiones de arcángeles, el doble de seis y el número de huevos que caben en una docena.
Como muestra vale un botón, y a mí no se me puede exigir una imaginación tan florida como la de mi amigo. De todos modos, estos malabares digitales dejan de sorprenderte cuando adviertes que el secreto para obtener un número determinado de cualquier otro es someterlo a una serie indefinida y arbitraria de operaciones. Además, no es necesario que el algoritmo se utilice más de una vez. Valga para ilustrar lo que digo otro ejemplo de mi cosecha: si al tres le añades uno (número que representa la mónada, la unidad divina) obtienes el cuatro, cuyo sumatorio hasta uno equivale a la década, que es el número de los dedos de ambas manos y la base de la mayoría de los sistemas de numeración. También es el número de los planetas más el Sol. Con esto ya somos doctores en la ciencia de Saturnino. Diez es el resultado de sumar el siete (que es el número de los días de la semana, la raíz cuadrada del número de decenas de veces que es preciso perdonar al prójimo y un contumaz número primo) y nuevamente el tres. Y si, por añadidura, advertimos las fructíferas posibilidades de interpretación que ganamos al mezclar en nuestros cálculos las cifras que habitualmente se repiten en las Sagradas Escrituras, entonces obtenemos la calificación de cum laude.
Los progresos es esta ciencia no son recogidos por ningún galardón, ya sea de postín o no; pero si lo fuesen, aseguro que Saturnino se habría llevado varios. El había pasado ya de la fase en que se somete a los números a operaciones sencillas y, cuando lo vi por penúltima vez hace ya casi medio año, andaba indagando relaciones más recónditas. Creo que lo que me reveló en aquella ocasión no carece de importancia para calibrar su caso, y yo procedo a referírselo a ustedes sin más preámbulos y con toda la exactitud de que soy capaz.
Nos veíamos con frecuencia, aunque no a diario, y, a pesar de no ser yo un hombre muy observador, pude percibir la creciente agitación de que era objeto. Se lo comenté un día por teléfono y prometió contarme lo que le ocurría. Nos citamos el día de su cumpleaños a las seis de la tarde en una cafetería con el pretexto de celebrar, si bien modestamente, su aniversario. Yo llegué antes que él, me senté en una mesa, pedí un café y le esperé durante unos minutos. Al cabo llegó él, desaliñado, sin afeitar, con los ojos desorbitados, pequeños y rojos, que miraban frenéticamente a todas partes no sé si para buscarme o simplemente presas de los nervios. No saludó, se sentó frente a mí, cogió una servilleta de papel y un bolígrafo que llevaba en el bolsillo de su chaqueta y sin pronunciar palabra escribió una serie de números:
1 2 3 4 5 6
-Ahora –me dijo- escribiré otra serie tal que cada uno de sus términos sea el cubo de los de la serie anterior.
En efecto, escribió la serie descrita:
1 8 27 64 125 216
Hecho esto, me pidió que fuese yo quien escribiera otra serie tal que cada uno de sus términos fuese la diferencia de dos términos consecutivos de la serie anterior. Lo hice como me pedía y obtuve el siguiente resultado:
7 19 37 61 91
A continuación me rogó que repitiera la operación. Yo no tenía la menor idea de adónde quería ir a parar, pero como lo vi tan nervioso juzgué prudente no llevarle la contraria. Así pues escribí esta nueva serie:
12 18 24 30
Por último, a todas luces fuera de sí, me rogó que sometiera esta última serie a la misma operación. Tengo por cierto que, de haberme negado, me habría cogido por las solapas y me habría abofeteado sin contemplaciones. No me negué y escribí lo siguiente:
6 6 6
Cuando hube concluido clavó su mirada en mis ojos como lo haría un penado en la capucha de su verdugo. Daba la impresión de que le costaba enorme esfuerzo mantener el orden de sus facciones, y yo ahora dudo si habría perdido ya los nervios o si libraba aún la última batalla por controlarlos. Sus manos, blancas y menudas, se le iban a todas partes, ajenas a su voluntad, y era incapaz de retener el culo sobre el asiento. Parecía un ciclista con calzón de esparto. La significación de esos dígitos la conocía bien, pero nunca creí que Saturnino le concediera alguna importancia. Tuve la sensación de no conocer a esa persona de la que me tenía por amigo. Se trataba, cómo no, del número de la Bestia, con el que tantas veces había bromeado y que ahora había encontrado oculto –él dijo “agazapado”- en la serie de los números cúbicos. Insistió en que reparara en ese detalle. Un número cúbico no es un número cualquiera, me explicó, se puede establecer una relación inyectiva entre los objetos del mundo y los números cúbicos. Ellos dan la magnitud del volumen de cada cosa, que es lo que de ellas se nos presenta y con lo que se identifican, su extensión, su ser. Ese era precisamente el lugar que el enemigo había elegido para manifestarse a través de las insidiosas cifras que habíamos obtenido. Decidí hacer caso omiso de su crispación y de sus síntomas de histeria, que creí fingida a tenor de lo desmesurado de su argumento, concluí que me tomaba el pelo y le seguí la corriente.
-Pero eso ocurrirá sólo con esos seis números, y por casualidad –le dije como quien trata de restar peso a un asunto de veras grave.
Sin embargo Saturnino no bromeaba. Nadie que bromease se hubiera tomado la molestia de responder como él lo hizo. Señaló en primer lugar que el seis es ya de por sí un número suficientemente significativo por varios motivos: es la mitad de doce, el primer múltiplo común de dos y tres, el dígito que se repite en el número de la Bestia, y su sumatorio hasta uno es igual a veintiuno, cifra que es justamente el triple de siete. Además, me aseguró, cualesquiera seis números naturales consecutivos que eligiésemos arrojarían el mismo resultado si los sometiésemos a las operaciones anteriores. No hizo caso de las muestras que le dí de confiar en su palabra, y se empeñó en demostrarlo. Le dio la vuelta a la servilleta que habíamos usado y escribió la siguiente serie:
(n) (n+1) (n+2) (n+3) (n+4) (n+5)
Hecho esto, elevó sus términos al cubo:
(n³) (n³+3n²+3n+1) (n³+6n²+12n+8) (n³+9n²+27n+27) (n³+12n²+48n+64) (n³+15n²+75n+125)

Procedió a calcular la diferencia entre términos consecutivos:
(3n²+3n+1) (3n²+9n+7) (3n²+15n+19) (3n²+21n+37) (3n²+27n+61)
Repitió la operación:
(6n+6) (6n+12) (6n+18) (6n+24)
Y repitió de nuevo:
6 6 6
No había escapatoria. Cualquier serie de seis números naturales consecutivos llevaba al mismo punto. Más aún, cualesquiera seis números reales separados entre sí por una diferencia igual a la unidad nos conduciría a lo mismo, pues el “n” de las series anteriores puede ser substituido por cualquier número. Saturnino insistía una y otra vez en que los números cúbicos son los que miden el volumen de las cosas reales. Señaló que, en la práctica, existe un conjunto infinito de grupos de seis objetos cuyos volúmenes fuesen tales que sus magnitudes arrojasen idéntico resultado, y cada uno de esos grupos una manifestación del Enemigo, ya que no posee otro modo de presentarse distinto de sus símbolos. Tanto da decir que Satanás posee el atributo divino de la ubicuidad, y difícilmente quien posee alguno de ellos puede carecer de los demás.. En definitiva, Saturnino comparaba a Dios con el Diablo.
-Está en todas partes –chilló con un hilo de voz que no por tenue dejó de ser estridente-, es como Dios y vencerá.
Ahora me miraba con ojos hostiles. “¿Cuánto mides, cuánto pesas, cuál es tu densidad?”, parecía preguntar a gritos, “¿has comparado el volumen de tu cráneo con el de tu cabeza, el de tu cabeza con el de tus brazos, el de tus brazos con el de tu vientre, el de tu vientre con el de tus piernas, el de tus piernas con el de tu tronco? ¿No serás tú también una manifestación diabólica?” Y es que, bien considerado, cualquier conjunto ordenado de seis objetos que cumplan la condición de que las raíces cúbicas de sus volúmenes difieran sucesivamente en una cantidad fija es susceptible de convertirse en una manifestación diabólica, habida cuenta de la arbitrariedad de las unidades de medida. Casi cualquier media docena de trastos puede ser puesta en tal relación. Más aún, en un todo pueden separarse idealmente seis volúmenes que cumplan la condición exigida, con lo que Satanás ya no deja espacio para ninguna manifestación que no sea la suya.
Todo esto lo explicaba aprisa, solapando unas palabras con otras, omitiendo algunas sílabas y vocalizando del peor modo posible, de manera que apenas pude entender lo que decía. Hablaba como si seguir el hilo de su discurso fuese lo más fácil del mundo. Sin embargo, para mí, que estaba menos ducho que él en su ciencia y menos avezado a manejar números, era punto menos que ininteligible. Me atreví, no obstante, a objetar contra su última afirmación que la elección arbitraria de volúmenes ideales era sólo eso: una arbitrariedad. Saturnino, que no había tocado el café que pedí por él, se dignó echarle una mirada, aunque a mí no me hizo ni caso, y continuó exteriorizando su pensamiento como si no me hubiese oído. Me confesó que se sentía perseguido por el Monstruo. Luego quiso matizar: no exactamente perseguido, pero sí en una relación peculiar con él. Todo cuerpo, admitió, es manifestación del Enemigo, pero él se había percatado de que, además, ciertas cifras bailaban a su alrededor con especial insistencia. Incluso en su incipiente locura se mostró teatral. Me recordó que era su cumpleaños: seis de junio, el sexto día del sexto mes del año. Era un año más joven que yo, había nacido en el sesenta y seis. De nada sirvió que le hiciese notar que en su misma situación se encontrarían miles de personas, de las cuales sólo él veía problema en ello. He de confesar que yo comenzaba a tomar en serio el cuento que me quería colar.
-Pero, ¿cuántos de ellos –replicó- habrán nacido a las nueve de la noche?
Cometí la torpeza de preguntar qué tenía que ver la hora de su alumbramiento con el demonio. Todo el mundo sabe que las nueve de la noche son las veintiuna horas del día, y veintiuno es el sumatorio de seis hasta uno, además de ser un número en el que confluyen toda suerte de casualidades, coincidencias y curiosidades, como ustedes se podrán figurar. En fin, me dejó sin armas. Ni siquiera podía contraatacar con la cantinela del ciego azar, que reúne sin finalidad ni propósito tanta cifra significativa en un solo elegido, pues lo último en lo que creería un científico loco es en el azar. Otra de las causas que lo impidieron fue la verborrea de Saturnino, que continuaba con su peculiar cúmulo de argumentos peculiares alegando que, para más inri, vivía en el número veintiuno, cuarto izquierda. Aunque lo reprimí a tiempo, pues finalmente acabé creyendo que hablaba sinceramente y que estaba de veras afectado, he de confesar que tuve un momento de malicia y que quise preguntarle cuántos seises tiene su carnet de identidad o su número de teléfono. Por lo que se refiere al D.N.I., no tengo ni la menor idea, pero sé que en su teléfono no hay ninguno. Da igual, si no aparecen explícitamente se les puede hacer aparecer ocultos tras una fórmula cualquiera.
Para colmo, Saturnino calzaba un treinta y nueve, que es el triple de trece, el resultado de sumar el cuadrado de seis más tres, el doble de diecinueve –que es un número primo- más uno. Seiscientos sesenta y seis menos treinta y nueve arroja un valor de seiscientos veintisiete, cifra que equivale al triple de doscientos nueve, que a su vez es el mínimo común múltiplo de dos números primos (once y diecinueve) que sumados dan tres decenas.
¡Qué quieren ustedes que les diga! Soy lo suficientemente pudoroso como para guardarme de contarle a nadie tamaño montón de estupideces, y me cuesta creer que alguien lo haga si tiene las mientes bien atornilladas. Incluso, aunque las tuviera algo flojas, el sentido común bastaría para disuadirle. El aspecto de Saturnino, las maneras de orate con que se había comportado, su desaliño, sus nervios, me persuadía de que hablaba en serio. No obstante, me resistía a la conclusión inevitable de que carecía de sentido común y que tenía las entendederas desordenadas, quizá por la amistad que nos unía y porque le había conocido largo tiempo en plena posesión de sus facultades. No sabía qué decir y, como siempre que no sé qué decir, metí la pata. Creí que estaba en situación de curarle de sus recelos aportando datos que los contrarrestasen, contraejemplos que sembraran la duda en aquella certidumbre enfermiza, y le pregunté cuánto pesaba, con la intención de jugar con las cifras como lo había estado haciendo él. Yo iba sobre seguro pues, aunque menudo, Saturnino era bastante grueso y sin duda pasaba con holgura de los sesenta y seis kilos. . En efecto, pesaba setenta y ocho. Exultante, le hice notar que en esa cifra no había ningún rastro de seises. Supongo que acabé de creerle loco cuando vi la mueca de alivio que se le dibujó en la cara. De haber estado en sus cabales habría continuado la broma buscando, y sin duda encontrando, los dichosos seises por algún lado.
Así pues, a Saturnino se le distendió el rostro, pero el remedio le duró sólo un instante. Al cabo, consideró la cifra más detenidamente y halló que ese peso equivalía a seis arrobas de a trece quilos cada una. Ahogó un grito y salió corriendo como si, en efecto, le persiguiese el diablo, dejando en la mesa el café intacto, la cuenta y el periódico. Como soy un poco bellaco y un tanto lento para hacerme cargo de situaciones nuevas, pensé que todo era una pueril broma para cargar el importe de su consumición a mi pecunio, aunque la chanza le habría resultado más provechosa si además se hubiera tomado el café. De todos modos, aunque estaba un poco preocupado por mi amigo y otro poco porque casi había logrado engañarme, olvidé lo ocurrido, tomé posesión de su diario y lo estuve hojeando un rato.
La prueba definitiva de su enfermedad la tuve esa misma tarde cuando, al llegar a mi casa, le telefoneé para que me aclarase si me había tomado el pelo o no. No contestó nadie en toda la tarde, y tampoco de noche, ni a la mañana siguiente. Dos días después me enteré de que al llegar a su portal el portero quiso llamarle la atención para preguntarle no sé qué, y como no le hizo ningún caso le siguió hasta el ascensor. Saturnino, que ya debía de estar muy transtornado, se asustó, se volvió y le propinó un golpe que le hizo rodar por el suelo después de haberse roto dos costillas contra el balaustre de la escalera. Al portero le ingresaron en el hospital y a Saturnino en el psiquiátrico, porque ante la policía, que acudió en auxilio del herido, dio muestras evidentes de histeria aguda.
En cuanto supe lo ocurrido quise acudir a visitarlo, pero los médicos que le trataban no me permitieron verle. Desistí y no volví a intentarlo hasta ayer. Quizá parezca una dejadez por mi parte haber dejado pasar tanto tiempo. Confieso que no me atrevía a encararme de nuevo con él y constatar la merma irrecuperable de su espíritu. Loco también yo, quería idear un modo de curarle aplicando una pequeña dosis del veneno que le corroía, y di en la idea de que, si podía convencerle de que todos los números son iguales, entonces toda su ciencia se desvanecería. Ustedes, sin duda, saben que existe una trampa aritmética que permite demostrar la igualdad de uno y cero. A partir de esa igualdad, por inducción completa, se puede mostrar que todos los números enteros son iguales. Si lo son los enteros, entonces lo son también los racionales; y si lo son los racionales, entonces cuesta muy poco trabajo convencerse de que lo son también todos los números reales.
Con intención de contarle todo eso fui a ver a mi amigo ayer. Pero Saturnino no mordió el anzuelo. Probablemente ya conocía la trampa aludida, pero despreció mi argumento por otros motivos. Hubo un momento en que creí tener éxito, pues sonrió como lo había hecho medio año antes en nuestra última cita y le asomó un brillo húmedo en los ojos. Sin embargo se encogió de hombros y, casi indiferente, alegó que eso empeoraba las cosas porque, si todos los números son iguales, entonces todos valen seiscientos sesenta y seis. Y más aún, como todos son iguales a cero, resulta evidente el triunfo definitivo de Satanás, que ha conseguido perder y aniquilar toda la creación y reducirla a la más espantosa nada.
No hubo manera de que añadiese palabra alguna. Yo, que podía haber argüido que victorias de ese pelo nada valen, ni siquiera traté de retenerle cuando se levantó de su asiento y se dirigió con paso cansado, y arrastrando los pies, a los urinarios que estaban enfrente del área de visitas. Entró sin preocuparse de cerrar tras él la puerta. Allí lo dejé, cabizbajo, concentrado en la sencilla operación de orinarse encima mientras hurgaba inútilmente en el atroz abismo de su bragueta.




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