viernes, 8 de noviembre de 2013

Comentario a "La isla del día de antes", de Umberto Eco.

Supongo que de alguna de mis anteriores opiniones debería traslucirse la admiración que me inspira Umberto Eco. No conozco de él más que su tardía -y, a mi juicio, feliz- faceta de novelista, y aún así no de modo exhaustivo, pero siempre me ha llamado la atención su estilo ágil y camaleónico, su tono a medio camino entre la ironía y el sarcasmo, sus argumentos, sus personajes, la reconstrucción de los escenarios en que se verifica su peripecia, la portentosa documentación de que hace gala en el desarrollo de sus tramas, la recreación del universo intelectual de la época en que las sitúa y, sobre todas las cosas, el permanente diálogo que el autor entabla con cada uno de estos elementos. Diálogo en el que, finalmente, enreda al lector atento y que se manifiesta como el primer motor, la causa final última de sus novelaciones.
Supongo también que un purista del género encontrará en este particular el mayor reproche que hacerle al escritor de novelas: que se implique en ellas, que transgreda el límite que necesariamente ha de trazarse entre el autor y la obra. Al fin y al cabo, el novelista es sólo el cronista de los hechos que nos narra. Pero es el caso que las mejores novelas que recuerdo cometen este mismo exceso. Podría ir citando algún que otro ejemplo, pero me interesa destacar el siguiente: ¿Acaso , ya desde el capítulo primero del Quijote, no califica Cervantes de loco a su protagonista al declarar que perdió el seso leyendo novelas de caballería? ¿Y, acaso, este juicio previo no predispone al lector a interpretar lo que lee en un sentido y no en otro? ¿y no es, precisamente, esta predisposición a la que nos empuja el autor el meollo mismo de la obra? ¿No forma parte de la obra?
Me explico, y espero que en mi explicación se justifique la elección del ejemplo. Al margen de otras interpretaciones de la novela (vg. la de Ortega o la de Unamuno), en las que no tengo intención de entrar, el elemento de modernidad que llama la atención es el modo en que el protagonista construye "su" realidad. Subrayo el "su" porque cosa tal como una realidad objetiva e independiente del sujeto que la conoce ya hacía dos siglos que se había extinguido cuando Cervantes agarró la pluma. Don Quijote, en efecto, construye su mundo, su verdad, a partir de los datos que interpreta provenientes de sus sentidos. El criterio con el que elabora su interpretación no proviene del exterior (por ejemplo, de las novelas de caballería que le sorbieron el seso), sino que es previo a su lectura y la explica. En el fondo, la locura del manchego no consiste en urdir mundos imaginarios, sino en no oponer límites a la operación de su entendimiento, a su pensar.
No otro es, por poner un segundo ejemplo, el modo de operar de Guillermo de Baskerville cuando, al arrivar al monasterio benedictino al que ha sido llamado en el comienzo de "El nombre de la Rosa", da razón de cierto caballo negro de nombre Brunello, del que no tenía noticia previa. El de Baskerville lee en el entorno los síntomas, que luego ha de interpretar, y que le conducen para sorpresa y admiración de todos al feliz hallazgo de la bestia. La verdad es, de nuevo, operación del intelecto, creación de la mente según sus propias reglas y no una simple deducción. Como construcción que es, esta verdad no se halla contenida en las premisas, en los datos empíricos que Guillermo ha recogido de entre cuanto le rodea, del mismo modo que los gigantes no estaban en la impresión visual que don Quijote recibe de los molinos.
Y, para abundar en el mismo argumento, es preciso caer en la cuenta de que nuestra valoradísima ciencia moderna procede de manera análoga. En algún lugar he leído que el rasgo distintivo de la ciencia tal y como ahora la conocemos consiste en haber abandonado la certeza en aras de la productividad. Es decir: en su portentosa capacidad de producir nuevos avances, nuevo conocimiento. Pero es en el hecho de abandonar el valor de la certeza donde quiero recalar. En la antigüedad, desde Aristóteles, la ciencia procedía por estricta deducción a partir de unos primeros principios que se obtenían por inducción -si bien mediante un proceso inductivo radicalmente distinto del que nosotros, influidos por los filósofos anglosajones, podemos considerar- cuando el intelecto accedía, en un acto de iluminación, a la contemplación de las substancias segundas, es decir: lo que hay de universal en los seres singulares. Puro platonismo adaptado a la metafísica peripatética. Sin embargo, nuestra ciencia moderna, en el fondo mucho más platónica que la de Aristóteles, no parte de certezas sino de meras hipótesis que posteriormente hay que contrastar con la naturaleza sometiendo a sus consecuencias observables a una estricta comparación con los datos empíricos. Esta es la explicación por la que, para garantizar la intersubjetividad del proceso, la ciencia prefiere el lenguaje matemático, que es el más fácilmente adoptado por la totalidad de los entendimientos, tanto finitos como infinitos. También la matemática es construcción del entendimiento, como predicaba Kant.
Todavía Descartes se aferra a una sombra de certeza cuando exige que todo el edificio de su filosofía parta de una verdad incontrovertible, absolutamente indudable. Y, para sorpresa del mundo, esta verdad la encuentra no en Dios , precisamente, sino en la innegable existencia del propio proceder de la mente. "Yo pienso, luego existo", nos dice. Sobre el proceder de la mente actúa el proceder de la mente, que es tan incierto que precisa -ahora sí- de la garantía de un Dios que no mienta, Dios que también es construido por la mente, de donde su famoso argumento circular. Lo cierto es que, en el proceder del entendimiento, la certeza de Dios se diluye, y éste es el segundo rasgo de la modernidad. Spinoza construirá un Dios que tiene poco que ver con el de las religiones, Kant concluye la imposibilidad de demostrar racionalmente su existencia y lo reduce a un mero postulado de la razón práctica, Nietzsche profetizará un siglo después la muerte de Dios, es decir: su desaparición efectiva de todas las esferas de la vida humana. Dios ha muerto, por una parte, de éxito, porque la consideración de sus distintos atributos nos permiten prescindir de su concepto. Por otra parte ha sido relegado por el Hombre, que se erige en la nueva medida de todas las cosas.
La elevación del Hombre a patrón universal, el humanismo, es el último rasgo de la modernidad que quiero destacar. En buena medida ya lo he hecho antes, cuando comentaba el desplazamiento de la certeza fundamentada sobre Dios hacia la provisionalidad de las hipótesis generadas por el sujeto. Pero es el caso que, de modo aparentemente contradictorio, esta entronización del ser humano nos lleva a lo largo de tres sendas distintas a su anonadamiento. La primera de ellas acabo de resumirla con la desaparición de toda certeza. En segundo lugar, el hecho de que sea la operación del entendimiento el nuevo patrón de la verdad, y que la propia operación del entendimiento se deje ejemplificar de manera tan eminente con el recurso a la matemática, abre el camino a la consideración del infinito, el cual ha sido desplazado -también con argumentos teológicos- desde el creador a la creación. En efecto, la nueva imagen del mundo, cuya consecuencia más llamativa es la astronomía que inaugura Copérnico, considera un universo infinito en el tiempo y en el espacio. Y, como consecuencia inmediata y evidente, el Hombre no ha sido sólo desplazado del centro de la creación, sino que la misma noción de centro ha perdido ya todo su sentido. En un universo infinito cualquier punto es el centro. Por último, al ser el entendimiento la fábrica de la verdad, la modernidad ha tenido por aporética la existencia absoluta, separada, del mundo. "La vida es sueño", nos decía Calderón, y la entidad de los sueños no es más consistente que un jirón de niebla que disipa el viento. Sólo la noción de finitud, que en otros lugares me plugo llamar "mal", se puede aducir para superar este solipsismo que nos constreñía a considerarlo todo como un mero contenido de la conciencia, donde queda encerrado como en una inexpugnable cápsula . Hay, en efecto, mundo -sea éste lo que sea- porque yo no puedo fraguarlo a la medida de mis necesidades, gusto o intereses; porque es algo que, incluso sólo como mero contenido de conciencia, me es dado desde fuera y sobre lo que yo no puedo influir sino de manera harto limitada.
Estos son los pilares argumentales sobre los que Umberto Eco construye la novela que hoy traigo a consideración. Se trata de una novela de arquitectura compleja por partida doble. Por un lado, está narrada en tercera persona sobre la base de unas supuestas notas autobiográficas que el protagonista, un hidalgo piamontés de nombre Roberto de la Griva, elabora en el Daphne, navío holandés abandonado en las antípodas al que llega náufrago del Amarilis, en el que había embarcado también en Holanda. Dichas notas mezclan hechos reales con otros que son producto de la fantasía del náufrago, y en el paso de los unos a los otros se rompe la unidad de tiempo. Por otra parte, la diversidad temática del argumento obliga al lector a mantener simultáneamente abiertos varios focos de atención. Y es preciso aludir, además, al lenguaje empleado. Mejor comentario que el que yo pueda hacer al respecto es la nota aclaratoria de la traductora, situada al final de la novela, en la que nos informa de las dificultades de parodiar el castellano del Siglo XVII para verter el italiano de la misma época, habida cuenta de que la distancia lingüística es mucho menor en la lengua original que en la nuestra.
De la Griva, prisionero del Cardenal Mazarino, se ve forzado a espiar en el Amarilis ciertos experimentos con los que un médico inglés -el doctor Byrd- pretende resolver el pertinaz problema de las longitudes. Para cualquier navegante resultaba sencillo fijar la latitud por la altura de los astros sobre el horizonte, pero no se disponía de métodos fiables para establecer la longitud, sin la cual resultaba imposible calcular la posición de un navío en altamar. La cuestión llegó a convertirse en arduo problema de estado, porque también resultaba imposible situar correctamente en el mapa las nuevas tierras que se descubrían y, en consecuencia, carecía de sentido reclamar su posesión. Pero, para desgracia de Francia y de Roberto, el Amarilis zozobra durante una tormenta y -único superviviente- el protagonista arriba al Daphne, a la sazón abandonado por todos sus tripulantes salvo uno en un fondeadero entre dos islas.
Es afortunado el hilo argumental que inaugura Eco con este episodio porque le permite articular a su alrededor la complejidad temática de la novela. Astronomía, Física, Alquimia y otras disciplinas herméticas, Geografía, Filosofía y algún que otro disparate con el que el autor gusta de amenizar sus relatos. En efecto, el doctor Byrd se había propuesto servirse del "polvo de la simpatía", un mejunje parecido al famoso "unguentum armarium" (bálsamo que, aplicado sobre el arma que causa la herida, es capaz de sanar a quien la sufre, independientemente de la distancia que les separe), para establecer la longitud sin necesidad de usar un cronómetro ni de realizar observación astronómica alguna , ni fácil ni compleja. Este pasaje, que de ningún modo es una simple broma del autor, muestra el estado de confusión en que se desenvolvía la recién nacida ciencia moderna y sus dificultades para discriminar lo aceptable de lo inaceptable. El recurso a las acciones a distancia, que en el caso de las ciencias herméticas -y también, hay que tenerlo presente, en el estudio del magnetismo- estaba plenamente aceptado, a finales del siglo se le reprochaba a Newton cuando enunció la ley de la gravitación.
Y si en cuestión de principios, como el aludido de la acción a distancia, había discusión, qué no habría cuando se tocaban teorías que según todas las apariencias chocaban contra las más palmarias experiencias cotidianas. Para una mentalidad que aún no había digerido ni la relatividad del movimiento ni su componibilidad, la cuestión del movimiento de la Tierra debía de aparecer como el más atroz atentado contra el sentido común. Recordemos que en 1632, diez años antes de su muerte, publicó Galileo su "Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo", del que es homónimo un capítulo de nuestra novela, y que la acción de ésta última se desarrolla en 1643. El capítulo al que aludo reproduce con evidente exactitud la discusión de los personajes del toscano, aunque de manera sumarísima y con una extensión bastante más asequible. Aquí afloran las reticencias que desde muchas áreas de la sociedad de la época, no sólo desde la Iglesia, se abrigaban contra la ciencia nueva. Y a la par, paradójicamente, una enternecedora e hilarante confianza en esa misma ciencia, que recuerda el pasaje de la isla de Laputa en "Los viajes de Gulliver", se nos narra en el episodio de la muerte del padre Caspar.
Con todo, lo más interesante de la narración se reserva a un peculiar tratamiento de asuntos que atañen a la filosofía y que nuestro novelista hilvana en torno a la idea de infinitud. La consideración del infinito, en el contexto que nos interesa , se remonta al siglo XIII y fue introducida por los nominalistas, que defendían la omnipotencia de Dios y argüían que, dado que debe haber una proporción entre las causas y sus efectos, a una infinita potencia creadora convenía una creación también infinita. Este es el argumento de Nicolás de Cusa, un siglo después, y del pobre Giordano Bruno, que pereció en la hoguera por defenderlo en el siglo XVI. La idea de un universo abierto, infinito, no estaba en el nuevo sistema astronómico de Copérnico, pero se fue introduciendo en la ciencia de la mano de Galileo y de Kepler, de su recurso a la matemática, de la afinidad con la nueva filosofía racionalista. Y termina de imponerse con Newton.
Pero, a pesar de que la primera consideración de la infinitud de la creación es de índole teológica, enseguida la Iglesia sospecha de tamaña idea porque socava irremisiblemente el edificio de la fe. No es sólo el hecho de que el sistema heliocéntrico contradijera al Libro de Josué (cap. 10, 12-14), lo importante, como señala la novela de Eco, es que en el seno de un universo infinito sembrado de infinitos mundos, la centralidad de la redención deviene aporética. La modernidad ha producido la paradoja de la simultaneidad entre el humanismo y su énfasis de origen cristiano en la dignidad del hombre, y su destierro del centro. El hombre es, por una parte, el centro de la creación, y por otra está perdido en un rincón insignificante de un vasto cosmos del que no se acierta a concebir el límite. ¿Será acaso nuestro mundo el único en el que el hombre ha sido estigmatizado con el pecado original? Y si no es así, si todas la infinitas humanidades que pueblan los infinitos mundos han caído igualmente en el pecado, ¿será posible que un sólo acto redentor limpie tal magnitud de pecado? Pero entonces, ¿esos otros infinitos mundos tendrán noticia del Redentor o vivirán ignorantes de ella como viven los pueblos que la cristiandad recién ha descubierto allende los mares, con la salvedad de que en ese caso la noticia nunca podrá llegar a ellos?
O bien, si cada mundo ha de tener su propia redención y son infinitos los mundos, ¿será posible que el Redentor no pueda terminar nunca con su acción redentora y deba sufrir eterno suplicio por la iniquidad de los hombres?
He aquí dos infinitos que se comparan, y de la comparación de infinitos cualquier cosa puede resultar. Lo que le resulta a Roberto de la Griva es que la idea de redención pierde su sentido. E incluso también la noción de la Providencia, porque ésta ha de repartirse entre infinidad de mundos, y porque nada nos asegura que lo que conviene a unos no suponga la ruina para otros. De nuevo, tal como nos había indicado el autor en "El nombre de la Rosa", la consideración de los atributos divinos nos conduce irremisiblemente al olvido de Dios. Supongo que ésta debería ser la clave para interpretar el discurso del Padre Caspar, tremendo sermón que, para desgracia de los condenados, podría haber comenzado con el lema que encuentra Dante a la entrada del infierno: "Deja atrás toda esperanza".
Es particularmente notable en este pasaje que se nos narre como un sueño del protagonista, destilado morboso de su enfrebrecido cerebro, delirio de un hombre cuya vida es en buena medida producto de su imaginación. O bien, para decirlo de otro modo, mero contenido de conciencia. Algo así aparecerá en otra novela del autor, "Baudolino", y lo podemos rastrear también en "El péndulo de Foucault". De una manera u otra, el ser de las cosas y del mundo puede reducirse a una construcción de la mente, construcción imperfecta, como corresponde a un mundo imperfecto. Por ello tiene aquí todo su valor la sentencia final de "El péndulo de Foucault": "Si el problema es la falta de ser, dice el protagonista, y el ser es aquello que se predica de múltiples maneras, dice Aristóteles, entonces cuanto más hablemos más ser hay". Umberto Eco dixit.

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