lunes, 12 de noviembre de 2012

El pecado de ser judío. "Los perros y los lobos", de Irène Némirovsky.


Hoy voy a cometer un pecado contra mí mismo. Un servidor ha adoptado la costumbre de comentar libros sólo cuando puede referirse a ellos para hablar de lo que le interesa. Con ello ,en la práctica, estoy descartando aquellas obras que no me han interesado y también, por supuesto, las que no me han gustado. En una ocasión declaré que lo que quiero que me revele una reseña es de qué modo la acogió e interpretó el lector, "qué resortes de su inteligencia y de su ser puso en marcha", qué pensaba mientras la leía. A la vista de estas consideraciones quizá no sea tan grave mi pecado. Voy a tratar de usar un lenguaje no excesivamente insidioso. Esta novela que ahora nos ocupa no me ha gustado, me ha desagradado en algunas ocasiones, he llegado a sentir hacia ella un vivo rechazo. Dicho de otra manera: me ha escandalizado. Estas líneas no son más que un ensayo, un intento de aclarar por qué una novela que está muy bien escrita, sin duda un buen texto en el que la autora se expresa a sí misma -que en definitiva es el objeto de cualquier texto- y lo consigue, un relato del que de ninguna manera se puede decir que haya fracasado, me ha disgustado de esta manera.
No tanto por ceder a la costumbre, si no más bien por considerarlo necesario para mi argumento, he de dedicar algunas palabras a la autora. En absoluto está de más. Las dos únicas obras que de esta autora he leído ("Los perros y los lobos" y "Suite francesa") poseen un marcado carácter autobiográfico explícito, evidente. Y, lo que ahora me interesa más, en la primera -la que comento- se advierte un elemento autobiográfico implícito, no evidente. Entre sus páginas alienta lo que probablemente es el pliegue más escondido del espíritu de los hombres, aquello que más difícilmente se revela, el secreto más guardado. Hay quien se ama demasiado y quien se odia demasiado. Yo he llegado a la conclusión -y no soy el único (véase el prólogo de Myriam Anissimov a "Suite Francesa")- de que nuestra autora no se soporta, se aborrece. A ella misma y al grupo humano al que, para su pesar y su desgracia, pertenece.
Irène Némirovsky era judía, y con esto ya se dice mucho. Según reza en la solapa del libro que me ocupa, nació en Kiev en 1903 y murió en Auschwitz en 1942. Se trataba, por lo tanto, de una judía ucraniana emigrada a París, junto con su familia, a tiempo de escapar de la revolución rusa del 17. Perteneciente a la alta burguesía rusa, su vida en Francia se desarrolla en los ambientes más refinados, entregada a un libertinaje desenfadado, frívolo, superficial e incluso casquivano. Todo ello, quizá, consecuencia de una infancia desgraciada y el desarraigo de una emigrante que se siente extranjera en todas partes. O porque ése era el modo de vida de las clases pudientes de la década de los veinte en París. (En cualquier caso, podemos advertir una descomunal desmoralización personal y colectiva). Se licencia en Letras en La Sorbona, escribe, publica y, a juzgar por lo poco que he leído de ella, se gana una merecida fama.
Nuestra Irène es, en efecto, una judía triste, pero de ningún modo una triste judía. Entre las dos obras que de esta autora he leído, y que he citado antes, encuentro una diferencia que no puedo ignorar ahora. "Suite francesa" es también una novela autobiográfica, en ella podemos encontrar al menos un atisbo de la peripecia personal de la escritora, de su huida de París ante la invasión -y posterior represión- nazi, pero aquí abandona la temática judía. Sus protagonistas son un matrimonio católico francés que pertenece a la burguesía modesta, acomodada pero no encumbrada, de París. En realidad, lo que narra no es la desgracia personal de una apátrida, sino la desgracia nacional de la Francia invadida. Toda ella hace pensar en una autora por entero integrada en el país en que vive. Al leerla no pude evitar compararla con otro autor judío al que descubrí poco antes, éste austríaco. Me refiero a Stefan Zweig. El vienés se sabe vienés, austríaco, europeo. En "El mundo de ayer" dedica a la empresa de destacar la contribución judía a la cultura europea y universal muchas páginas en las que se adivina el doble orgullo de pertenecer a ambas tradiciones, que él identifica. Zweig es un autor luminoso en su estilo y en su espíritu, aunque, aparte de la obra citada, lo que he leído de él no me ha convencido demasiado. Por el contrario, en "Los perros y los lobos" Némirovsky ni es ucraniana ni francesa. Ni rusa ni europea. Es una judía despatriada extraña en todas partes para quien la única adscripción genérica, gentilicia, se reduce a la filiación a una raza caricaturizada por ella misma y vilipendiada también por ella hasta el extremo.
La novela narra la historia de una familia ucraniana, los Sinner, perteneciente a la miserable burguesía del gueto judío de la ciudad de la que son originarios, cuyo nombre no se cita, pero que está emparentada con unos miembros de la más alta y acaudalada burguesía rusa: los Sinner ricos. Un progrom local cruza la vida de ambas familias, hasta entonces separadas por el muro de las diferencias propias del status, y la revolución rusa les obliga por igual a una emigración forzada a la que por entonces era la capital del mundo civilizado: a París. Nuevamente separados por insalvables diferencias sociales, la obstinación de la protagonista volverá a entrelazar la vida de ambas familias. Toda la acción se encaminará hasta su fin animada por esta misma obstinación y por el ansia de venganza, el resentimiento y la avaricia de otro de los protagonistas. También por la persecución de un amor cuyo concepto mismo es enfermizo y que enlaza de un modo que me atrevo a calificar de monstruoso al trío en torno al cual se desarrolla el argumento.
Los dos amantes de Ada Sinner, la protagonista, son en realidad las dos caras de una misma moneda. La autora acentúa el parecido físico de estos dos parientes lejanos que aman a la misma mujer. El uno, el primo carnal y marido legítimo de Ada, es pobre y ha de sobrevivir al abrigo de las grandes fortunas ganándose el sustento y la confianza de sus mentores con sus servicios de intermediario. Se trata de un hombre despiadado y rencoroso a quien el éxito no puede hacer olvidar su origen miserable ni cierta querencia difícil de explicar que le empuja constantemente hacia él. Esta fuerza atávica quizá pueda conceptuarse como el carácter de la raza, forjado durante casi dos milenios de exilio y marginación. El otro, Henry (tocayo, por cierto, de un antiguo enamorado de la Némirovsky y de quien quizá sea un trasunto literario), se siente atraído por la nieta del primo carnal de su abuelo porque advierte en ella sus propias raíces y reconoce las fibras de las que él mismo está hecho. Dos circunstancias distintas, una misma naturaleza.
El concepto de "carácter nacional", o de la raza, es de origen freudiano (también Freud es judío) y alude al modo en que la presión externa de la sociedad -el "Ello"- moldea el temperamento natural de los individuos. La protagonista, Ada Sinner, encarna dos rasgos del carácter judío que la autora destaca con claridad: la obstinación y un cierto anhelo de grandeza espiritual que encuentro particularmente difícil de calificar. Zweig, a quien ya he citado, afirma que "el deseo propiamente dicho del judío, su ideal inmanente, es ascender al mundo del espíritu, a un estrato cultural superior" ("El mundo de ayer", cap. 1). El éxito económico es sólo el medio de lograrlo. No he podido evitar recordar estas palabras mientras leía la novela de Némirovski. Eso es lo que Ada ve en la figura de Henry, que -no lo olvidemos- es la misma persona que Ben, su marido, pero en ese peldaño ya más elevado. Henry representa la materialización del "sueño de cualquier judío".
Pero Ada añade una tercera nota al carácter nacional de su raza. Quizá haya que explicarla afirmando que el judío desconoce la idea de la redención, para él solo existe la caída. El pueblo de Israel está condenado y cualquier movimiento ascendente ha de ser necesariamente contrarrestado por una nueva caída aún más dolorosa. Al fin y al cabo cualquier judío es descendiente de usureros, de truhanes, de quincalleros, comerciantes de ventaja a la caza de cualquier ganancia. Eso son los abuelos de Henry, lo mismo que Ben, con su aspecto frágil, su mirada aviesa, su característica nariz y su enorme usura. Ada siente que es ella la que arrastra al abismo a su amante, ella y su marido, pero todo está descrito en una atmósfera de necesidad trágica. La caída era inevitable porque el pecado es la piedra clave del carácter nacional. Eso es el pecado original, la idea más venenosa, la mayor blasfemia contra la humanidad. En mi opinión, se trata de la primera idea totalitaria de la historia porque, lejos de conceder importancia a lo que cada individuo haga de sí mismo, prima su pertenencia a una colectividad en lo tocante a la calificación del sujeto. Por primera vez, que yo sepa, prima la totalidad frente a la personalidad.
Esta novela se publicó en 1940, en medio de la represión nazi contra los judíos de toda Europa y a las puertas mismas de la "solución final" y no es difícil encontrar en ella una explicación -y por tanto una justificación del holocausto. No creo que haya sido esa la intención de la novelista, pero el hecho de que se haya hecho eco con semejante exactitud de los argumentos antisemitas que estaban en boca de todo el mundo nos da una idea de las causas, probablemente inconscientes, que obraron en beneficio del hecho indiscutible de la ausencia de toda resistencia , por lo menos de resistencia organizada, a la salvaje represión y posterior exterminio de tantos millones de judíos.

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