jueves, 22 de noviembre de 2012

La novela de Genji, de Murasaki Shikibu



Heráclito de Efeso nació catorce o quince siglos antes que Murasaki Shikibu y a ocho mil kilómetros de distancia. Este dato, ya de por sí elocuente, no debe hacernos olvidar el hecho de que entre los mundos en que el uno y la otra se desenvolvieron se levantan algunas de las cadenas montañosas más altas del mundo, desiertos cuya vastedad nos anonada, los más extensos territorios de nuestro planeta y el mar. Por no hablar de las tremendas diferencias culturales. Un griego que quisiera llegar al Japón debería antes franquear el Asia Menor, el imperio persa -del que tan ajenos se sentían- por su provincia más irreductible, entrar por Cachemira en los inmensos dominios del imperio chino, atravesar el Gobi lamiendo la frontera meridional de Mongolia, cruzar el mar amarillo hasta la península de Corea y, por último, el mar del Japón hasta llegar al Imperio del Sol Naciente. Debería llegar mucho más allá que Alejandro de Macedonia, más que Marco Polo, más que cualquier viajero que se haya aventurado a adentrarse por tierra en lo desconocido, tan lejos como Magallanes lo hizo por mar. Y, sin embargo, pese a esas enormes distancias, ambos -Heráclito y Shikibu- abordan el que probablemente es el único tema que importa: la fugacidad de la vida, el tiempo, la incertidumbre de lo que nos espera incluso a la vuelta de la esquina, la inconstancia de todo acontecer, la futilidad de cuantas cosas nos rodean y la muerte.
De Heráclito "el Oscuro" no nos ha llegado más que algún fragmento de sus obras y algún que otro comentario de varios autores. Pero de Murasaki Shikibu tenemos, que yo sepa, esta sorprendente novela que se desarrolla a lo largo de más de kilo y medio de papel y de tres generaciones de hombres y mujeres pertenecientes a la familia imperial japonesa junto con otros personajes de rango más o menos elevado. La novela transcurre a finales del periodo Heian y abarca un lapso de tiempo de ocho décadas, desde la segunda mitad de nuestro siglo décimo y el primer cuarto del decimoprimero. El término "Heian" alude al nombre de la capital del Imperio -Heian Kyo- durante la época, una época de esplendor cultural, de refinamiento y de lujo. Quizá, mientras en su palacio un noble japonés conversaba con alguna dama tañendo su koto e improvisando poemas, alguno de sus iguales en la oscura Europa agonizaba aterido de frío y comido por los piojos. ¡Qué mundo tan extraño nos pinta la autora, qué distinto del nuestro, qué alejado de los tópicos que finalmente ha impuesto la industria cultural!
La autora era una cortesana de rango medio que, por su posición, conocía bien la vida de palacio. Vivió a caballo entre los dos siglos, con lo que fue contemporánea "sensu stricto" con la ficción que nos narra. De todos modos, queda claro que advirtió la decadencia de su época, porque toda la novela no es sino una extensa y magistral explanación del desmoronamiento de su mundo. A ningún lector medianamente atento podrá pasársele por alto el modo en que, casi inadvertidamente, le va introduciendo en el núcleo de sus pensamientos. Una frase suelta, pronunciada al azar por el protagonista y repetida cual lema publicitario, se revela poco a poco como la idea central de la obra. Aquí se ve transcurrir el tiempo, lo mismo que si nos entretuviéramos contemplando el flujo de la arena de un reloj. El resultado es el tránsito desde un clasicismo casi celestial, despreocupado y eterno , poco menos que un rompimiento de gloria pintado con palabras, a un barroquismo con tintes de auto sacramental, de tragedia calderoniana que sobrecoge al lector y le desgarra por dentro.
Como era de esperar, a estos dos momentos responde la división de la novela en dos partes que Ediciones Destino nos ofrece en sendos volúmenes ( "Esplendor" y "Catástrofe") estupendamente prologada por Harold Bloom y anotada e introducida por Xavier Roca-Ferrer, el traductor.
El protagonista, el príncipe Genji, hijo de un emperador cuyo nombre se omite y de Kiritsubo, una de sus consortes secundarias de la que, sin embargo, está ciegamente enamorado, es desde su nacimiento un niño de increíble hermosura. Kiritsubo muere cuando su hijo apenas cuenta con tres años. Poco antes de expirar, le dedica a su esposo el emperador un poema breve y de belleza lacerante:
Ahora que ha llegado el fin,
me duele en el alma la separación...
Si pudiera elegir, 
tomaría el camino que conduce a la vida.
El poema es premonitorio del sentido que orienta la novela, y también del destino de la existencia humana. Nadie es dueño de elegir el curso de los acontecimientos, los cuales se nos imponen bien por azar, bien siguiendo una ley inexorable que escapa a nuestra comprensión. La vida no es sino una constante sucesión de pérdidas -no otra cosa es el tiempo-, y termina con la mayor de todas. La vida es indigencia de bienes, y la muerte la más grande de las miserias.
Pero en ocasiones ocurre que, por un feliz capricho del destino, se acumulan en un instante las bendiciones que podrían llenar multitud de años. Esto representa la persona de Genji, el "Príncipe Resplandeciente". Genji es fruto del enorme amor que se profesan sus padres y, del mismo modo que -según Platón- los objetos del mundo son copia de ideas, así el niño personifica el vínculo que une a sus progenitores. Sólo que no se trata de la imagen defectuosa de que es capaz un demiurgo en definitiva bastante torpe, sino de la más perfecta que pudiera imaginar un dios todopoderoso. Genji representa la Edad de Oro de donde emanará, tras una serie de degradaciones, la realidad imperfecta y cuasi inexistente de nuestro mundo cotidiano.
A lo largo de la novela se suceden tres parejas de personajes que guardan entre sí un notable paralelismo. Me refiero, en primer lugar, al príncipe Genji y a su amigo de juventud To no Chujo, hijo este último del ministro de la izquierda, a la sazón el cabeza de la poderosa familia Fujiwara, sobre la que recae el poder político durante la era Heian. A este par suceden Yugiri y Kashiwagi, sus hijos respectivos y primos carnales puesto que Yugiri es hijo de Aoi, hermana de To no Chujo. A pesar de ser nieto del viejo emperador, Yugiri no pertenece a la familia imperial porque la filiación -según deduzco- es matrilineal, rasgo cultural harto comprensible si nos atenemos a la promiscuidad sobre todo masculina a que acostumbran los nobles. A Yugiri y Kashiwagi suceden el principe Niou y el general Kaoru. El primero es nieto de Genji, ya que es hijo de la Emperatriz de Akashi (una hija de Genji habida durante su exilio). El segundo es oficialmente hijo de Genji y de su joven consorte, la Tercera Princesa, hija del emperador Suzaku, quien a su vez es hermanastro de Genji puesto que es hijo del viejo emperador y de su esposa principal Kokiden. Sin embargo, lo cierto es que Kaoru resulta ser el fruto de los amores furtivos de Kashiwagi y la Tercera Princesa. De lo dicho se desprende la evidente endogamia entre la familia imperial y los Fujiwara, aliviada por la incorporación de concubinas y amantes de rangos inferiores.
El paralelismo que señalo entre estas tres parejas no es del todo exacto. En efecto se trata de pares sucesivos de amigos, en gran medida emparentados, que señalan las tres generaciones que abarca el relato y que son cómplices y confidentes en sus correrías amorosas. Genji y -sobre todo- Niou son famosos por su afición a la belleza femenina. También Yugiri y Kashiwagi, aunque de manera más recatada. Sin embargo hay entre ellos una diferencia que tiene poco de sutil. Los amores de Genji, con la excepción de sus relaciones con Yugao, son serenas y de carácter constructivo. Genji es un hombre de increíble apostura y gracia, y elige a sus amantes en ocasiones entre estratos sociales alejados del suyo, pero siempre buscando en ellas una belleza que trasciende lo puramente físico. Sus criterios atañen al refinamiento, a la educación y sensibilidad de la dama, a sus aptitudes para la música, la poesía y las artes. También a su habilidad social, su acierto para comportarse en cualquier situación tal como las circunstancias requieren (y para las damas las exigencias son estrictas). Persigue con denuedo la perfección, el ideal de la feminidad. Si, a la postre, la lista de sus amantes es tan extensa, ello se debe, sin duda, a que abundan las damas que satisfacen sus requisitos, en tanto que sus descendientes han de limitar sus atenciones a muchas menos. El amor que brinda el Príncipe Resplandeciente educa y ennoblece a su amante, le garantiza una posición respetable y seguridad en el aspecto material de la existencia. Y, aunque sus mujeres no le dan hijos en la medida que él deseara, todos sus vástagos -varones y mujeres- alcanzan en grado sumo lo que un griego denominaría la "areté".
El caso de Yugiri, y también el de Kashiwagi, es un tanto divergente. Yugiri se enamora desde la infancia de su prima Kimi no Kari, que es hija de To no Chujo, y tras vencer las reticencias de su tío se casa con ella. La dama no reúne cualidades excepcionales, pero el matrimonio es notable por la serenidad que acarrea a los cónyuges y por la fidelidad del esposo. Sin embargo, tras la muerte de Kashiwagi, Yugiri confunde sus deberes para con la viuda de su amigo con una pasión no del todo "comme il faut". Ello ocasionará tensiones con su primera esposa, aunque el trío alcanzará finalmente una estabilidad que yo calificaría de mediocre. Por su parte, Kashiwagi matrimonia con la princesa Ochiba, la segunda hija del emperador Suzaku. Pero cuando le es dado contemplar, por descuido de la dama, a la Tercera Princesa durante una visita al palacio de Genji, queda prendado de ella. La consumación de esta pasión, que no es otra cosa que una violación consentida, sumirá a Kashiwagi en una depresión que lo habrá de llevar a la muerte poco después. La joven consorte de Genji, avergonzada por su falta, se tonsurará y entrará en religión. Fruto de este amor clandestino nacerá Kaoru, a quien, de todos modos, Genji reconoce como hijo propio.
La tercera generación de la novela está representada por el propio Kaoru y el príncipe Niou. Ambos evidencian en sus personas la estirpe de la que proceden, apuestos como son, elegantes, refinados y sensibles. Niou es un mujeriego cuya fama de conquistador deja pequeña a la de su abuelo Genji. Por su parte, Kaoru es un hombre reflexivo y reservado que parece vivir al margen de las pasiones carnales. Si podemos calificar de serenos a los amores de Genji, y quizá de desordenados a los de Yugiri y Kashiwagi, los que protagonizan Niou y Kaoru son abiertamente turbulentos, y acarrearán consecuencias funestas. La combinación del arrojo del uno y del retraimiento del otro destruirá completamente a sus respectivas enamoradas y las arrastrará a una dramática vorágine de acontecimientos luctuosos. Oigimi, de quien Kaoru está locamente enamorado, morirá presa de una fulminante depresión que le ocasiona precisamente el ser el objeto de semejante amor. Naka no Kimi, su hermana menor, a pesar de ser su favorita, ha de conformarse con ser segunda esposa de Niou. Ukifune, hermanastra de ambas, apresada entre las pasiones rivales de los dos amigos, será la víctima de una tragedia digna de Shakespeare.
Un detalle, poco más que una sutileza, contribuye a acentuar el sentido descendente de la trama. Durante la primera parte de la novela, mientras nos refiere los amores de Genji, la autora se muestra como una maestra de la elisión. Su técnica narrativa es, en este sentido, tremenda y sorprendentemente cinematográfica. En medio de una sensualidad y una delicadeza sin límites, el lector ha de adivinar, escondidas entre los pliegues del relato, las numerosas escenas eróticas que lo salpican. No es que en la segunda parte tales escenas sean explícitas, que no lo son, pero sí son mucho más crudas. Un Genji ya maduro y próximo a su declive yace desnudo con Tamakazura, hija de Yugao y To no Chujo, aunque el estupro no pasa del grado de tentativa. Por primera vez una dama declina los ofrecimientos amorosos del Príncipe Resplandeciente. Este episodio señala, según creo, el modo en que hemos de interpretar los protagonizados por Kaoru y Niou. Hemos de asociar la delicadeza del relato con la gloria de la juventud de Genji. A la necesaria decadencia que le sigue le corresponde otra cosa.
Es propia de la eternidad la ausencia de tiempo, todo en ella es simultáneo, estático y nada extático. La gloria es eterna y cualquier movimiento la excede, sale necesariamente de ella y supone una caída. En el apogeo de su esplendor Genji vive de manera atemporal. Cuanto le ocurre no alcanza a alterar su carácter ucrónico y el relato transcurre con ritmo apacible. Las "innumerables lágrimas que empapan las mangas de su uchiki" son más un recurso para ablandar la resistencia de una amante esquiva que una manifestación de dolor. Genji vive como un dios olímpico, gozando de sus diosas de manera despreocupada y ajeno al devenir del mundo. Incluso el éxtasis amoroso es obviado, se le oculta al lector porque no aporta nada para la construcción del personaje.
Pero el cénit de su gloria llega pronto. Tras su exilio, coincidiendo incluso con la etapa en que mayores honores recibe por parte del emperador Suzaku, su hermanastro, dolido contra sí mismo por la severidad del castigo impuesto a Genji, el Resplandeciente inaugura su decadencia. Se le honra con cargos y prebendas, pero también se le acumulan los quehaceres. La vida de la corte, las obligaciones ceremoniales, su entrada en política, la asunción de los más altos cargos del estado, todo ello le impele a entrar en el tiempo. Es entonces cuando comienza a caer en la cuenta de la futilidad de lo humano. El tiempo se le desboca y le falta. Necesita cada vez más ese espacio que antaño dedicaba al ocio y a los refinamientos cortesanos. La idea de tonsurarse y entrar en religión le asalta, pero aún -se dice a sí mismo- le atan muchas obligaciones. Al final de esta etapa coinciden la traición de la Tercera Princesa y Kashiwagi, su retiro y la muerte de su esposa Murasaki. Por fin, Genji, el Principe Resplandeciente, ha sido derrotado por el tiempo, y el episodio de su muerte o ha sido omitido o no nos ha llegado.
Ninguno de sus descendientes disfruta de la beatitud de su primera juventud. Desde el principio, sus respectivos deberes dificultan los amoríos de Niou y de Kaoru hasta el punto de encaminarlos a la catástrofe. Cuanto intenta Kaoru para atender a las huérfanas del príncipe Hachi es un fracaso. Niou desposa con Naka no Kime, pero Oigimi, de quien Kaoru está enamorado, muere de obstinación al negarse a admitir su destino. Y la historia parece repetirse con Ukifune. Genji se había ganado el amor de su esposa Murasaki apartándola del mundo para esconderla de la predación de amantes rivales y educarla y moldearla según su criterio de perfección femenina. Y el resultado fue un esplendoroso éxito. El príncipe Hachi hizo lo propio con sus hijas sólo por temor del mundo, y Kaoru lo repite con Ukifune para apartarla de los requerimientos de Niou. pero en estas ocasiones el resultado es trágico. Convencido del carácter precario de la existencia, la máxima aspiración de Kaoru desde muy joven es hacerse monje, pero de su vocación le aparta el amor de Oigimi y después de Ukifune. Pero todo se le escapa de entre las manos como se le iría la arena entre los dedos. Los acontecimientos se desarrollan más rápidamente de lo que él puede prever, de modo que sólo advierte cómo los males se suceden sin ley aparente que los gobierne. Heráclito afirmaba que no podemos bañarnos dos veces en el mismo río, pero Ukifune no ha podido suicidarse en el Uji ni siquiera una. El Uji, ese río que es protagonista de toda la segunda parte de la novela. La sentencia de Kaoru al final del antepenúltimo capítulo resume todas las tribulaciones humanas:
Observo la efímera
posándose en mi mano...
Aquí está, me digo,
cuando ya no está.

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