martes, 6 de febrero de 2018

De rezos, zumbidos y otras monsergas

Comienzo a escribir estas líneas exactamente al mediodía del primero de noviembre del año 2012. Es la festividad de Todos los Santos y mi suegra, convaleciente aún de su fractura de tibia, asiste como puede a la misa preceptiva que retransmiten por televisión. En su situación, ha recurrido a este frío artificio en otras ocasiones. Ya ha comenzado a caminar, pero ha de hacerlo aún con muchas más reservas de las que está dispuesta a asumir. Afortunadamente no es tan insensata como para pretender salir a la calle, y menos aún en un día lluvioso que le trae a la memoria el aciago resbalón sobre el pavimento del garaje, que un infausto charquito de agua convirtió en pista de patinaje. Escucho la misa a distancia (yo no soy lo que se dice un hombre piadoso) y doy en pensar que está bien el servicio que ofrece la televisión pública a personas impedidas. Incluso he tenido la ocasión de oír de boca de un oficiante alguna referencia al respecto.
Fue justo el domingo pasado, y quedó grabada en mi memoria. Me llamó la atención porque desencadenó un conflicto de valoraciones. Por una parte, no pude dejar de reconocer lo oportuno del comentario. Por otra, había algo difícil de verbalizar -y aún ahora no sé cómo hacerlo- que incluso podría decir que me repugnaba. Hay algo radicalmente insincero en el hecho de retransmitir una misa. Por mi condición de persona formada en una férrea (en definitiva, el adjetivo es un poco exagerado) tradición católica, he tenido ocasión de asistir a muchas y muy variopintas. Desde la cateta rigidez cuasimenonista que imperaba en mi pueblo y que obligaba a la segregación de hombres y mujeres, hasta la informalidad de una misa campestre en la que el altar podría haber sido improvisado sobre la bala de paja que luego, en el otoño, habría de usarse para cultivar setas (es un decir). Desde la sencillez de la celebración en una parroquia de barrio hasta la pesada solemnidad de los templos más encopetados. He asistido a misas de todos los colores, pero en ninguna he advertido la sensación de estar contemplando una parodia, salvo en las que he visto por la tele. Probablemente hay demasiada distancia entre el espectador y lo que contempla, el espectáculo.
Claro que, por otro lado, no puedo dejar de considerar la caritativa intención del promotor de tales retransmisiones, que acerca la celebración de la misa -aunque no la eucaristía- a quienes no pueden acudir al templo. Me acuerdo, de manera especial, de mi abuela paterna, mujer aquejada desde joven de una diabetes que le provocó una obesidad extrema que le tenía recluida en casa. Recuerdo haberla encontrado un domingo tras otro recostada en el sofá de su casa escuchando y viendo la misa en blanco y negro. No es que tal rutina marcase definitivamente mi infancia, pero la recuerdo y basta. Nunca pude dejar de comparar lo retransmitido con lo presenciado en vivo en la parroquia.
Y me acuerdo también de las bodas reales...
La que estoy oyendo hoy, cuyos retazos me llegan a través de las paredes y de las puertas abiertas, no tiene nada de especial si la comparo con las pasadas, salvo el hecho de estar retransmitida desde Bélgica y, por supuesto, en francés. Y ahí está mi suegra, que aunque ha vivido cinco años en Francia no entiende el idioma, escuchando ávidamente lo que sale del aparato. Pienso en ella y en el resto de personas que en su misma circunstancia -y aún peor, tanto más cuanto más desconocida sea la lengua- están pegadas al televisor absorbiendo como pueden la dosis de espiritualidad que les proporcionan los medios. Seguramente muchos serán capaces de doblar las palabras del celebrante a su idioma porque, por lo que escucho, una misa en francés no difiere gran cosa de una misa en castellano. Además, una voz en "off" está resumiendo la homilía en nuestra amada lengua vernácula.
Está visto que Dios es políglota y ama la proliferación de lenguas. Tampoco supone un mérito excesivo porque, si nos abstraemos del idioma en que son celebradas, todas las misas parecen sonar del mismo modo. "Nôtre père, qui est aux cieux, que ton nom soit santifié, que ta parole vienne...", etc. No soy hombre muy viajado pero, dado que en nuestra tradición occidental buena parte del arte es religioso, he tenido ocasión de escuchar fragmentos de misas en portugués, castellano, francés e italiano, incluso en euskera, y siempre me han resultado sorprendentemente familiares. La explicación, de puro fácil, podría ser obviada, y sin embargo el hecho no deja de llamarme la atención. La misa responde a una liturgia previamente fijada, a una rutina establecida de modo universal por la jerarquía eclesiástica. Con un poco de malicia (y en algunos asuntos yo soy extremadamente malicioso) podríamos hablar de rezos en serie, despersonalizados, estereotipados, fordistas. Siempre he creído que, cuando Jesucristo nos enseña el Padre Nuestro, está abogando por la oración y no por el rito, por el diálogo con un Padre cercano. (Yo nunca me he definido como ateo, pero está claro que, si lo fuese, sería un ateo católico, como Dios manda). Hay algo de farisaico -el término no es peyorativo- en todo ritual, algo radicalmente ajeno al sujeto y, en consecuencia, a la fe. Algo descarnado y empedernido que hemos de situar en las antípodas de la caridad. Parece que eso de "prier" es cosa más cercana a las formas que al sentido, más de continente que de contenido.
Pero, si aguzamos la atención, percibimos que el canon no es excesivamente rígido. Hay misas solemnes, dolidas, festivas, misas para niños, misas para "la juventud" ("esto mola, Santidad, esto mola cantidad"), misas en latín y de espaldas a la feligresía, misas largas o breves, con sermón o sin él, con una, con dos o con tres lecturas, y toda una colección de ritos que se pueden añadir o de los que se puede prescindir, según las circunstancias. Sin embargo, pese a toda esta variedad, sigo encontrando una pesada monotonía. A ello contribuye el tonillo afectado de los oficiantes, la teatralidad de sus gestos rituales y, sobre todo, los cánticos de los fieles.
He tenido ocasión de ver beatas de las de rostro velado, vestido negro y reclinatorio, cantar con júbilo exultante y acordes arrastrados el "¡Qué alegría cuando nos dijeron 'vamos a la casa del Señor', ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalém". Y con la misma cara de póker que tenían en las procesiones de Semana Santa, o en los funerales, cuando entonaban el "Tú nos dijiste que la muerte no es el final del camino". No recuerdo nada más monótono que los cánticos de iglesia. Hubo un tiempo en que estaba convencido de que eran ejecutados con desidia, inmersos los fieles en un sublime aburrimiento. Falta de fe, en definitiva, y de fervor. Pero ahora me parece poco probable que todos los fieles sean tan infieles, que en todas partes el sonido de las preces comunitarias ostente un tono tan estable, que todos los orantes muestren semejante desgana. Quizá sea, pienso ahora, precisamente ése el sonido de la fe, o de la religión.
Me puso sobre la pista una "boutade" acerca de una canción de Estopa. Sabido es que la música actual es por lo menos tan plana como la de iglesia, aunque , con el santo fin de vender cuantos más discos se pueda, se ameniza adecuadamente con profusos movimientos de cadera o escotes que dejarían escasa la mirada de Ozil. El cantante repite una y otra vez que oye el runrún de su corazón. Y, cogida la frase en su descarnada literalidad, resulta ser el reconocimiento explícito de que su vida interior se reduce a un zumbido. Para pasar de un ámbito a otro no me quedaba más que definir la oración como una confesión ante Dios, sin intermedio de sacerdote. La explicitación ante Dios y ante uno mismo de la propia vida interior. Es decir, del espíritu. Y el espíritu de muchos zumba.
Desde luego, ésta es una idea demasiado traída por los pelos. Lo suficiente, al menos, para repasar de nuevo su génesis. No creo que cuando Jesús nos enseñó a rezar estuviese dictando una oración canónica. Más bien mostraba el modo adecuado de hacerlo, como el de un niño que se dirige con toda familiaridad a su padre. Jesús predica una cercanía entre Dios y las criaturas que seguramente escandalizaba a los judíos. Si interpretásemos el resto del Evangelio del modo en que la Iglesia lo hace con este pasaje, todo él se reduciría a un conjunto absurdo de cuentecillos. Y lo mismo vale decir del resto de la Sagrada Escritura. Precisamente, lo que hace de la tradición judaica una escritura sagrada es que de ella podemos extraer una enseñanza general. Lo mismo que, cuando un sacerdote egipcio explica a un novicio el teorema de Pitágoras, recurre a mostrarlo en ejemplos concretos porque desconoce la idea general de "demostración". Entendida la oración de esta manera, se identifica con una explanación del alma del orante. Esto es autorreflexión, conciencia. Sócrates diría "conócete a tí mismo". Jesucristo dice: "ora".
Siguiendo el hilo de este rocambolesco (tengo que reconocerlo) argumento, resulta que la liturgia, el rezo canónico, estereotipado, es impersonal, no dice nada de quien lo lleva a cabo. Tanto vale para el más sesudo de los mortales como para el más simple. No refleja el contenido del espíritu, la vida interior, sino la pertenencia a la comunidad, al grupo para el que rige el canon. Por lo visto, el término "religión" alude al lazo que mantiene cohesionada a una iglesia, a una comunidad. En consecuencia, la confusión, que todas las iglesias alimentan celosamente, entre fé y religión mediante el concurso de una piedad esclerotizada resulta ser un asunto más político que espiritual. La religión concierne sólo al grupo e inaugura su conversión en masa.
Si, para desgracia de la humanidad, pudiésemos reconocer en otras religiones el mismo patrón embrutecedor que en la nuestra, quizá habríamos identificado la clave de muchos de los males que nos aquejan. Supongo que no es tarea fácil ni apta para ser despachada en cuatro líneas, y es seguro que queda fuera de mi alcance. Para abordarla sería preciso conocer con cierto detalle un buen número de civilizaciones vivas y extintas, y abordar el difícil estudio de su religiosidad y no sólo de sus religiones. Y sería también preciso esclarecer qué es eso de la fé. Lo más lejos que he podido llegar al respecto (no me refiero al concepto de la fé, sino al estudio comparativo de las religiones) es que nuestros cánticos y letanías no difieren gran cosa del recitado de los versículos del Corán en las mezquitas, ni del murmullo introspectivo de derviches y budistas. Y eso es algo tremendamente descorazonador.

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