martes, 6 de febrero de 2018

El arte y el error de colocar el carro delante de los bueyes


(Texto escrito el 3 de abril de 2012)



Se trata de un error lógico o de un fallo de puntería, no estoy seguro. Me refiero al arte cuando toma por objeto al arte, el arte que nos habla de sí mismo como si no hubiera nada mejor de que hablar. Considero que esto sólo es un síntoma y una consecuencia del aburrimiento de la vida, un topetazo contra el sinsentido de la existencia, ese hastío que en ocasiones nos asalta y del que buscamos refugio donde sea. Probablemente también hay algo de pose y una artificiosa superinflación del sentido estético. De todos modos, conozco casos clínicos en los que la enfermedad no ha llegado a desarrollar tales síntomas, sino otros menos evidentes, y son éstos los que más llaman mi atención. Pero el paso de la enfermedad al síntoma es difícil de rastrear y me veré obligado a tomar caminos tortuosos e indirectos. Vayan mis disculpas por delante.
Antes de comenzar a disertar sin rumbo fijo, y para evitar el riesgo, convendrá que exponga el por qué de esta opinión y cómo caí en la cuenta de que debía escribirla. Supongo que habrá a quien le parezca el episodio incluso surrealista, o al menos un tanto inverosímil, por poco frecuente, pero nadie dude de que ocurrió lo que voy a referir y del modo en que lo voy a hacer. O casi, desgraciadamente he de abusar de mi parca memoria.
Situémonos en Florencia, en la Iglesia de San Lorenzo, en un punto equidistante de las tumbas de los hermanos Lorenzo y Giuliano de Médici y de las magníficas esculturas que las adornan, obra de Miguel Angel. A nuestra izquierda podemos contemplar a Lorenzo en actitud reflexiva propia de un amante de las artes y en pose lo suficientemente antinatural para caer en la cuenta de la derivación manierista del autor. A nuestra derecha se yergue la imponente imagen de Giuliano, político y hombre de acción que, como suele acontecer a las gentes del gremio, murió asesinado. (Ya se sabe, asuntos de rivalidad entre las dos familias que se disputan el control de la ciudad, poco menos que cosa de mafiosos). Nuestro particular guía -que, por cierto, es mi compadre y a quien conozco desde hace tantos años como tardaron en crucificar a Cristo- estaba haciéndonos una fenomenal exégesis del conjunto escultórico que, de ser publicada aquí, leería quizá media docena de personas. He de decir que mi compadre se entusiasma fácilmente ante una obra de arte. En un momento de su disertación, que a pesar del idioma en que era proferida comenzaba a aglutinar en torno a nosotros a cuanto turista accedía a la sala, lanzó al aire una frase que en ese momento me pareció sorprendente.
-¡Cómo amaban la vida estos hombres! -dijo.
No sé si la dijo sólo para él o para todo el mundo. Mi mujer no recuerda haberla oído, como tampoco ninguno de mis dos hijos. Tampoco puedo saber a ciencia cierta a quién se refería, si a los Médici allí sepultados, si al artista, si a los artistas en general, si a los florentinos, si a los hombres del renacimiento... No importa el objeto de su referencia, el caso es que pronunció esas palabras. Hay que tener en cuenta las circunstancias. Para entonces estábamos ya algo saturados de arte, del que ya habíamos tenido ocasión de contemplar y del que nos esperaba. Si en ese momento nos hubiese observado algún psicólogo picajoso se habría acordado enseguida de Stendhal, sin duda alguna. El único cuerdo del grupo parecía ser mi hijo menor (nueve años) que ya me tiraba del brazo y medio gritaba eso de "¡Jo, otra porra iglesia, ¿nos vamos ya?"
Lo primero que me vino a la memoria fue una frase en la que Nietzsche (El origen de la tragedia) reproduce la pregunta que el rey Midas le hizo a Sileno. Midas pregunta qué es lo mejor para el hombre, y Sileno responde con esas tremendas palabras: "lo mejor para el hombre en no haber nacido, o en todo caso, morir cuanto antes". Inmediatamente después, Nietzsche se pregunta cómo es posible que los griegos, a la vista de tal respuesta, amasen tanto la vida. La respuesta que se da el filósofo alemán gira en torno a la función del arte como expresión de la vida. Expresión y transfiguración: he aquí el dipolo dionísíaco/apolíneo.
Inmediatamente después caí en la cuenta de que algo en la mente de mi amigo, a fuerza de ser coherente, se contradecía consigo. Algo así como una pirámide de latas de conserva en un supermercado, pirámide que en su apariencia mantiene una solidez y una regularidad asombrosa, pero en la que uno de los elementos, en el que nadie repara, está lo suficientemente desplazado como para amenazar la ruina del conjunto. En nuestro caso, lo que amenazaba ruina, era la concepción de la vida a la que ha llegado mi compadre. Después de haber meditado de largo sobre el asunto lo veo ahora algo más claro, pero entonces ya advertía que alguna pieza del puzzle no encajaba correctamente. Como soy un poco bellaco, esperé que se me presentase la ocasión adecuada para discutir con él la cuestión. Corrijo: como soy muy bellaco decidí forzar la ocasión en el momento que me pareciera conveniente.
El momento llegó -o lo hice llegar- dos días más tarde, en Roma. Descendíamos del Aventino después de haber visitado la basílica paleocristiana de Santa Sabina. Nuestra intención era llegar, cruzando el río por la Isla Tiberina, al barrio del Trastévere. Después del único día caluroso de todas las vacaciones estábamos algo cansados, pero todos caminábamos con buen ánimo. Pocas veces un paseo urbano resulta tan agradable como ése. Sugerí entonces que el plan de nuestro viaje se parecía mucho a un enorme espacio vacío salpicado de ciertos puntos de interés y que, en vez de alquilar un coche para movernos por Italia, más nos hubiese valido alquilar una cabina de teleportación que nos permitiese llegar de una ciudad a otra sin el molesto intervalo de todo cuanto hay en medio. Como entre nosotros ha sido habitual llenar ese espacio pedaleando, se me ocurrió proponer la bicicleta como el vehículo más adecuado para futuros viajes. Ya sabía yo que me iba a responder con una montaña de objeciones. O, por mejor decir, con una sola objeción acrecentada hasta el extremo de que pareciese montañosa. Me dijo que prefería no mezclar las churras con las merinas y que un viaje que en su origen había sido concebido como viajes de estudios (mi hija mayor termina la ESO este año) no podía transformarse en una suerte de excursión deportiva amenizada con alguna visita cultural. Añadió que, en todo caso, nuestro periplo habría sido mucho más modesto.
Yo, que ya casi había llegado al punto adonde quería llegar, le hice notar que ningún viaje que se precie debería prescindir del espacio. El viaje no sólo son los distintos puntos de interés, sino también el espacio que los conecta. Y la función de viaje de estudios se vería no sólo satisfecha sino incluso implementada con el conocimiento geográfico del terreno y sus usos. Todo. Añadí que el mundo se compone de algo más que de arte y le acusé -punto final de mi particular periplo- de considerar al arte como la más importante manifestación cultural, la única con importancia, incluso elevarlo a la categoría de sentido de la vida. Como resulta que mi compadre es inconmensurablemente más bellaco que yo, por no dar su brazo a torcer y reconocer su exceso, me contestó alegando que de ningún modo pretendía indicarle a nadie cuál debería ser el sentido de su vida, pero que, en efecto, él lo consideraba de ese modo con respecto a la propia. Justo eso esperaba yo, aunque ahora pienso que quizá se engañe y no esté en lo cierto, y era eso lo que me había parecido incongruente en Florencia.
Por varios motivos y razones, en las que no es preciso que entre ahora, la confesión de mi amigo equivale a la afirmación rotunda y sin ambages de que, en efecto, considera el arte como el sentido de la vida. Y como semejante consideración me parece no sólo equivocada sino también perniciosa, me creo en la obligación de aclarar (y aclararme) por qué.
Comenzaré expresando mi juicio previo, aunque espero que no del todo infundado, de que la relación más pertinente entre arte y vida es justamente la opuesta: es la vida el sentido del arte y no al contrario. Puedo argüir que, en tanto que es posible concebir la vida sin arte (supongo que nadie negará que las bacterias son seres vivos, y también la mayoría de los hombres), concebir el arte sin la vida requiere enfrentarse a problemas irresolubles. Con un poco más de ingenio del que poseo podríamos, sin lugar a dudas, reducir tal concepción a un absurdo. Como resulta que el sentido ha de poseer, al menos, antelación lógica con respecto a aquéllo de lo que es sentido, y como resulta también que el arte no parece estar en esa relación con la vida, se concluiría de aquí la falsedad de la tesis de mi compadre. Pensar la antelación lógica del arte, o quizá incluso de la belleza, con respecto de la vida requiere replantear el platonismo. Por este camino iríamos directos a discutir asuntos de orden metafísico que nos pondrían en flagrante disposición de ser acusados de meternos en camisas de once varas, y me parece preferible abandonarlo.
Lo perentorio, no obstante, es tratar de interpretar lo que yo tenía en mente (lo tenía en mente, pero desgraciadamente no lo tenía muy claro) cuando usé la frase "el arte no es el sentido de la vida", y lo que tenía en mente (y supongo que tampoco él lo tenía muy claro) mi amigo cuanto tuvo a bien contradecirme. No es que mi compadre sea exactamente un diletante. Lo es en buena medida, pero no es sólo eso. Ya he dicho de él que es de fácil entusiasmo ante cualquier manifestación artística, sobre todo si se ejecuta con mimo, y para este particular posee una sensibilidad fuera de serie. Yo creo que el suyo es un espíritu dionisíaco. En absoluto es como uno de esos poetas que fingen sentir el dolor que sienten (¡qué frase tan buena! la leí hace poco no sé donde). Lo que hace un espíritu dionisíaco con el dolor es transfigurarlo en arte. Ni lo esconde ni lo exhibe, sino que lo expresa a través de lo bello. De modo paralelo, quien contempla la obra de arte se hace sensible a esa belleza y a ese dolor y, al tiempo, subsume el propio bajo la misma forma. Esa es la diferencia entre el degustador de arte y el intérprete, éste último realiza un esfuerzo creativo semejante al del artista. Para ambos, la obra creada o contemplada es una especie de flecha que apunta hacia la vida, hacia los sufrimientos que acarrea y los goces que nos depara. Y si acaso sucede que sobre éstos predominan aquéllos, que para algún sujeto este mundo no sea más que un valle de lágrimas, el hecho de que se atreva a divinizar estas lágrimas es de por sí elocuente. Estos hombres no viven para el arte, sino que porque viven producen arte. Sin duda, todos afirmarán que el sentido del arte es la vida.
Ocurre no obstante que, para quienes tengan conciencia de que la cuenta de las alegrías no salda las de las penas, y sobre todo para los que saben que tanto las unas como las otras se otorgan arbitrariamente, su glorificación puede confundirse con una instancia justificadora y se harán la ilusión de que viven con tal fin. Quizá incluso imaginen un final apoteósico y sueñen con rendir el último suspiro en el instante mismo del clímax estético. Para ellos, afirmar que el sentido de la vida es el arte equivale a afirmar que el sentido del dolor es la belleza. Nosotros, sin embargo, sabemos que ni la vida ni el dolor tienen sentido. Al contrario, son los donadores de sentido. Nada tiene sentido si no es para vivir.
El barrunto de este pensamiento, que aún ahora entreveo de modo bastante oscuro, es el segundo de los motivos por los que la confesión que de modo tan precario le arranqué a mi compadre se me antojaba una incoherencia. El primero, que expondré sucintamente, atañe sólo al arte y no a la vida. Como ya se me va haciendo escaso el tiempo, el espacio y la paciencia, prescindiré de hacer historia y afirmaré, sin más preámbulo, que el arte ha llegado a ser una actividad que se basta a sí misma. "El arte por el arte" es un lema que se repite seguramente desde el romanticismo y su concepción ha corrido pareja con el proceso de emancipación del artista. Este hecho, sin duda deseable porque favorece su creatividad, nos trae dos consecuencias nada halagüeñas. La primera es la transformación de la obra de arte en mercancía debido al hecho evidente de que el artista, en vez de ser un dios, es un hombre y debe comer. La segunda es que la actividad artística en general, convertida por el dichoso lema en un fin en sí mismo, ha llegado a liberarse absolutamente de la referencia a un tema en concreto. El artista es libre de escoger el que le plazca. En el extremo del proceso puede no referirse a ninguno y convertir la suya en una actividad puramente autoreferencial: el arte cuyo valor se estima por encima del de la vida y que, en consecuencia, nos habla del arte o del artista, y no como persona de carne y hueso sino precisamente como artista; el arte que ha perdido todo contenido y se nos muestra autocomplaciente y mirándose eternamente el ombligo; el arte como aburrimiento. No se trata de una simple confusión entre "arte" y "estética", el hecho de que tal equívoco haya tenido lugar es significativo. Ahora que está de moda hablar de burbujas, tengo a bien presentaros ésta: el arte trivializado, banalizado, ligero, etéreo, absurdo, sin sentido. Es cosa de lógica, el sentido último no puede tener sentido porque en ese caso ya no sería último.
Una persona que valora el arte como mi compadre no puede caer es este exceso y ha de urgir una renovación. La próxima vez que nos veamos tengo que acordarme de comentárselo, a ver qué me responde.

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