miércoles, 7 de febrero de 2018

Fútbol

Es importante tener en cuenta que este texto fue escrito el 10 de septiembre de 2011.

En algún pasaje de la Iliada -permitidme el lujo de no tener que recordar precisamente cuál (hay varios, de todos modos)- uno de los contendientes, antes de dar muerte en la batalla a un héroe rival al que ha derrotado, le dice: "Gracias, me has dado inmensa gloria". Y acto seguido le mata. Hay que adverir que este hecho de dispensar la muerte, y el agradecimiento que previamente se manifiesta, es un acto de supremo amor y reconocimiento hacia el rival. Es un insulto dejar vivir al adversario, supone arrojarlo a una vida llena de oprobio y vergüenza. Con la muerte de uno de ellos, ambos contendientes participan de la misma gloria e inmortalidad. El homicida parece decirle a su víctima: "Has sido un digno rival. Sólo uno de los dos podía continuar con vida, y los dioses han decidido que sea yo. Desde ahora tu nombre y el mío quedarán eternamente unidos". Hay una verdadera comunión, una indudable hermandad entre ambos.
En otro pasaje (éste sí lo tengo localizado, pertenece al canto VI), Diomedes, el hijo de Tideo, y Glauco, hijo del troyano Hipóloco, se encuentran en la batalla. No se conocen, pero sus respectivos padres habían mantenido una estrecha amistad en el pasado. Glauco es apenas un muchacho y Diomedes le pregunta: "¡Sobresaliente guerrero! ¿Quién eres tú de los mortales? Nunca antes te he visto en la luha, que otorga gloria a los hombres,. Sin embago, ahora estás muy por delante de todos y tienes la osadía de aguardar mi pica, de luenga sombra." El pasaje es de una belleza conmovedora. Glauco responde que no importa quién sea, que las generaciones de los hombres se suceden como las hojas de los árboles: en otoño caen y mueren, pero renacen nuevas en primavera. Sin embargo, después ambos se comunican su nombre y su patronímico, rememoran la vieja amistad de sus padres y acuerdan eludirse en la batalla para honrarles cumplidamente.
Desgraciadamente, estos gestos de caballerosidad desaparecen de las crónicas de guerra en cuanto los registros escritos comienzan a llegarnos en número suficiente (la información es el mayor enemigo de la literatura). Desde Homero hasta las canciones de gesta medievales la épica desaparece casi por completo. A pesar de La Eneida, Virgilio no es un poeta épico y aún así es el mayor representante del género en toda la literatura romana. Como norma general,en la historia de la literatura, la lírica y el drama suceden siempre a la épica. Sin embargo, yo estoy en la idea de que el espíritu humano es básicamente épico y agónico. Al hombre, desde luego, le gusta vencer, pero ama sobre todo la lucha. No cualquier lucha, sino aquélla que pone de realce al individuo. Con esto podemos explicar la evolución de la literatura. El momento en que el grupo humano se emancipa de las condiciones naturales de la vida puramente animal y su supervivencia no queda inminentemente determinada por el entorno, y el momento en que surge la civilización y la cultura, coinciden. Pues bien, el intervalo histórico que media entre ese momento y otro posterior en el que la organización social se hace lo suficientemente compleja para que el individuo deje de ser un elemento socialmente relevante es el propio de la épica. A partir de ese instante, el único espacio socialmente relevante para el individuo -dejando aparte, por supuesto, a las autoridades políticas, religiosas, científicas o culturales- es el juego y el deporte. Y esto, sólo en aquellas sociedades en las que el valor individual siga siendo considerado un valor social. En el entorno del Mediterráneo, y una vez transcurrido el primer cuarto del primer milenio antes de Cristo, es la civilización griega la que reúne tales condiciones. Los griegos son los inventores de la república, la democracia y el deporte. Los griegos, que a sí mismos se veían como ciudadanos de su polis en clara contraposición con el súbdito persa, egipcio o babilonio.
Llegaron, incluso, a sacralizar sus juegos poniéndolos siempre bajo la protección de los dioses. Todas las sociedades santifican lo que valoran, y la de los griegos no queda al margen de la norma. El griego ama sus juegos, glorifica a los atletas -no sólo a los vencedores, lo que justifica el dicho de que lo importante es participar- y de su gloria participa la polis de la que son ciudadanos. Había algo de ceremonia religiosa en esas competiciones, con su ritual y su culto. Algo que perdieron los romanos cuando las transformaron en espectáculo, cuando las vulgarizaron convirtiéndolas en objeto de consumo para la masa. El púgil ya no es un atleta en el estadio, sino un gladiador en el anfiteatro, que puede gozar del favor de las gentes, pero que se ha degradado hasta la categoría de obrero que produce entretenimiento. Ha cambiado la gloria por la fama, el laurel por el éxito. Se ha profesionalizado.
Quiero pedir disculpas por el salto de dieciséis siglos que voy a ejecutar ahora. Se da la circunstancia de que vivimos rodeados de deporte profesional. Incluso el ámbito que hasta hace unos años había quedado al margen, el olimpismo moderno, se ha abierto ya a deportistas profesionales. No obstante, aunque las "ceremonias" de inauguración de los juegos se han convertido en ruidosos y vistosos espectáculos, aún permanece en las competiciones de los deportes minoritarios cierto aire solemne y recatadamente silencioso. El mejor ejemplo que se me ocurre es el pausado ritmo de una competición atlética, a pesar de que de vez en cuando se altere por el pregón de vendedor de feria de los locutores cuando cantan a voz en grito los récords que se superan (definición de "locutor", que debería incluirse en el diccionario: "persona que transforma un evento cualquiera en su imagen, para traficar con ella").
Hablaba hace poco de deportes minoritarios, pero debo hacer una correción: el fútbol no es un deporte minoritario. Las competiciones olímpicas de futbol no parecen tan frenéticas, tan desaforadas, tan fuera del buen tono como cualquier otra. Quizá sea por un prurito de decoro, quizá porque no se trata de una competición del máximo nivel. En efecto, la FIFA no considera adecuado que ningún torneo le haga sombra a su ínclito Campeonato Mundial de Selecciones, que, por cierto, se celebra con periodicidad olímpica. Si ello se debiera la la burda defensa de intereses económicos, como sospecha mucha gente, los dirigentes de la Federación Internacional de Fútbol no podrían librarse de la acusación de mercadear con el deporte de cuyos asuntos son gestores. Es decir, de cosificarlo, de transformarlo en producto apto para el consumo. Desde luego, ésta no sería de ningún modo la mayor demostración de amor. Al contario, al tratar al fútbol como mercancía, lo desprecian, le restan valor, lo deprecian.
Sostengo que ésta no es una afirmación ni arbitraria ni baladí. En primer lugar, el deporte es una actividad noble, en tanto que ninguna mercancía lo es. En segundo lugar, la pérdida de respeto por parte de los dirigentes ha tenido mucho tiempo para ir calando hasta los estratos más bajos. Por lo que puedo apreciar, la mayor parte de los niños que se inicia en las categorías inferiores vive ya en la nube del endiosamiento que es propia de los rufianes que juegan en equipos profesionales. Entre ellos, el puro malabarismo es seña de distinción y promesa de éxito, como la imitación del peinado o el tatuaje del ídolo. Los chicos de diez años quieren ser estrellas, jugar al fútbol es sólo el medio para lograrlo.
Y una vez que llegan al estrellato de ningún modo desean perder su status. Jugar bien al fútbol es, de nuevo, sólo un medio para conseguirlo, y no el único. Un profesional debe recurrir a todos los medios a su alcance para ganar los partidos. Por desgracia, desde mayo hasta hace muy poco hemos tenido en este país al menos cuatro ocasiones de comprobar hasta dónde son capaces de llegar algunos sinvergüenzas para alcanzar sus objetivos. Desde la trampa y el engaño hasta el insulto o la agresión. Y, cuando la ocasión lo requiera, borrón y cuenta nueva, todo queda olvidado. No creo ni necesario ni conveniente ser más explícito. Se puede ilustrar esta conducta con ejemplos extraídos de cualquier parte.
Con todo, lo peror es el comportamiento de los espectadores. También el espectador desprecia su deporte. Para él no es más que un medio para lograr fines, lo mismo que para los protagonistas del espectáculo que contempla. Para el espectador sólo tiene importancia la afirmación del grupo al que pertenece y en el que se disuelve. Para este fin, cuanto menos objetivo sea el juicio que emite sobre lo que contempla, tanto mejor. Aullar durante dos horas le sirve, de paso, para liberar tensiones, frustraciones y tedios acumulados durante la semana: la versión moderna de la catarsis que, según Aristóteles, producía la tragedia entre quienes acudían al teatro. La tragedia, por cierto, era la otra vía por la que los griegos encauzaban su espíritu agónico.



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