martes, 6 de febrero de 2018

El campo de los milagros


(Texto escrito el 6 de abril de 2012)



Nunca antes había estado en Pisa. Llegué allí el día 5 de abril, en una tarde en la que, de haber estado despejado, habría alcanzado a atisbar los últimos rayos de sol sobre el cielo de poniente. Justo hacia allá se abría la ventana de mi habitación. Nos alojamos en el Hotel Roma, en un pequeño edificio de aspecto un tanto avejentado situado ante la muralla oeste de la Piazza del Duomo, de modo que, para llegar a la trattoría donde nuestro particular guía había previsto que cenáramos, nos veíamos obligados a atravesar el Campo de los Milagros.
Para entonces ya había caído la noche, aunque la tarde aún no decaía. Antes incluso de haber franqueado la magnífica puerta de la muralla ya se advertía el gentío que llenaba la plaza y el resplandor de los focos sobre el mármol de las fachadas. Una multitud de adolescentes, una papelera que poco antes sin duda llameaba pero que ahora exhalaba sólo un humo pestilente, una pareja de policías locales que trataban de sofocar el fuego y una manifestación -o procesión, que ambas cosas podría ser- a favor de la canonización de no sé qué beato local, no alcanzaban ni de lejos a empañar la vista que se ofrecía a nuestros ojos. Nada mejor que la oscuridad nocturna para contemplar un monumento bello, bien iluminado y abstraído, como por encantamiento, del resto del mundo.
Si supiera con exactitud la distancia que media entre paseo pavimentado sobre el que transitábamos y el eje de la nave central de Duomo, podría calcular con igual precisión la velocidad angular con la que mi cabeza giraba sobre el cuello a medida que pasaba por delante. Algún físico tendrá que explicar la atracción magnética que ejerce un haz de fotones al chocar contra una superficie de mármol. El efecto inmediato de unos potentes focos hábilmente dirigidos es el de destacar el monumento sobre las tinieblas que lo envuelven y dirigir imperiosamente hacia él la atención de todo el mundo. Es un verdadero espectáculo contemplar cómo esos espléndidos volúmenes de piedra se recortan sobre la noche: el Duomo, el Baptisterio, la pertinaz divergencia de la Torre y el suave reflejo reservado y silencioso del Camposanto que se atisba por detrás.
Todo lo que la vista tiene de espectáculo por la noche lo tiene de hermosura por la mañana, sobre todo si se le concede a uno la dicha de que luzca el sol. El día se estrenó con un intenso aunque breve aguacero, pero enseguida quedó claro que el cielo azul conquistaría el espacio en que se habían asentado los nubarrones. Yo no soy muy dado a dejarme llevar por el entusiasmo, al contrario que otras personas a quienes vi saltar de gozo ( no exagero) ante cuanto se nos ofrecía a los ojos. Los milagros del Campo de los Milagros son de una belleza deslumbrante, conmovedora, incluso dolorosa, una especie de teofanía, de transfiguración de la piedra en cuerpo glorioso y refulgente hecho arquitectura. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue construir tres tiendas: una para los arquitectos Buscheto, los Pisano y el maestro Diotosalvi; otra para mi admirado Galileo, para que, cuando menos, pueda poner a buen recaudo las bolas de plomo con las que se dice que descubrió la ley de la caída de los graves; y, por supuesto, una tercera para nosotros.
Mi visita comenzó con la catedral. Se trata de un edificio del siglo XI que no se parece en nada al románico que yo había visto hasta entonces. Ya sé que no puedo presumir de mucha ciencia en materia de arte, pero, dejando de lado la Catedral Vieja de Salamanca o San Isidoro de León, el románico que yo conocía era de índole más bien rural. Oscuro, macizo pequeño y telúrico. Inmediatamente me recordó a Nôtre Dame de Poitiers, aunque Pisa es incomparablemente más grande. Es sencillamente descomunal. Sorprende su altura y su luz, su revestimiento de mármol de Carrara con la alternancia de colores tan peculiar de la Toscana y lo soberbio de su decoración. La fachada presenta un primer nivel, que tiene continuidad en todo el perímetro del edificio, con tres arcos ciegos y tres entradas que se alternan. Los tímpanos de las puertas están decorados con mosaicos de vivísimo color. Sobre estos seis arcos se han construido cuatro galerías cerradas por sus correspondientes arcadas. El conjunto ofrece una armoniosa sensación de estabilidad que contrasta con la remoción del ánimo que se suscita en su contemplación.
Si el color que predomina en el campo es el blanco brillante del mármol sobre el verde del césped, al franquear la puerta ingresamos, sin más preámbulo que el que nos ofrece el umbral, en un universo profusamente policromado. Nada más entrar, dos cosas llaman poderosamente la atención: la primera, que la altura de la nave central se corresponde casi exactamente con la de la fachada, lo que sitúa el rico artesonado que la corona muy lejos del suelo; la segunda es que no sabe uno dónde dejar descansar la mirada, tal es la prolija decoración que encontramos. Del interior destacaré sólo los magníficos relieves del púlpito del Pisano, que por lo visto está construido en una sola pieza, y el impresionante mosaico en cuarto de esfera del ábside principal. En Italia hay que acostumbrarse a la presencia de mosaicos . Los frescos son un sustituto más barato, pero las ciudades rivalizaban en ostentación de riqueza, para regocijo de todo turista. Por todas partes se advierte la influencia de Bizancio, del Imperio romano de Oriente. Aquí, en la catedral de Pisa, aunque la planta es de cruz latina y falta la sobriedad de los templos paleocristianos, tenemos la impresión de hallarnos en una basílica, con sus cinco amplias naves que esconden más que muestran un transepto de tres. Justo en el momento de salir reparo en la lámpara de cuelga de lo alto de la nave central, muy cerca de la cúpula que corona el crucero, y fantaseo con que habría de ser la que contemplaba mi venerado Galileo cuando, de joven, descubrió la ley de la isocronía del péndulo, de ningún modo la menor o menos útil de sus contribuciones a la ciencia de la mecánica. O yo estoy muy sugestionado o me ronda su fantasma por todas partes. O ambas cosas al tiempo.
Nuestra intención es visitar la Torre Inclinada para llegar a tiempo a la demostración de acústica que se le lleva a cabo en el baptisterio, y hacia ella nos dirigimos. Se trata del campanario exento, detalle frecuente en Italia, de la catedral. La torre, también de estilo románico, es algo posterior pero, al igual que el baptisterio, el diseño se corresponde perfectamente con el revestimiento de mármol del duomo, de modo que los tres edificios componen un conjunto singular. El primer tambor, ligeramente hundido en el terreno, es una sucesión de elevados arcos ciegos entre los que uno cobija la entrada. Desde allí se aprecia el vertiginoso declive, acentuado al mirar a lo alto por el correr de las nubes. Está claro que la Tierra se mueve, no es necesaria ninguna otra prueba experimental para demostrarlo. Hasta los casi sesenta metros de altura de este prodigio, se suceden otros seis tambores con galerías cerradas por arcos de medio punto, además del superior, de diámetro algo más reducido y que trata de compensar la inclinación que se hacía ya evidente incluso antes de haber concluido la construcción. Superar los trescientos ocho peldaños de la ascensión es lo más parecido que conozco a caminar sobre la rosca de un tornillo, y conviene tener en cuenta los veinte grados que se inclina el eje para no marearse ni golpearse la cabeza contra el muro. Desde allá arriba se puede contemplar toda la ciudad y los campos vecinos hasta muy lejos, pero sobre todo se nos ofrece una magnífica e insólita vista de las maravillas gemelas que son la catedral y el baptisterio.
Este último es un cilindro de casi treinta y cinco metros de diámetro cerrado por una cúpula que es casi tan grande como la de la catedral de Florencia. El edificio es primero románico -se comenzó su construcción unos años antes que la del campanile-, aunque se concluyó en estilo gótico un siglo más tarde. Todo lo que tiene de hermoso en el exterior lo tiene de sobrio el interior, en brutal contraste con la catedral. En el interior destaca un púlpito de Pisano, padre, empequeñecido por las colosales dimensiones del templo. Hay dos escalinatas de piedra, inteligentemente distribuidas en el interior del muro para no debilitarlo en exceso, que conducen a la galería superior. Desde allí escuchamos la demostración de las condiciones acústicas del edificio. La llevó a cabo un guía situado junto a la piscina bautismal del centro y que emitió unos sonidos -no cantaba- que dejaron de relieve el cuidado en el cálculo de las dimensiones y lo hermosa que puede llegar a ser una voz humana cuando se emite en las circunstancias adecuadas y en estricta observancia de ciertos requisitos que no me molestaré en detallar.
Nos quedaba el tiempo justo, en nuestro viaje de tiempo tasado, para visitar el camposanto. Se trata de un lugar al que, por regla general, no me gusta ir ni de visita (no digamos ya como inquilino), pero con el que era preceptiva una excepción. Preceptiva y sumamente interesante. El cementerio consta de una galería construida en estilo gótico en torno a un patio rectangular a la que se han añadido algunas capillas. En el interior, los muros estaban cubiertos de frescos, frescos que aún están en proceso de restauración después de haber sido destruidos en buena parte tras un bombardeo en la segunda guerra mundial. En particular, me llamó la atención, en la esquina de las galerías norte y oeste, una representación del universo que, por las fechas presumibles de su confección, debe referirse al sistema aristotélico (no al ptolemaico) de esferas cristalinas. Dios todopoderoso sostiene en sus manos un panel que contiene todos los orbes celestes, con la Tierra en el centro, en torno a la cual giran el resto de los astros. Tras la bóveda de las estrellas fijas se podían ver las legiones de ángeles. Quiero suponer que Galileo habrá contemplado esa misma pintura en más de una ocasión, antes y después de llegar a ser el más ilustre defensor del heliocentrismo. Bien mirado, la pintura podría representar también, salvando las fechas, el sistema copernicano, el cual, en su concepción básica, era todavía medieval. El cielo de Copérnico también está construido con esferas cristalinas, con la única diferencia de haber colocado al Sol -y no a la Tierra- en el centro. El suyo es un universo todavía cerrado en el que la esfera de las estrellas fijas se ha colocado a la distancia estrictamente necesaria para poder obviar la ausencia observada de paralaje. El universo que defiende Galileo es ya un universo abierto en el que los satélites de Júpiter, que descubrió con su rudimentario telescopio, podían girar en torno a su planeta sin el estorbo de las esferas cristalinas. Ante esta pintura tuve la sensación de encontrarme en la bisagra que articula el mundo antiguo y el moderno, justo en la ciudad donde nació y vivió el genial físico toscano.
Tuvimos que ver de pasada la abundante escultura de las tumbas y el resto de los frescos de las galerías. Nuestra intención era llegar esa tarde a Florencia, y habíamos decidido visitar antes la ciudad de Luca, que nos recibió con una bonita y muy toscana multa por invadir la zona de tráfico restringido. No fue la única, pero esa es otra historia.

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