miércoles, 7 de febrero de 2018

La masa


(Texto escrito el 16 de diciembre del 2011)


Ayer por la tarde me fue impuesta la pena de pasear por mi ciudad. Era preciso que los niños contemplaran las calles adornadas con la iluminación navideña recién estrenada y se fueran impregnando de ese espíritu bobalicón y excesivo que se difunde en la atmósfera con el nacimiento de cada invierno. Una vez olvidada la estación precedente de bañador y ombligo al sol, de exhibición de carnes, de cervecita fresca a la sombra de las terrazas y de aventuras de plástico, era preciso tomar conciencia del nuevo tiempo litúrgico que inauguramos estos días: el adviento de la felicidad de plástico, de la fraternidad de plástico, de la bondad de plástico y de las luces de neón.
La gente se apretaba en las calles y se movía, como es habitual en estos casos, con absoluta ignorancia del vecino. En las aglomeraciones a nadie parece importarle el empujón, el codazo, quizá un pisotón, o que el que circula por delante se detenga de improviso para curiosear un escaparate. Esquivamos el obstáculo sin rehuir del todo el contacto, ejecutando unos pasitos escorados e inciertos, abriéndonos paso entre la multitud como un tronco que una corriente arrastra por un cauce demasiado estrecho, posando nuestros ojos sobre todo lo que reluce sin hacernos realmente conscientes de lo que vemos. Hay luces en lo alto que remedan el frío brillo de las estrellas que nos impiden ver, y hay luces en las tiendas que pugnan por atraer nuestra atención. La ciudad es una impúdica exposición de mercaderías, de ofertas, de promesas no expresadas sino impresas en las imágenes y que sabemos de antemano falsas, de seducciones falseadas, de reclamos engañosos y sólo sugeridos, de brillos insustanciales pero que perduran. (No se trata tanto de fuegos fatuos como de llamas de soplete. Hay algo industrial en el engaño, algo sumamente artificioso). La ciudad es como la hoguera ante la que se reúne la tribu: no permite ver nada de la oscuridad que se extiende más allá. La luz proyecta sombras en la pared de su cueva, y sólo vemos las sombras.
Emana un tufillo soez, artero e insidioso de nuestras fiestas navideñas, algo seguramente pequeño, como un piojo, algo que nos pasa desapercibido y de lo que sólo percibimos sus efectos. Quizá no sea más que un error de concepto. A lo mejor no es más que haber tomado por confetti los copos de nieve, o haber confundido los destellos de las varitas de las hadas con las burbujas del champán, y las mismas hadas con bailarinas de larga pierna. O menos aún, quizá sólo nuestra idea previa de que ha de haber copos de nieve, destellos mágicos y bailarinas. O ni siquiera eso: ¡quién sabe si no es sólo el hecho de que haya una idea previa, aunque no nuestra, la que sea!
Las ideas las podemos compartir de dos modos. Podemos pensarlas o podemos simplemente recibirlas. En el primer caso nos las apropiamos al reconstruirlas, las hacemos nuestras en el sentido más personal del posesivo, las interiorizamos, las subjetivamos. En el segundo caso nuestro papel es mucho más pasivo, simplemente las reflejamos como refleja una pantalla la imagen del proyector. La idea queda así depreciada en pura imagen, ha sido covertida en su propia imagen y se identifica no consigo misma sino nada más que con su apariencia.
Es la publicidad la encargada de transformar cada cosa, cada idea, en su propia imagen. Su objeto no es presentarnos u ofrecernos un producto, sino su consumo. No se nos muestra nada material, lo que vemos en el anuncio es un fantasma, una premonición, una quimera. De puro externa a la cosa, la imagen ni siquiera le pertenece, está ya fuera de su frontera, no es más que luz reflejada que nos ciega y nos impide penetrar en ella. Nos impide comprenderla, nos oculta su individualidad de cosa. Lo mismo ocurre con quien se oculta tras su imagen. El que alguien, o algo, se identifique con su imagen excluye de hecho la posibilidad de que sea algo más que eso: un reflejo, nada. Paradójicamente, nuestra imagen nos ha privado de nuestra individualidad, de nuestra personalidad, lo mismo que a la cosa le birlaba su "reidad". El que recibe la imagen no piensa la cosa, o la piensa de un modo estandarizado y superficial, como quien confunde un volumen con su superficie externa y olvida cuanto ésta encierra. Por este camino, la publicidad se ha convertido en el modo de pensamiento de la masa.
La masa es un puro agregado de átomos básicamente iguales y que pueden reproducirse industrialmente. Justamente, el proceso de producción de los átomos es la publicidad. La forma universal de un anuncio publicitario es la de un arquetipo humano en el acto de consumir un producto y su fuerza persuasiva no consiste en mostrar sus cualidades, que siempre se ocultan, sino en forzar al individuo, al átomo humano, a adscribirse al arquetipo, a asimilarse a él. Se sobreentiende que entre las notas que definen el arquetipo figura en lugar preeminente el propio consumo del producto, y de este modo se ve claro que el anunciante logra sus objetivos de venta de un modo indirecto y avieso. El anuncio no califica al producto sino al consumidor. (El sistema no deja de tener sus ventajas: como no se habla del artículo en venta resulta imposible la publicidad engañosa).
Los pilares sobre los que se apoya la industria publicitaria para crear sus arquetipos son el cine, la televisión, la música industrializada y el deporte. Todos ellos tienen en común una innegable componente industrial en sus actividades. Para la masa no cabe otro modo de producción sino el industrial. Incluso la personalización de productos en serie es prueba de ello, porque la misma personalización está ya pautada (hay empresas que se especializan en ello). Del mismo modo que un fundamentalista busca el fundamento de su sistema de creencias y valores porque ya lo ha perdido -de otro modo no necesitaría buscarlo-, así también el que busca personalizar sus propiedades es que ya ha perdido su personalidad y trata de recuperarla en el objeto. Y lo mismo vale decir para quien pretende personalizar su imagen: la pauta la extraemos de nuestro héroe de la pantalla, de la tribu a la que pertenezca nuestro cantante favorito, o del peculiar peinado de nuestro atleta de moda. Que la industria cultural ofrece tales pautas queda claro observando el innegable parecido entre la inmensa mayoría de las cantantes y actrices ( y también los cantantes y actores, no vaya a ser que alguien pretenda acusarme de usar un lenguaje políticamente incorrecto). El hecho de que exista un lenguaje políticamente correcto es ya un síntoma de estandarización.
No hay escapatoria. Ya hemos aprendido a ser réplicas y no podemos dejar de reproducir la imagen que recibimos, del mismo modo que un calamar no puede dejar de mimetizarse con el lecho marino en el que vive. En el fondo nos aterra la libertad y nuestras únicas elecciones se reducen a lo insustancial, a lo externo a nosotros. Y como somos básicamente iguales, somos también intercambiables. Hemos asumido nuestro papel de piezas fungibles y estamos listos para ser substituídos en cualquier momento. Desde el punto de vista político, nuestro voto sólo tiene valor como sumando de una extensa suma, su presencia -o ausencia- como voto individual, como opinión expresada, pasa desapercibida. El voto mismo se decide en función de la potencia de reclamo de los eslóganes que eligen los partidos para publicitarse. Desde el punto de vista económico, hemos sido capturados por la mercadotecnia y estamos a merced de otros poderes. Gozamos de las dos libertades que de manera eminente dan sentido a una vida humana: la libertad de pensamiento y la libertad de expresión. Pero ni pensamos auténticamente ni sabemos qué decir.
En resumidas cuentas, no sabemos qué hacer con la libertad, estamos prescindiendo de ella. Podemos distinguir entre una bicicleta, por ejemplo, y el uso de una bicicleta. Pero la libertad y el uso de la libertad son indiscernibles, son la misma cosa. Nuestra libertad es meramente negativa (estamos "libres de..."), pero aún hemos de conquistar la libertad positiva (hemos de ser "libres para..."). Con qué rellenemos estos puntos suspensivos es cosa de cada cual, si es que tiene redaños para ello. En caso contrario habrá de conformarse con seguir dando codazos al vecino (algo de espacio se necesita para respirar). Eso es lo único que nos diferencia de ellos: podemos estar cerca, pero aún ocupamos volúmenes distintos.

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